Por Alberto Medina Méndez.-

A estas alturas ya no se puede discutir demasiado acerca de la vital importancia que tiene la construcción de un relato compacto e inteligente que acompañe permanentemente a la gestión de gobierno.

Se sabe que los resultados efectivos de la política práctica no dependen, exclusivamente, del discurso que se logra edificar, pero es bueno asumir que sin él, es difícil darle sustentabilidad a la cotidianeidad.

El populismo ha sido muy astuto y fue capaz de influir lo suficiente en el lenguaje como para que muchas palabras tengan ahora un significado diferente. Esas acepciones hoy son totalmente aceptadas por todos como si fueran verdades reveladas y prácticamente no admiten discusión alguna.

Esos gobiernos demagógicos han fracasado sistemáticamente, y los que aun resisten a duras penas, solo logran destruir a sus comunidades día a día, empobreciéndolas cada vez más y llenándolas de odio indefinidamente.

Sus políticas han sido y son nefastas, pero buena parte de su prolongada existencia tiene que ver con esa dinámica de haber convertido cada determinación en una epopeya irremplazable que transmite vivencias como si se tratara de un reto enorme con una secuencia interminable de victorias.

Claro que todo ese engendro termina invariablemente mal, pero no porque no hayan conseguido imponer su discurso, sino porque los hechos finalmente se han precipitado desnudándose la falsedad argumental frente a lo irrefutable que plantean los propios acontecimientos.

Es tan potente esa narración política, que buena parte de la sociedad termina concluyendo que son los protagonistas los que eventualmente decepcionan y no sus políticas. Asignan toda la culpabilidad a meros errores instrumentales y a la presencia de ciertos personajes corruptos que desdibujan todo lo positivo y arruinan el supuesto éxito de esas ideas.

Esa visión ideológica sobrevive gracias a un giro de ese mismo relato, que convierte a los verdaderos delincuentes e ineficaces gestores en víctimas de la persecución política y héroes expulsados por los grandes poderes económicos que rigen los destinos del mundo.

Nada de eso va a cambiar demasiado en el corto plazo. La izquierda, el socialismo en todas sus formas, se reinventará, como tantas otras veces mutando para sobrevivir eternamente y volver de nuevo a la escena.

Lo que no es aceptable es pretender contrarrestar esa estudiada estrategia con la infantil idea de recurrir al vaciamiento ideológico, apelando siempre a esa visión tecnocrática de la política, que ha demostrado su fugacidad.

Los gobiernos necesitan tener su propia épica, con una línea argumental sólida, con suficiente contenido, que explique pormenorizadamente los motivos por los cuales debe recorrerse el camino seleccionado.

No se trata de edificar retorcidas miradas repletas de racionalidad sino, muy por el contrario, de darle un hilo conductor al discurso, con altísimas cuotas de emotividad, que permitan que la sociedad haga propia esas ideas y se involucre en ese proceso con compromiso y convicción.

Deben existir allí motivos reales, razones suficientes, justificaciones contundentes que le brinden soporte. Pero esa matriz intelectual, sin contenido emotivo no tiene futuro alguno y es por ello que para ser exitoso en el proceso se deben contemplar abundantes dosis de estos ingredientes.

El horizonte siempre es complejo. No son estas ciencias exactas. Se trata de personas, seres humanos con experiencias y percepciones anteriores que condicionan su modo de visualizar e interpretar la realidad.

La tarea no pasa por mentir, ni tampoco por falsear los hechos. Eso no sólo sería tramposo y deshonesto, sino que violaría los principios éticos elementales que sólo consolidan el desprestigio de la política.

Lo relevante es darle trascendencia superlativa pero ya no a la acción específica de un gobierno, sino a sus esperables consecuencias favorables y a los innegables impactos positivos que son el fin último de cada decisión.

Los gobernantes no deben desarrollar acciones en la búsqueda del infaltable aplauso vacío y el elogio superficial de los aduladores de siempre. Tampoco deben intentarlo como único medio para sumar votos, sino porque comprenden, que la política brinda una excelente oportunidad para dejar un legado, para marcar una huella, esa que seguirán los que vengan atrás.

Si realmente los que detentan el poder, creen férreamente en su visión, están convencidos de que lo que plantean es lo necesario para la sociedad, pues entonces deben nutrir de significativos contenidos a su discurso.

No sirve de mucho gestionar bien, ni tampoco hacer lo correcto si no se logra articular complementariamente una narrativa creativa, movilizadora, desafiante que invite a la sociedad toda a sumarse de un modo responsable a esa ambiciosa labor de cimentar los pilares de un porvenir mejor.

Algunos gobernantes parecen no haber entendido esta lógica tan esencial. Siguen confiando únicamente en sus propios talentos e ignoran deliberadamente ciertas consignas universales de la política. Están persuadidos de que «haciendo» alcanza y es por eso que insisten en su tesitura y recurren nuevamente a una épica vulgar.

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