Por Máximo Luppino.-

Desde siempre, la madre de todas las batallas fue, es y será la identidad cultural. Somos lo que sentimos como propio aquello que hemos incorporado al poderoso hemisferio del corazón. El primer gran hecho revolucionario del peronismo es aceptar e incorporar los sentimientos como fundamento de la pertenencia política, es saber plenamente que: ¡Los justicialistas son FAMILIA!

No implica rechazar la razón, más bien creer en la inteligencia emotiva y saber que los sentimientos guardan una lógica que suele trascender al útil e importante gélido intelecto.

Luego de la incorporación de Pichetto a las filas de Cambiemos, se produjo una corriente energética en direcciones opuestas. Por un lado, un peronista acompañando a Mauricio es una contradicción en sí misma. Por otro lado, esta decisión del PRO de llamar a un justicialista a sumarse a sus filas fue como reconocer que el “proyecto amarillo” necesitada de la impronta rebelde y brava con hambre de poder propia de los seguidores del GENERAL.

Así fue como Pichetto le prestó fundamento a un somnoliento gobierno nacional con agonía energética crónica. Es que seguir los designios de los mercados es como “bailar con la hermana”. Es como ir a nadar al desierto. El PRO es frío intenso. Emparentado con la elite financiera, el peronismo es caliente y emotivo, con fundamento popular y humanista. Es la noche y el día.

El día del asado de bienvenida a Pichetto por parte del PRO-PERONISMO como candidato a vice de Macri, finalizó con la entonación de la MARCHA PERONISTA. Ese grito de guerra entonado en miles de batallas dadas por los compañeros de siempre detonó en una incontenible urticaria ideológica por parte del gobierno nacional. Un temor reverencial estalló y los fantasmas del gorilismo se apoderaron de la razón. A partir de aquí todo empeoró para los aliados de Mauricio. Los PRO-PERONISTAS fueron dejados de lado y sistemáticamente excluidos del armado electoral de Cambiemos.

Los eslabones de las CAUSAS Y EFECTOS conforman la inquebrantable cadena del destino.

Emilio Monzó, como presidente de la Cámara de Diputados de la Nación, felicitó con sonoros aplausos a los peronistas triunfantes de las últimas elecciones provinciales. Mencionó con inocultable calidez al nuevo gobernador elegido por la provincia de La Pampa, Sergio Ziliotto, a la electa vicegobernadora de Santa Fe en la fórmula que integró junto a Omar Perotti. Continuó Monzó diciendo: «Voy a extender el saludo al próximo intendente de la ciudad de Córdoba, Martín Llaryola». Luego, agregó: «Y también saludo a la próxima intendenta de General Roca, María Emilia Soria. Y también a Martín Pérez».

El gesto del presidente de la Cámara fue leído por el gobierno como un nuevo episodio de la distancia que parece acrecentarse entre Monzó y Marcos Peña. Ciertos periodistas, fácilmente identificables, que parecen oficiar como una caja de resonancia de la voluntad de la Casa Rosada, hicieron pública y notoria la molestia del ejecutivo nacional.

En estos momentos se hace más notorio cómo la historia de pertenencia busca reconciliar viejos enfrentamientos y el peso de la identidad cultural reclama su territorio de afecto interrumpido.

Alberto Fernández habla de “Encarcelar la venganza”. Claro que es una gran asignatura nacional pendiente. Perdonar y renunciar a la venganza es fácil de decir y muy difícil de aplicar. Pero si queremos enaltecer nuestra doliente Argentina debemos saber trascender el orgullo personal para profesar en conjunto el Bien Común y los ideales de bienestar popular.

Emilio Monzó fue muy funcional a Mauricio y condujo la Cámara de Diputados con honestidad y equilibrado criterio. Más allá de si es más justicialista que “amarillo” o critica lo que considera criticable, se debe priorizar que esencialmente es un hombre de bien, un dialoguista que sabe sumar esfuerzos.

El futuro gobierno, sea el que fuere, no puede prescindir de un político de estirpe que sabe de la construcción de espacios plurales positivos.

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