De cómo los imputados por corrupción pueden ser juzgados de nuevo si la primera vez hubo impunidad.

(Luis Alberto Romero – Historiador. Universidad de San Andrés – Especial para Los Andes)

En una frase inolvidable, Alfredo Yabrán explicó: “El poder es impunidad”. Efectivamente, la posibilidad de que no haya sanción para quienes ignoran las leyes está en el meollo del problema institucional argentino.

La liviandad de muchas investigaciones judiciales y el rápido cierre de causas que al menos requerirían mayor investigación, particularmente las relativas al enriquecimiento ilícito o la corrupción, desalienta a quienes podrían oponerse a la corrupción y alienta a otros a seguir el ejemplo que viene de arriba. Por este camino llegaremos a una democratización de la impunidad.

Todo el estado de derecho está maltrecho, sobre todo como consecuencia de la concentración del poder en el presidente y de su uso arbitrario. La concentración tiene un origen institucional -la transferencia de facultades- y otro político: la hegemonía del “partido del gobierno”, basada en la “producción” de los sufragios, como se acaba de ver en Tucumán.

Uno de los usos de este poder ha sido el montaje de un sistema de saqueo del Estado, al que la palabra “corrupción” le queda chica. Sus operadores actúan con la tranquilidad de la impunidad asegurada, pues el poder presidencial dispone de variados recursos para presionar a los jueces.

Cuando algún asunto llega a esa instancia, usualmente un proceso rápido concluye en una sentencia absolutoria. Y de acuerdo con una norma judicial universalmente aceptada, quien ha sido absuelto no puede ser juzgado nuevamente por el mismo delito. Non bis in idem. Final, telón y triunfo del corrupto.

Hoy la Argentina tiene la posibilidad de comenzar a revertir esta situación. Se trata de recuperar el Poder Judicial, fortalecer sus partes sólidas, eliminar las corrompidas e insuflar confianza en la amplia masa intermedia. Pero además, la Justicia debe recuperar su legitimidad ante la sociedad. Difícilmente lo logre si los casos de trato judicial más escandaloso quedan sin revisión.

Supongamos por un momento que se constituya una fuerza política capaz de encarar esta empresa y que el Poder Judicial comience a funcionar en forma. La revisión se topará, finalmente, con el hecho de que los más destacados responsables y los casos más sonados, aquellos con capacidad ejemplificadora, estarán probablemente protegidos por el manto de la “cosa juzgada”.

Se han propuesto soluciones grandiosas como la declaración de imprescriptibilidad de los delitos de corrupción o la creación de lo que se ha llamado “una Conadep de la corrupción”.

Lo primero crea más problemas que los que resuelve, pues afecta la base misma del proceso judicial, y se llega a los extremos absurdos de los actuales juicios de “lesa humanidad”. Lo segundo es simplemente inaplicable, pues en estos casos -a diferencia de los de la Conadep- no habrá víctimas que denuncien sino cómplices, en mayor o menor grado. La solución tiene que estar dentro de la Justicia y de sus principios, pues de lo que se trata es de recuperar la legitimidad del estado de derecho.

El mejor camino pasa por las pequeñas soluciones, como la que propone Federico Morgenstern en su libro “Cosa juzgada fraudulenta”. El autor es un joven abogado que se preocupa por encontrar la solución en el propio derecho. El viejo principio de que nadie puede ser juzgado dos veces por el mismo delito es uno de los pilares del sistema liberal de garantías, pues evita una posible persecución judicial indefinida. Pero lo que importa es el principio, y no la forma literal: se trata de que nadie esté expuesto a una segunda situación de riesgo penal.

Morgenstern argumenta que en muchos casos ese riesgo no existió, por ser evidente que el juez interviniente no se propuso investigar seriamente el caso. Sobran los ejemplos recientes de esto. En consecuencia, si no hubo riesgo, el primer sobreseimiento no debe computarse y es lícito realizar un nuevo juicio que, en el sentido profundo, será el primero.

Se aplica a aquellos casos en los que los jueces renunciaron a investigar, o fueron sobornados, presionados o chantajeados por el poder. Le cabe tanto a los “militantes”, que practican una justicia facciosa, como a los simplemente cobardes. En alguna de estas circunstancias caen esas resoluciones escandalosas e indignantes, que podrían ser reabiertas, para establecer la verdad, que es el primer objetivo de la Justicia.

Morgenstern, que trabaja en el Poder Judicial, conoce de cerca estas situaciones y ha transformado su propia indignación en capacidad analítica y argumentativa. Tiene la capacidad de explicar sus argumentos, completamente ajustados a las reglas judiciales, en términos comprensibles para los legos, y su íntima convicción lo hace notablemente convincente.

Se trata de un argumento interesante y digno de ser examinado y discutido. Alguna razonabilidad ha de tener, pues ya ha sido aplicado en los juicios de lesa humanidad. Algún interés real debe de tener la cuestión, pues varias veces fue intimidado para que renunciara a publicar la segunda edición, luego de que la primera desapareció misteriosamente de las librerías.

Quizá, como dijo alguna vez el presidente Kirchner, los corruptos lleguen a estar entre rejas y con el traje a rayas. Una Justicia auténticamente comprometida con la búsqueda de la verdad es capaz de restaurar la fe cívica en el sistema institucional y de colaborar en la reconstrucción del estado de derecho y su legitimidad. No se trata simplemente de castigar. Se trata de iniciar el largo camino que llevará, alguna vez, a incorporar la idea de que las normas y las leyes están para ser respetadas.

Tan atractivo como parece, el principio de la “cosa juzgada fraudulenta” tiene un lado peligroso. Concebida para sancionar los abusos del poder, introduce una cuota de relatividad en un principio cuyo primer sentido fue precisamente ponerle límites al poder. Hay muchos casos de empleo de este tipo de ideas en un sentido contrario al imaginado. Además de la evaluación jurídica, se necesita otra, muy responsable, de costos y beneficios. No será la única decisión de este tipo que deberá tomar un gobierno que se proponga revertir la actual situación institucional.

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