Luis Américo Illuminati.-

«El tiempo no es un reloj que consume su arena, sino un cosechador que ata su gavilla” (Antoine de Saint-Exupéry, Ciudadela).

Umberto Eco le hace honor a su apellido, ya que el eco de su voz, aunque él haya muerto, sus palabras aún resuenan en este presente caótico y el espíritu afable de su ser, como un águila recorre las alturas. Fue uno de los pensadores más lúcidos de los últimos tiempos, abandonó la fe católica y se hizo ateo durante sus estudios universitarios. «DE LA ESTUPIDEZ A LA LOCURA. Crónicas para el futuro que nos espera» fue su última obra que se publicó de manera póstuma. Tal vez, digo yo, el título del libro tenga alguna correlación con la frase de Goethe: «Contra la estupidez humana hasta los dioses luchan en vano» y también la obra de Erasmo de Rotterdam: «Elogio de la locura». Recuerdo su gran novela «El Péndulo de Foucault», una sátira cómica y detectivesca, sobre las teorías conspirativas y esotéricas, cuyo registro remite a Borges, a quien él admiraba. Su libro «El nombre de la rosa», marcó un hito como novela policial-religiosa, que daría pie al escritor Dan Brown para que escribiera la bizarra y soporífera saga de los illuminati (Código Da Vinci, Ángeles y Demonios, etc.), best sellers que se vendieron como pan caliente en el mercado de las novedades efímeras y hasta se llevaron al cine no se sabe si como una fábula o un ataque a la fe católica. Nos queda la duda.

En su libro “Apocalípticos e integrados” (1964), Eco nos trae una serie de ensayos sobre la cultura de masas, a la que pertenecemos todos y que resulta casi imposible sustraernos o aislarnos. Eco se plantea el problema central de la doble postura ante la cultura de masas. La primera sería la de los apocalípticos, que ven en ella la «anticultura», el signo de una caída irrecuperable, de nuestra decadencia, y la otra, la de los «Integrados», que creen con optimismo que estamos viviendo un mundo maravilloso en base a un progreso cultural y tecnológico indefinido sin importar las consecuencias. Dentro de la clasificación de apocalípticos están los antimodernos y los tradicionalistas y en la de integrados están los nihilistas, los revolucionarios de izquierda y los progresistas. A estos últimos, Voltaire los incluiría en su obra sátira «Cándido o el Optimista», esto no lo dice Eco, lo afirmo yo.

En esta línea de pensamiento, creemos pertinente y lógico añadir a la mencionada clasificación binaria de Eco, una tercera categoría -un tertium quid- que sería la de los «peregrinos». Hipotéticamente, éstos tendrían más afinidad con los apocalípticos que con los integrados, pero con reglas propias e independientes que son un puente entre la orilla del ser (esse) y la del devenir (in fieri). Los peregrinos prefieren el diálogo fructuoso antes que la polémica que enerva la inteligencia. El peregrino en la tierra es un Dasein (ser-ahí), es decir, el único ser que se pregunta por el ser, el hombre que hace una hermenéutica de la vida y de la muerte. El ser que pasa por la vida como una golondrina, el ave peregrina que un día se aposenta en bellos paisajes, pero un día todo concluye cuando llega el invierno y debe emigrar y dejar los caros afectos y demás cosas valiosas que hubo conquistado.

Tercera categoría: peregrinos en la tierra

Dice Montejano: «Hace ya mucho tiempo, cuando nacía el socialismo moderno el papa León XIII escribió una encíclica «diuturnum illud» en la que señalaba, entre otras cosas, que Lutero a través de la Reforma -que en rigor fue un enfrentamiento entre güelfos y gibelinos que terminó en herejía- engendró “una filosofía falsa, el llamado derecho nuevo, la llamada soberanía popular y una descontrolada licencia, que muchos consideran como la única libertad. De aquí se ha llegado a esos errores recientes que se llaman comunismo, socialismo y nihilismo, peste vergonzosa y amenaza de muerte para la sociedad civil». Para León XIII el socialismo fue y es, una peste y amenaza de muerte para la sociedad política. El tiempo le dio la razón. La socialdemocracia, con fatídica experiencia en la Argentina, en tiempos de Alfonsín y del pero-kirchnerismo, con los Kirchner y Alberto Fernández y, aunque lleven otro ropaje -radical o justicialista- el resultado siempre es el mismo. Alfonsín elogió en una ocasión esa falsa y mala política: «La libertad igualitaria con la que soñaron Marx y sus discípulos” y su crítica a los gobiernos occidentales por privarnos de vivir “en una sociedad más libre, más justa y más igualitaria” (La Nación”,30/6/1984), una libertad como la gozada hoy por los habitantes de Cuba, Nicaragua y Venezuela. El legado de los Kirchner y de Alberto Fernández todavía lo estamos sufriendo. La discordia, las represalias contra los que en el pasado defendieron las murallas de la República de sus acérrimos enemigos, la corrupción moral y cultural, la economía “en reversa”, los negociados y el escandaloso incremento patrimonial de los gobernantes y sus socios, el veto al 82% móvil de los jubilados, violando descaradamente la justicia distributiva, la inseguridad galopante, la instalación y radicación del narcotráfico, la promoción del juego, la indefensión del país y la justicia de los dos raseros. No olvidemos que Alberto Fernández, el candidato elegido por la felona -como le dice el doctor Avogadro- nos encerró durante la pandemia, mientras festejaba en Olivos y organizaba vacunaciones VIP».

Umberto Eco, entre los varios títulos de su currículum, fundamentalmente era un semiólogo y por ello categoriza como apocalípticos a los que combaten a la filosofía de la Ilustración, el irracionalismo, y también por su desconfianza por los medios de difusión masiva, particularmente, a partir de la segunda mitad del Siglo XX. Pero él no toma partido por ninguna de las dos categorías, aunque por momentos pareciera inclinarse por los integrados. Cobra relevancia, desde el punto de vista de la semiología los nombres que eligió para designar las dos categorías. Lo cual constituye más una definición que una toma de posición. Unos serían proclives a los anuncios, profecías e imágenes del apocalipsis (último libro de la Biblia) y los otros, afines al marxismo, comunismo, socialismo, populismo, modernismo y progresismo. Un movimiento los engloba a todos ellos: la izquierda. Todos juntos quieren tergiversar, preposterar y destruir la memoria y la tradición cristiana de los pueblos. Quien mejor representa al segmento de los peregrinos en el intento de salvar al hombre, de apaciguar los ánimos es Antoine Saint-Exupéry -autor de «El Principito»- quien destaca el aspecto dinámico de esa tradición, que “es lo que hace perdurar las cosas. Es el río invisible, subterráneo, que alimenta durante un siglo los cimientos de una casa, los recuerdos, el alma” (Correo del Sur, VI). En cambio, las doctrinas que se balancean entre el capitalismo y el comunismo o socialismo y afines -todos emparentados y que se cubren con piel de oveja-, pretenden secar ese río que señala Saint-Exupéry. Esta política anticristiana la sufre España bajo el gobierno de Pedro Sánchez y el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), que, desde su ascenso al poder, no ha dejado de hostigar a la Iglesia Católica. El último episodio es el de Ana Redondo, ministra de la igualdad que se mete en la administración de los sacramentos, sosteniendo que negar la comunión a quien la solicite es inconstitucional (!). Esto es catolicismo fraguado, asociado al progresismo dentro de la Iglesia. Y esto es así porque el marxismo y sus afines odian la historia, el pasado, la tradición, el arraigo. Desconocen el derecho a la continuidad y ante esto, escribe José Ortega y Gasset: “Las revoluciones, tan incontinentes en su prisa, hipócritamente generosa, de proclamar derechos, han violado siempre, hollado y roto, el derecho fundamental del hombre: el derecho a la continuidad” (Prólogo a la “La Rebelión de las Masas”). Ortega y Gasset, ni apocalíptico ni integrado sino otro «peregrino en la tierra». En la Argentina, un buen representante de la tercera categoría de los peregrinos, indudablemente es el Padre Leonardo Castellani (1899-1981), de quien se dirá algún día: «tuvimos un profeta entre nosotros y no lo reconocimos». En la guerra que Homero relata en La Ilíada, vemos dos categorías o dos bandos enfrentados, los griegos contra los troyanos, es decir, los primeros son integrados y los segundos son apocalípticos. Estos últimos sucumbieron. Unos pocos pudieron salvarse con Eneas a la cabeza, quien tiempo después según la Eneida, de Virgilio, es la simiente de Roma. Y sobre las ruinas de Roma, la Iglesia Peregrina de Cristo construyó sus cimientos. Forzosamente uno tiene que preguntarse si la actual Iglesia de Roma, con sede -y Unidad Básica- en el Vaticano es la misma Iglesia Católica de la época del emperador romano Constantino el Grande.

En este mismo orden de ideas, hay que hacer hincapié, en que los tres grandes cataclismos que sacudieron a la Cristiandad parecen tener un vínculo o sesgo hereditario. La Reforma Protestante (1519), la Revolución Francesa (1789) y la Revolución Bolchevique (1917), las tres han querido borrar el pasado y reemplazar la sabiduría de siglos, por letras muertas, instrumento al servicio de poderes inicuos. A los ideólogos revolucionarios, se opone el buen sentido de Saint-Exupéry: “Si tú separas las generaciones es como si quisieras reemplazar al hombre mismo en el medio de su vida y habiendo borrado todo lo que sabía, sentía, comprendía deseaba y temía, reemplazar esta suma de conocimientos encarnados por las magras fórmulas sacadas de un libro, habiendo suprimido toda la savia que subía de un tronco y no transmitiendo más a los hombres que aquello que es susceptible de codificarse… Ellos cesan de ser alimentados por la vida” (Ciudadela).

Los peregrinos, desde nuestro punto de vista, son quienes no comulgan con los postulados de la sociedad de consumo, y están en busca de los lugares abiertos, como los bosques y selvas vírgenes, de los que por accidente -como el autor de El Principito- tuvieron que aterrizar en el desierto donde sufrieron hambre y sed, pero que finalmente sobrevivieron. Una voz que clama en el desierto. Entre los «peregrinos de la tierra», tal vez se podría incluir -por qué no- al mismo Umberto Eco.

«De la estupidez a la locura. Crónicas para el futuro que nos espera» es como el spoiler de una película que estamos viviendo. Las siguientes palabras son un buen ejemplo de lo que decimos. Son fragmentos de una serie de artículos que el escritor italiano publicó a lo largo de quince años y que seleccionó personalmente poco antes de partir de este mundo. En la Argentina, «el futuro que nos espera», si el kirchnerismo en pleno no va preso, será la consagración de la estupidez y la locura, hermanas mellizas. Si esto ocurre, serán en vano todos los esfuerzos de Milei para encaminar la economía; salvo, claro está, que el supuesto pacto de Milei con la felona, sea en realidad entregarle unas esposas para que ella misma se las coloque o, en su caso, arrojarle un salvavidas de plomo, que es lo que se merece.

«Cuando yo era joven, había una diferencia importante entre ser famosos y estar en boca de todos. La mayoría querían ser famosos por ser el mejor deportista o la mejor bailarina, pero a nadie le gustaba estar en boca de todos por ser el cornudo del pueblo o una puta de poca monta. En el futuro esta diferencia ya no existirá: con tal de que alguien nos mire y hable de nosotros, estaremos dispuestos a todo».

Recorren las páginas de su último libro renombradas figuras internacionales, pero también aparecen algunos de los personajes de ficción como Superman -texto en que equipara psicológicamente la figura de Clark Kent al lector medio de los años 60- James Bond o los protagonistas de algunos de sus cómics favoritos. Y vuelve; como siempre; la nostalgia por el pasado perdido; la reflexión irónica sobre el poder y sus tentáculos; y la crítica a un consumismo que nos deja llenos de objetos y vacíos de ideas. Sócrates seguramente lo hubiera contado entre sus alumnos, de haberlo conocido, dado que a su sabiduría se le suma el sentido del humor. Este libro es la una despedida digna de un gran maestro.

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