Por Enrique Arenz.-

¿Qué «había» cuando nada había? ¿Cómo era la realidad antes de la Gran Explosión (el Big-Bang) que inició la prodigiosa construcción del Universo?

Cuando pensamos en eso, lo primero que nos viene a la mente es la idea de un gran espacio vacío, infinito, helado, oscuro y silencioso. Nos abruma entonces la primera carga de lo inconcebible, de lo irrepresentable para nuestra limitada capacidad cognitiva. ¡Un vacío gigantesco que no termina en ninguna parte!

Pero enseguida advertimos el error, porque esa nada anterior al Universo no fue la ausencia de objetos materiales en un espacio vacío; la nada fue la nada: ni siquiera un espacio vacío.

Con la Gran Explosión nació una cosa nueva que llamamos el Universo, pero Universo no es sólo materia: es materia, tiempo y espacio. Por lo tanto, antes del Big-Bang no había un gran espacio vacío: no había nada.

Y aquí descubrimos que la mente humana es incapaz de pensar en la negación de toda existencia. No podemos representarnos la nada absoluta, no hay manera de que nuestra inteligencia racional nos dibuje un esquema siquiera simbólico de esa forma incognoscible.

Y eso era lo que «había» antes de la Gran Explosión. (Escribí, ya dos veces, el verbo infinitivo «había» porque no pude encontrar otro capaz de expresar lo que no se puede nombrar.)

Entonces abandonamos el intento de representarnos lo impensable y nos preguntamos cuál pudo ser la causa precedente de ese fenómeno extraordinario capaz de romper la nada y generar materia, tiempo y espacio. Se ha teorizado sobre un primer átomo o partícula primigenia, un punto muy pequeño, pero de altísima densidad y peso descomunal, que en un momento dado explotó y se expandió en todas las direcciones creando espacio, estrellas, planetas y galaxias, en un tiempo que comenzó a contarse desde el primer milisegundo de esa inconmensurable liberación de energía. Esto habría sucedido hace 13.800 millones de años.

Pero si en medio de la NADA, tenemos que conjeturar que había algo como una partícula de alta densidad lista para explotar, entonces la razón se nos retuerce como una lombriz al sol: Si no había nada, no podemos pensar racionalmente en una partícula dando vueltas, porque ¿dónde podría alojarse esa materia si no existía un espacio que la contuviera? Lógica pura.

La ciencia asegura (por ahora) que todo comenzó con esa gran explosión, y los investigadores del cosmos han logrado captar el murmullo de su onda expansiva que continúa avanzando y abriéndose camino en la nada marginal, en los confines del Universo parcialmente terminado, y que hasta no hace mucho creíamos infinito. Fue Stephen Hawking quien expuso poco antes de morir su teoría de que el universo es limitado (finito) y más simple que lo postulado por muchas teorías actuales sobre el Big-Bang. Y aclaró refiriéndose a otros posibles universos: «Las leyes locales de la física y la química pueden diferir de un universo a otro, si es que los hay, porque no lo podemos probar, y yo no soy un fanático del multiverso». Y afirmó que nuestro universo, en las escalas más grandes, no es una estructura fractal como se planteaba.

Pero volvamos a nuestro interrogante original:

¿Cómo se produjo esa explosión creadora? Nuestra mente racional nos dice que debió de tener una causa precedente, porque, como sabemos, todo fenómeno natural es efecto de una causa anterior (Ley de la causalidad). ¿Cuál pudo ser esa causa? ¿Fue esa partícula de alta densidad de la que se habla? Ya analizamos que en medio de la nada no podía haber algo como una molécula de materia concentrada esperando que algo la detone. Pero si hiciéramos la concesión teórica de aceptarla como fenómeno inicial, ¿cuál fue la causa de esa causa? ¿Cómo y de qué manera se formó ese primer principio creador?

Supongamos que buscamos y hallamos otra causa de orden material que precedió a ese corpúsculo explosivo cargado de energía. En ese caso estaríamos obligados a buscar también la causa de esa otra causa, y así retrocederíamos hasta el infinito. Y si las causas de las causas se remontan hasta el infinito nunca hallaríamos la primera de todas, por lo tanto, no habría sido posible la existencia del Universo.

Recordemos que «el principio de causalidad» nos dice que las causas han de preceder siempre a sus efectos. Éste es uno de los principios centrales de la ciencia, y los investigadores están dispuestos a admitir cambios muy importantes en sus teorías antes que aceptar que este principio puede fallar.

(Sin embargo, reconozcamos que la causalidad como axioma hasta podría ser cuestionada por alguna interpretación de la ley de relatividad de Einstein, pero hasta donde yo sé, eso todavía no se ha demostrado.)

Si aceptamos la ley de causalidad, sólo hay una respuesta aceptable para explicar la Gran Explosión: La primera causa fue una inteligencia superior con voluntad creadora todopoderosa.

Llamémosle Dios, o como queramos. Esa inteligencia creadora y todopoderosa es sobrenatural, es esencia pura, y por lo tanto inmaterial e intemporal, es decir, una inteligencia omnisciente que estuvo siempre (y que siempre estará) en una dimensión que no podemos ni siquiera imaginar, fuera del tiempo y del espacio. Sólo esa y ninguna otra pudo ser la causa precedente de la gran explosión material que originó el Universo (y, quizás, múltiples universos). Para quienes tenemos fe, cualquiera sea nuestra religión, Dios ha sido la primera causa, aunque para los no creyentes (Hawking, entre ellos) esa conclusión siempre será inaceptable; porque, dicho sea de paso, creyentes y ateos nos parecemos en algo: todos compartimos una misma fe en lo indemostrable.

Pero aquí no se trata de fe sino de sentido común: la inmanencia de Dios es deducible por la mente humana, aunque no podamos probarla, en tanto que su negación se vuelve racionalmente absurda, según lo que hemos analizado, una hipótesis disparatada, un callejón sin salida.

Sin embargo, es imposible no aceptar que debió existir una causa primera no material cuando nada existía y de pronto hubo una explosión que creó un Universo (que tal vez fue multiverso, según dijimos antes). Una realidad de materia y energía que todavía se agranda, se expande, y que, según predice la astronomía, un día muy lejano comenzará a enfriarse y a contraerse hasta su muerte térmica, lo que se conoce como el Big-Freeze. Habremos vuelto a la nada. ¿Quizás un ciclo que ya se ha repetido y se repetirá eternamente?

Entonces la razón, libre de prejuicios, indaga: ¿Fue Dios omnipotente el que decidió crear la partícula primigenia y hacerla estallar cuando dijo, según la sencilla narración del Génesis, «Hágase la luz»?

Pero no olvidemos a Carl Popper, que seguramente nos aconsejaría: esperemos, porque puede haber futuras refutaciones a las diversas teorías de Big-Bang.

Pero ese no es el único enigma que desafía a nuestra inteligencia. Hay otro tan o más impenetrable aún: el origen de la vida. Me refiero a toda forma de vida como estado de actividad de los seres orgánicos.

Después de producirse el Bing-Bang y tras un proceso de miles de millones de años apareció en nuestro planeta (y suponemos que también en muchísimos otros) la vida, primero vegetal y luego animal, y, lo más importante, la vida humana inteligente y creadora como última etapa.

Hubo también una primera célula palpitante de vida animal en algún lugar de la Tierra, cuando las condiciones de temperatura, agua líquida, oxígeno y núcleo magnético que protege la atmósfera del viento solar, fueron propicias. Esa célula comenzó a reproducirse y a evolucionar en millones de años hacia formas más complejas, acuáticas, anfibias y terrestres; hermafroditas primero, sexuadas binarias después, hasta llegar a los mamíferos y al famoso, y aún desconocido, ancestro común del cual dice Darwin derivaron los primates y nosotros, los humanos inteligentes. ¿Cuál pudo ser la causa precedente de esa célula primigenia?

Imaginemos a un ser muy elemental, unicelular, similar a lo que hoy conocemos como la ameba o el paramecio. La ameba tiene un núcleo, cromatina, membrana plasmática, retículos áticos, etc. No tiene sistema nervioso, pero dispone de sensores para alejarse del peligro y detectar el alimento. Es un ser vivo asombroso con poderoso instinto de conservación, pero extremadamente sencillo comparado con un organismo compuesto por millones de células.

La ciencia puede hoy crear en el laboratorio una célula artificial con los mismos componentes que los de una ameba verdadera. Pero no vive, no se le puede insuflar vida. La vida es en sí misma, aun la más elemental, un misterio insondable. ¿Qué fenómeno precedente dio lugar a ese primer soplo vital? La evolución posterior es comprensible: infinidad de mutaciones provocadas por errores genéticos de copia crearon, en sucesivas generaciones, mejores condiciones para la sobrevida en el medio hostil de la naturaleza, y, con esas aptitudes, nuevas especies tuvieron una mejor adaptación mientras que otras se fueron extinguiendo.

Pero, como dijimos, hubo una primera célula viva que dio lugar a ese proceso portentoso. Entonces nos preguntamos: ¿cuál fue la causa precedente de esa maravilla?

Otra vez aparece la idea lógica e ineludible (al menos por ahora) de una inteligencia creadora cuya voluntad produjo el milagro de la vida en medio de un cosmos ya organizado y un planeta (o varios) funcionando con las condiciones requeridas. Recordemos otra vez al Génesis: “Dios hizo al hombre con barro”. Es un lenguaje simplificador para decirnos —permítanme esta licencia— que Dios creó aquella célula primigenia en el barro aun tibio de un planeta que se estabilizaba en las condiciones propicias para la vida.

Llamémoslo Dios, Jehová, Alá o “El Gran Arquitecto del Universo” (como lo denominan los masones para dar cabida a todas las creencias), o el Dios antropomórfico de los cristianos: Jesucristo, que es el Dios de los judíos, pero hecho hombre, crucificado y resucitado. Distintas denominaciones que no hacen sino confirmar lo que la criatura humana sabe (aunque a veces lo niega) por instinto atávico gravado en sus genes: hay un creador supremo que fue la primera causa del Universo, y también de la vida. Los romanos decían que somos alter Deus («El hombre es otro Dios»). Y el Antiguo Testamento nos informa que Dios no tiene nombre y que se presentó a Moisés en el Sinaí para dictarle la Ley como “Soy el que Soy” (Jehová), y que nos hizo, según el Génesis, a su imagen y semejanza. De lo que podría deducirse, sin el menor asomo de soberbia, que el Creador hizo el Universo para nosotros los humanos, sólo para nosotros, los únicos seres vivos capaces crear e inventar, de conmovernos ante la belleza de la naturaleza y de valorar el don milagroso de la vida. Si no, ¿qué objeto tendría la creación del Universo sin seres vivos inteligentes que, a semejanza de Dios, sean capaces de continuarlo, explorarlo, admirarlo y extasiarse con sus bellezas incomparables?

De lo cual, un hombre de ciencia podría deducir sin ponerse colorado: Nada se hizo solo, nada se hizo por mera casualidad. Todo fue hecho por Dios para crearnos a nosotros, que somos su criatura más importante, sus hijos hechos a su imagen y semejanza.

Yo soy creyente, de manera que esto lo veo con toda naturalidad, pero imagino, y comprendo, que quienes no tienen fe, piensan de otra manera. Por ejemplo, para nosotros la muerte es un tránsito hacia una dimensión que no conocemos, es una continuidad de la vida en otro plano. Pero para los no creyentes, es un inevitable y trágico regreso a la tenebrosa nada.

Y se me ocurre que ha de ser agobiante esperar la hora inevitable de volver a esa condición por toda la eternidad. Pero no tiene sentido que deba ser así, que seres tan complejos y maravillosos como somos los humanos, dotados de capacidad emocional, inteligencia en apariencia ilimitada, creatividad que nos asimila a Dios y una potente espiritualidad capaz de elevarnos por sobre lo meramente material, cada uno único, inigualable e irrepetible, conscientes todos de nuestra propia y valiosa existencia, estemos tan poco tiempo disfrutando de un Mundo hecho exclusivamente para nosotros, y que de pronto saltemos de esa gloria al vacío de la nada.

Me dirán: el miedo a ese tránsito siniestro que es la muerte creó a Dios y dio sustento a todas las religiones.

Podría ser, no lo discutiré, después de todo la fe es una condición que se tiene o no se tiene, se adquiere desde la niñez, suele perderse en la juventud y reencontrarse en la madurez; a veces nos llega por una revelación, otras, sufre una profunda crisis de la que podemos emerger o no. Por algo se la llama «la gracia de la Fe». Poseerla no depende de nuestra voluntad.

Sólo me permito insistir en la pregunta inicial, más dirigida a los agnósticos que a los creyentes: ¿Cuál fue la primera causa?

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