Por Alberto Buela.-

Hace ya más de medio siglo Otto Bollnow (1903-1991), uno de los tantos buenos filósofos alemanes  que quedaron opacados por la sombra del Mago de Friburgo, sostuvo que hay una evolución de las virtudes según las distintas situaciones de la historia y que se adoptan unas y se posponen otras según el fondo de la concepción del hombre de cada época.

La humildad es una de esas virtudes que parecen desaparecer del universo del hombre de nuestros días en la medida en que se ha entronizado el individualismo y su secuela de egoísmo, subjetivismo, narcisismo y relativismo productos de la concepción liberal del hombre, el mundo y sus problemas.

El término  humildad nace originariamente del término latino humus que significa tierra, luego deriva en humilis: de poca altura, para terminar en humilitas, que significa pegado a la tierra, que se arrastra o abajamiento.

La historia etimológica del término ya no da una idea distinta del concepto común de humildad, cuando se afirma que humilde es la persona modesta, sencilla, que no hace mal a nadie, que no reacciona nunca cuando la ofenden, en una palabra, que es “una mosca muerta”.

Por el contrario, su etimología nos dice que humilde es aquel que “tiene los pies en la tierra”, que sabe “quien es”, que no se cree más pero tampoco menos. En sentido estricto la humildad nos permite reconocer tanto las debilidades como las capacidades y obrar de acuerdo a ambas.

Sin embargo, si profundizamos un poco más, vemos que la humildad es la virtud mondano-cristina por antonomasia, pues no se agota en el conocimiento de sí, sino que siempre reclama la existencia de un superior. Es por eso que de Dios no se puede decir que es humilde o que la humildad es una cualidad de Él, pues Dios no tiene nada superior a sí. Este es el por qué la humildad es una virtud cristiana pero mundana. Virtud que para los filósofos griegos fue inconcebible, aun cuando hay algunos que vinculan la humildad erróneamente el principio socrático “sólo sé que no sé nada”, cuando lo que está mentando este principio es el problema del conocimiento, pero que en Sócrates tiene una derivación moral pues para él, el mal se realiza por ignorancia y en forma involuntaria.

Al ser una virtud eminentemente cristiana podemos entenderla por una disposición de servicio hacia todas las cosas, las buenas y las malas, las bellas y las feas, las vivas y las muertas desprendiéndonos de todo nuestro yo, de todo su posible valor. A diferencia del orgulloso para quien todo valor percibido es para él como un hurto para su propio valor, la humildad, en cambio, abre los ojos del hombre a todos los valores y disvalores del mundo.

El humilde verdadero puede realizar el más riesgoso de los actos psíquicos, dejar de lado su yo, porque camina en la vida bajo los ojos de Dios siempre. No es nada fácil este desprendimiento, pues una exégesis elemental del versículo Quien pierda su alma por causa de mí la salvará Mt.16:25. nos dice que,  de alguna manera, el plenamente humilde no se plantea el tema de la identidad pues, ella misma, la pone en Dios.

Después de estas dos aproximaciones a la noción de humildad vemos que ella posee dos rasgos: abajamiento y sumisión.

Dentro del cuadro de las grandes virtudes cardinales que nos llegan desde Platón: prudencia, justicia, fortaleza y templanza; la humildad se vincula a ésta última como virtud de la medida, de la mesura. Porque la prudencia es la determinación por el sapiente (saber práctico) del bien en cada circunstancia. La justicia el establecimiento o restitución del bien, dándole a cada uno lo que le corresponde. La fortaleza la fuerza, que soporta y emprende, para buscarlo y mantenerlo. Y La temperancia la moderación, sensata y serena, para no perderlo.

El abajamiento, propiamente la humilitas, ha sido puesto de manifiesto en la magnífica definición que nos legó San Bernardo: la virtud por la que el hombre conociéndose como realmente es, se rebaja. Dice de sí y sobre lo que dicen de él: “no tiene importancia.”

En tanto que la sumisión está marcada en la definición que nos llega de Santo Tomás: consiste en mantenerse dentro de los propios límites sometiéndose a la autoridad superior. Y ese superior es, propiamente, Dios; a quien el humilde se somete de por vida. Y cuando se somete a los otros o a sus superiores lo hace por Dios.

Esta relación entre abajamiento y sumisión, entre rebajamiento y subordinación es el corazón de la dialéctica de la humildad: me rebajo porque subo y me someto porque me elevo. No soy nada a los ojos de Dios pues mi condición rastrera (humilitas) no me permite creerme más de lo que soy sino que tengo que rebajarme ante sus ojos y por Él ante los otros. Como vemos, esto es inconcebible en el mundo greco-pagano, que a lo que más que llegó, en este terreno, es a la idea de autoconocimiento con el gnothi seautón, el conócete a ti mismo.

Como toda virtud, entendida ésta como repetición de hábitos buenos, y siguiendo la teoría de Aristóteles del justo medio entre dos extremos opuestos, que en este tema resultó la más eficaz en todo el largo desarrollo de la filosofía por más de 2500 años, la humildad debe ser entendida como el término medio entre la soberbia y la autodenigración.

Hablando teológicamente siempre se ha opuesto la humildad de Cristo en la cruz que obedece al Padre: hágase en mi según tu palabra,  a la soberbia de Lucifer, el portador de la luz, el más bello de los ángeles, que por ser tal se subleva contra Dios y se convierte en Satanás, el enemigo de Dios.

Así la soberbia es creerse más de lo que uno es y la autodenigración o auto abyección es considerarse mucho memos de lo que uno es. Hablando en criollo es echarse tierra encima. Pero como el término medio en el obrar humano no es un medio geométrico, apreciamos que la humildad, por la humilitas,  está más cerca de la autodenigración que de la soberbia. Esto se ve en la expresión latina que se atribuye a San Anselmo hablando de la humildad: contemptibilem se esse cognoscere (reconocerse despreciable o conocerse a sí despreciativamente).

Dentro de la ascética cristiana se destaca en este tema: San Benito abad (480-547) con su  famosísima Regula monachorum (Regla de los monjes).

Allí él distingue, en el capítulo VII hablando sobre la humildad, doce grados: 1) tener siempre presente el temor de Dios y acordarse de sus mandamientos. 2) no satisfacer su propia voluntad. 3) sujetarse por amor a Dios al superior. 4) paciencia ante las adversidades e injurias. 5) descubrir al superior por la confesión sus faltas ocultas. 6) vivir con contento por más que lo humillen o abatan. 7) decir y convencerse que es el último y más despreciable de todos. 8) nada haga sino lo que ordenen las leyes del monasterio. 9) reprimir la lengua hasta ser preguntado (no es posible hablar mucho sin pecar). 10) no ser propenso a reír (el necio en la risa levanta la voz). 11) hablar con suavidad y poco. 12) que el abajamiento se manifieste en todos cuantos lo vean.

Vemos como estos diversos grados se fundan en el sometimiento por el temor de Dios, pasa luego al sometimiento al superior y los otros y termina en el abajamiento de sí, “teniendo siempre inclinada la cabeza, clavados los ojos en tierra y juzgándose reo a todas horas por sus pecados”.

Tampoco debe confundirse con el servil, que en el fondo quiere dominar por sus servicios al señor, sino como dice el gran Scheler, “sin embargo la humildad es, en cambio, sobre todo una virtud de los señores natos”.

Así, a través de esta la relación dialéctica entre sometimiento-abajamiento y abajamiento-sometimiento, hemos intentado mostrar la esencia de la humildad y como se puede llegar a ella mediante el esfuerzo humano, sólo falta una cosa la gracia de Dios, pero esto ya no es filosofía ni depende de nosotros.

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