Por Hernán Andrés Kruse.-

Fue una jornada histórica. El lunes 23 de mayo, los doctores José Martínez Sobrino, Rodrigo Giménez Uriburu y Javier Anzoategui, miembros del Tribunal Oral Federal número 6, impusieron leves condenas-pero condenas al fin-al ex secretario de Seguridad de Fernando de la Rúa, Enrique Mathov y a la cúpula de la Policía Federal de entonces, Rubén Santos, Raúl Andreozzi y Norberto Gaudiero, al encontrarlos culpables del “homicidio culposo” de Diego Lamagna, Gastón Riva y Carlos Almirón, tres de los cinco homicidios provocados por el operativo policial que devastó el centro de la Ciudad de Buenos Aires el 20 de diciembre de 2001, y de “lesiones culposas” ocasionadas a unas decenas de sobrevivientes luego de aquellos sucesos.

El 20 de diciembre de 2001 marcó el fin de un gobierno de coalición que fue un verdadero desastre. A mediados de 1997 los principales referentes de la Unión Cívica Radical y el FREPASO decidieron conformar una alianza electoral con vistas a las elecciones de medio término de ese año. En ese momento la sociedad estaba convencida de la imbatibilidad de Carlos Menem y ese convencimiento se apoyaba en un hecho incontrastable: el riojano había vencido en las elecciones de 1989, 1991, 1993 y 1995. Sin embargo, en 1997 comenzaban a vislumbrarse ciertos síntomas de cansancio del pueblo, de un deseo colectivo de cambiar aunque respetando ciegamente la convertibilidad, aquel acto de magia que hizo creer a los argentinos que un peso valía lo mismo que un dólar. Es por ello que lo primero que hizo la flamante alianza luego de anunciar su creación, fue la de dejar bien aclarado que si llegaba al gobierno en 1999 la convertibilidad seguiría vivita y coleando. Conscientes de que la sociedad estaba harta de la corrupción menemista, los principales referentes aliancistas, en especial Carlos Chacho Álvarez, comenzaron a enarbolar la bandera de la ética política. “Ha llegado el momento”, comenzó a pontificar Álvarez, “de purificar la actividad política”. Con ese mensaje ético y la promesa de respetar la convertibilidad, la fórmula presidencial de la Alianza, compuesta por Fernando de la Rúa y Chacho Álvarez, se impuso holgadamente a la fórmula peronista, integrada por Eduardo Duhalde y Ramón “Palito” Ortega.

De la Rúa asumió el 10 de diciembre de 1999. Por segunda vez en la historia un presidenciable radical vencía a un presidenciable peronista. En ese momento la situación social y económica del país era muy delicada. Alto déficit fiscal y recesión económica conformaban un panorama realmente desalentador. Para colmo, todo el arco opositor peronista constituía un ejército poderoso: el sindicalismo, la mayoría automática de la Corte Suprema, los gobernadores pejotistas y los bloques peronistas en ambas Cámaras del Congreso. De entrada el flamante presidente envió un claro mensaje a la oposición peronista y, fundamentalmente, al FMI y el BM: impuso a través de su ministro de Economía, José Luis Machinea, un duro ajuste ortodoxo que conmocionó a los sectores populares. La gran obsesión de De la Rúa era convencer a los “mercados” que era un presidente confiable. En el exterior nadie dudaba de la fe del presidente en la ortodoxia, pero sí de su capacidad para controlar al peronismo que, nuevamente en la oposición, podía llegar a ser temible. Desde el centro del poder financiero transnacional le llegó a De la Rúa un claro mensaje: debía demostrar en los hechos su apego al dogma neoliberal. Para conquistar definitivamente el “corazón” de los “mercados” el presidente envió al Senado un proyecto de ley de flexibilización laboral que en la práctica significaba la implantación de la esclavitud laboral. Hubo manifestaciones del sindicalismo en oposición a esa norma pero finalmente el Senado la aprobó. Fue el momento de “gloria” del gobierno aliancista. En junio todo cambió. En una de sus columnas dominicales de La Nación Joaquín Morales Solá narró una conversación que mantuvo con Antonio Cafiero, histórico dirigente peronista y en ese momento senador nacional. Cafiero le dijo a Morales Solá que para garantizar el voto afirmativo de los senadores peronistas a la ley de flexibilización laboral el gobierno había entregado a varios de ellos una importante suma de dinero. La conmoción que provocó la denuncia de Cafiero fue gigantesca. Quien reaccionó inmediatamente fue el vicepresidente Álvarez, quien como presidente provisional del Senado estaba a cargo de las sesiones en la Cámara Alta. Ante cualquier micrófono que encontrara manifestaba su convicción de que había que investigar esta denuncia hasta las últimas consecuencias, cayera quien cayera. Durante la campaña electoral, expresaba con vehemencia, la Alianza había prometido que si llegaba a la Rosada instauraría una nueva forma de hacer política, que en la práctica implicaba un combate frontal contra la corrupción. La táctica del vicepresidente consistió en obligar al presidente a optar entre la defensa de la ética política o la defensa corporativa de los senadores involucrados. De la Rúa privilegió lo segundo. A comienzos de octubre Álvarez presentó la renuncia al cargo desatando un tsunami político. La Alianza había desaparecido del gobierno.

La reacción de De la Rúa asombró por su tranquilidad. Se limitó a decir públicamente que lamentaba la renuncia del vicepresidente pero que ello no obstruiría la marcha de su gobierno. Pareció como que el presidente se había sacado una gran piedra de uno de sus zapatos. A partir de entonces el gobierno perteneció exclusivamente a De la Rúa. Un “pequeño detalle”: el pueblo no había votado por un gobierno delarruísta sino por una alianza entre el FREPASO y el radicalismo. En materia económica, el gobierno no se apartó de la línea ortodoxa. Gestionó con éxito un blindaje financiero histórico por su magnitud y dramático por sus escasos resultados. En marzo de 2001 se produjo una crisis de gabinete que forzó la salida de Machinea del gobierno. Su lugar fue ocupado por Ricardo López Murphy, cuya primera decisión fue la de aplicar un feroz ajuste a la educación pública. El “bulldog” duró dos semanas en el Ministerio de Economía. Agobiado por las protestas contrarias a su plan económico, dejó el cargo vacante que fue rápidamente ocupado por Domingo Felipe Cavallo. Inmediatamente De la Rúa lo elevó a la categoría de Primer Ministro para que se hiciera cargo del gobierno. Fiel a su formación ortodoxa, Cavallo buscó desesperadamente reducir el déficit fiscal y acordar con los organismos multilaterales de crédito una ayuda financiera que a esa altura era imprescindible. Surgió el megacanje como mecanismo salvador que quedó, como los anteriores salvatajes, en la nada. Los problemas económicos se agravaron al compás del índice del “riesgo país”. Finalmente, Cavallo, junto con la ministra de Trabajo, Patricia Bullrich, decidieron rebajar un 13% las jubilaciones, las pensiones y los sueldos de los empleados estatales.

En octubre tuvieron lugar las elecciones de medio término. La victoria del peronismo fue un golpe durísimo para un presidente agobiado por la crisis y las críticas. Pese a que intentó desligar toda responsabilidad personal en la debacle electoral, lo cierto es que su gobierno sintió el mensaje de las urnas. Mientras tanto, el peronismo, luego de saborear las mieles de la victoria, empezó a olfatear sangre, como lo hacen los tiburones en el mar con sus víctimas. Luego de la derrota el gobierno tuvo serios problemas para convencer al FMI y el BM de continuar inyectando dólares a una economía exangüe. El sistema económico comenzaba a desmoronarse y la sociedad empezaba a dar peligrosas muestras de intolerancia hacia la clase política. Sin embargo, nada hacía prever lo que sucedería en el país a partir del 19 de diciembre. Domingo Cavallo estaba desesperado por una fuga de capitales que amenazaba con desmoronar el sistema bancario. A fines de noviembre, el presidente y el primer ministro decidieron rescatar a los bancos imponiendo el “corralito”, es decir, la virtual confiscación del dinero de miles y miles de pequeños y medianos ahorristas. Hubo algunos, con aceitados contactos con el poder, que sugestivamente retiraron todo su dinero en las horas previas. El 1 de diciembre el ministro de Economía anunció la medida. Sólo se podía sacar un puñado de billetes por semana y se instauró de prepo la bancarización de la economía. Los damnificados por el “corralito” lo tomaron como una declaración de guerra. A partir del anuncio los ahorristas perjudicados salieron a la calle para descargar toda su furia contra los bancos. Al poco tiempo las “cities” del país se convirtieron en “zonas de guerra” y los empleados bancarios en las principales “víctimas” de los damnificados por la confiscación. Hasta que comenzaron los saqueos en varios sitios del país, fundamentalmente en el conurbano. Esa mañana del 19 de diciembre se vino a la mente de los argentinos el recuerdo del final del gobierno de Alfonsín. Horas más tarde, el presidente impuso el estado de sitio. Fue la gota que rebalsó el vaso. Cuando ya era de noche miles y miles de ahorristas salieron a la calle haciendo sonar las cacerolas en señal de protesta. Fue un espectáculo increíble que nadie pudo prever.

Pasada la medianoche De la Rúa anunció el despido de Cavallo. Pero los caceroleros exigían no sólo la ida del ministro sino también la del gobierno. “Que se vayan todos, que no quede ni uno solo”, era el canto de guerra. El 20 de diciembre amaneció en la Ciudad de Buenos Aires soleado y muy caluroso. Lamentablemente, los ciudadanos que se habían manifestado espontáneamente ya no estaban en las calles sino manifestantes entrenados en el combate callejero contra la policía. La Plaza de Mayo comenzó a llenarse de policías y de carros hidrantes para “garantizar el orden”. De golpe, la caballería arremetió contra un grupo de Madres, lo que generó más violencia. A partir de entonces comenzaron a sucederse sin solución de continuidad enfrentamientos entre la policía y los manifestantes profesionales. De golpe, aparecieron los muertos. En todo el país fueron más de una treintena. El centro de la Ciudad de Buenos Aires había comenzado a adquirir la fisonomía de Beirut: corridas, humo, fuego, disparos y muertos. Sorpresivamente apareció De la Rúa proponiendo al peronismo conformar un gobierno de unidad nacional. Hay quienes sostienen que en ese momento el presidente sólo escuchaba la voz de su hijo Antonio. Los máximos referentes peronistas, acantonados en la provincia de San Luis, le dijeron no al pedido-ruego, para ser más preciso-presidencial. El tiburón blanco se aprestaba a retomar el poder. Finalmente, un De la Rúa abatido escribió de puño y letra la renuncia al cargo de Presidente de la Nación y se retiró de la Casa Rosada utilizando el helicóptero que lo esperaba en la azotea.

Lo que sucedió el 19 y 20 de diciembre no fue solo el final de un gobierno sino el final del modelo económico impuesto sin anestesia por Carlos Menem. Lo que estalló a fines de diciembre de 2001 no fue la administración delarruísta sino la convertibilidad, aquella fenomenal ilusión que hipnotizó a los argentinos durante poco más de una década. La “economía popular de mercado” había estallado por los aires provocando caos, desolación y muerte. Quince años después, algunos de los responsables de aquellas ejecuciones públicas fueron condenados por la Justicia, pero no el máximo responsable, el por entonces presidente Fernando de la Rúa. Porque ni Mathov ni la plana mayor de la policía federal actuaron por sí solos en aquellos dramáticos momentos sino obedeciendo órdenes de las más altas esferas del poder. Pero, como siempre sucede en este país, las responsabilidades por los grandes crímenes siempre recaen sobre los perejiles, jamás sobre los verdaderos responsables.

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