Por Hernán Andrés Kruse.-

TRABAJO, JUSTICIA Y SOLIDARIDAD

(“LAS FUERZAS MORALES”, ED. LOSADA, BUENOS AIRES, 1983)

DEL TRABAJO

EL DERECHO A LA VIDA ESTÁ CONDICIONADO POR EL DEBER DEL TRABAJO.

Todo lo que es orgullo de la humanidad es fruto del trabajo. Lo que es bienestar y lo que es belleza, lo que intensifica y expande la vida, lo que es dignidad del hombre y decoro de los hogares y gloria de los pueblos, la espiga y el canto y el poema, todo ha surgido de las manos expertas y de la mente creadora. El trabajo da vigor al músculo y ritmo al pensamiento, firmeza al pulso y gracia a las ideas, calor al corazón, temple al carácter. La perfección del hombre es obra suya. Sólo por él consigue la libertad y depende de sí mismo, afirmando su señorío en la Naturaleza. El trabajo encumbra a la humanidad sobre la bestia. Despierta las mieses en las pampas, saca metal luciente de los más negros antros, convierte el barro en hogar, la cantera en estatua, el trapo en vela, el color en cuadro, la chispa en fragua, la palabra en libro, el rayo en luz, la catarata en fuerza, la hélice en ala. Su esfuerzo secular creó el poder del hombre sobre las fuerzas naturales, dominándolas primero para utilizarlas después. Fueron obra suya la palanca, la cuña, el hacha, la rueda, la sierra, el motor y la turbina. Nada dura en el mundo que no conserve el rastro de sus virtudes, vencedoras del tiempo. Todo el capital de la humanidad es trabajo acumulado; lo crearon las generaciones que han trabajado y son sus dueños legítimos las generaciones que trabajarán. Los que detentan algo de ese capital común para convertirlo en instrumento de ocio, son enemigos de la sociedad. El trabajo es un deber social. Los que viven sin trabajar son parásitos malsanos, usurpando a otros hombres una parte de su labor común. La más justa fórmula de la moral social ordena imperativamente: «el que no trabaja no come». Quien nada aporta a la colmena no tiene derecho de probar la miel.

EL TRABAJO ES EMANCIPADOR DE LA PERSONALIDAD.

Creando, el hábito del esfuerzo inteligente, constituye la mejor disciplina del carácter. La injusticia social ha conseguido que hasta hoy el trabajo sea odiado, convirtiéndolo en estigma de servidumbre; no puede amarse lo que se impone precozmente, como una ignominia o un envilecimiento, bajo la esclavitud de yugos torpes, ejecutado por hambre, como un suplicio, en beneficio de otros. El trabajo será bello y amado cuando represente una aplicación natural de las vocaciones y de las aptitudes, cuando la espiga sea cosecha propia del sembrador. El trabajo contiene fuerzas morales que dignificarán a la humanidad del porvenir; existen ya, pero es necesario organizarlas, aunque se opongan intereses creados por los que viven en la holganza. La ciencia permitirá decuplicar el rendimiento del esfuerzo humano y disminuir a breves instantes el trabajo obligatorio para todos. Un caballo de vapor hace el trabajo de veinte hombres. El ideal de los que trabajan consistirá en rescatar las fuerzas productivas, sustrayéndolas al monopolio de los que no las han creado ni saben perfeccionarlas. Un solo millón de trabajadores bastaría para manejar veinte millones de esclavos de acero, creados por el trabajo mismo. Cuando todos adquieran la capacidad necesaria para trabajar, .los hombres acabarán por disputarse esa hora de saludable pasatiempo. Cada hombre debe hacer lo que mejor conviene a su temperamento y sus aptitudes, siempre que los resultados converjan a fines útiles y bellos. La sociedad es el único juez del trabajo individual; ella lo impone como un deber, ella lo somete a su sanción. El que teje una fibra, inventa una máquina, poda un jardín, levanta una casa, escribe un libro, tornea un eje, siembra su semilla, vigila un engranaje, cura un enfermo, educa un niño, modela una estatua, realiza una función benéfica para la sociedad. Cumple el deber de producir y tiene el derecho de consumir; dando lo que pueden su brazo y su ingenio, merece lo que necesita para su bienestar físico y moral.

LA ORGANIZACIÓN DEL TRABAJO ES EL CIMIENTO DE LA ARMONÍA SOCIAL.

La disciplina es indispensable para hacer eficaz toda obra común; pero debe ser libremente aceptada como resultado de la competencia, antes que impuesta como abuso del privilegio. Es necesario aumentar la cultura técnica de los hombres, capacitándolos para funciones que deben desempeñar en la sociedad. La producción, fuente del bienestar común, será más fecunda cuando los productores mismos puedan organizarla, multiplicando su rendimiento en beneficio colectivo. Conviene para ello educar los hábitos de cooperación en los hombres, en los gremios, en las comunas, en los pueblos, en la humanidad. Extendiendo a todos un mínimo de trabajo indispensable, a ninguno le faltará tiempo para cultivar las actividades superfluas destinadas a embellecer la vida común, manifestándose en arte, en cultura, en delicadeza, que elevarán moralmente a la sociedad entera. Será posible, también, asegurar a todos los que trabajan una existencia confortable y digna, suprimiendo el derroche injusto de una minoría que huelga. La cooperación de los útiles eliminará el parasitismo de los inservibles. Habrá paz cuando impere la justicia. Los hombres realizarán con amor las funciones requeridas por la división del trabajo; la benéfica desigualdad de vocaciones y de aptitudes podrá ser aprovechada en beneficio de todos, haciendo converger la heterogeneidad de los esfuerzos a la armonía de los resultados. Nadie será rueda ciega de una gran máquina: el trabajo de los especialistas, esterilizado hoy por falta de ideas generales; será inteligentemente comprendido por hombres que tengan una instrucción extensiva, que a cada uno dé conciencia de su función en el trabajo social. Realizados con cariño, los más sencillos menesteres podrán tener un contenido de ciencia o de arte. Lo que es hoy castigo pudiera convertirse en deleite; bastaría saber que mientras uno trabaja para todos, están todos trabajando para uno. La solidaridad en el esfuerzo dará firmeza para realizarlo. Los más inteligentes e ilustrados comprenderán que son mayores sus deberes y sus responsabilidades; los menos dotados por la naturaleza amarán a los que contribuyan más generosamente a la grandeza común.

DE LA JUSTICIA

LA JUSTICIA ES EL EQUILIBRIO ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO.

Tiene un valor superior al de la ley. Lo justo es siempre moral; las leyes pueden ser injustas. Acatar la ley es un acto de disciplina, pero a veces implica una inmoralidad; respetar la justicia es un deber del hombre digno, aunque para ello tenga que elevarse sobre las imperfecciones de la ley. La perfectibilidad social se traduce en aumento de justicia en las relaciones entre los hombres. Esa creencia ha embellecido las inquietudes que en todo tiempo agitaron a los núcleos más morales de la humanidad, y es de augurar que cada generación las renueve con creciente fervor en el porvenir. El mayor obstáculo al progreso de los pueblos es la fosilización de las leyes; si la realidad social varía, es necesario que ellas experimenten variaciones correlativas. La justicia no es inmanente ni absoluta; está en devenir incesante, en función de moralidad social. Todos los ideales melioristas tienen la justicia por común denominador y todos anhelan desterrar de la sociedad algún desequilibrio. La justicia tiende a orientar la estimación hacia la virtud, el bienestar hacia el trabajo, la honra hacia el mérito; y es, por eso, la cúspide imaginaria de la moralidad, que sólo puede admirar esos fecundos valores sociales. Cuando por ello se mida a los hombres, habrá justicia en los pueblos; y no es varón justo el que no contribuye al advenimiento de esos valores en la medida de sus fuerzas.

LOS INTERESES CREADOS OBSTRUYEN LA JUSTICIA.

Todo privilegio injusto implica una inmoral subversión de los valores sociales. En las sociedades carcomidas por la injusticia los hombres pierden el sentimiento del deber y se apartan de la virtud. El parasitismo deja de inspirar repulsión a quienes lo usufructúan y encenaga a las víctimas de la domesticación. Los hombres viven esclavos de fantasmas vanos y la honra mayor recae en los sujetos de menores méritos. La justicia enmudece y se abisma. Cuando en la conciencia social no vibra un fuerte anhelo de justicia nadie templa su personalidad, ni esmalta su carácter. Donde más medran los que más se arrastran, las piernas no se usan para marchar erguidos. Acostumbrándose a ver separado el rango del mérito, los hombres renuncian a éste por conseguir aquél: prefieren una buena prebenda a una recta conducta, si aquélla sirve para inflar el rango y ésta apenas para acrecentar el mérito. Los hombres niéganse a trabajar y a estudiar al ver que la sociedad cubre de privilegios a los holgazanes y a los ignorantes. Y es por falta de justicia que los Estados se convierten en confabulaciones de favoritos y de charlatanes, dispuestos a lucrar de la patria, pero incapaces de honrarla con obras dignas. Loados sean los jóvenes que izan bandera de justicia para aumentar en el mundo el equilibrio entre el bienestar y el, trabajo. Sin ellos la sociedades se estancarían en la quietud que paraliza y mata; la cristalina corriente del progreso, que jamás se detiene, tornaríase mansa estabilidad de pantano que asfixia. Loados los que conciben más justicia, los que por ella trabajan, los que por ella luchan, los que por ella mueren. Son plasmadores del porvenir, encarnan ideales que tienden a realizarse en la humanidad.

EL HOMBRE JUSTO REHUYE COMPLICIDAD EN EL MAL.

Niega homenaje a los falsos valores que ponen sus raíces en la improbidad colectiva. Los desprecia en los demás y se avergonzaría de usufructuarlos. Todo privilegio inmerecido le parece una inmoralidad. El hombre justo se inclina respetuoso ante los valores reales; los admira en los otros y aspira a poseerlos él mismo. Ama a todos los virtuosos, a todos los que trabajan, a todos los que elevan su personalidad en el estudio, a todos los que aumentan con su esfuerzo el bienestar de sus semejantes. El hombre justo necesita una inquebrantable firmeza. Los débiles pueden ser caritativos, pero no saben ser justos. La caridad es el reverso de la justicia. El acto caritativo, el favor, es una complicidad en el mal. Detrás de toda caridad existe una injusticia. El hombre justo quiere que desaparezcan, por innecesarios, el favor y la caridad. La injusticia no consiste en ocultar las lacras, sino en suprimirlas. Los remedios inútiles sólo sirven para complicar las enfermedades. El hombre justo no puede escuchar a los que predican la caridad para seguir aprovechando la injusticia. Pero su respuesta debe estar en su conducta, juzgando sus propios actos como si fueran ajenos, midiéndolos con la misma vara, severamente, inflexiblemente. La complacencia con las propias debilidades constituye la más inmoral de las injusticias. El` hombre justo es capaz de rehusar un favor a su familia y a sus amigos, sabiendo que la debilidad de su corazón encubriría una injusticia. El hombre justo es, por fuerza, estoico; debe serlo siempre y con todos, sabe decir ¡no! a sus allegados y a sí mismo, cuando le asalta una tentación injusta. La madre de Pausanias llevó la primera piedra para que lapidaran a su hijo indigno…

DE LA SOLIDARIDAD

LA SOLIDARIDAD ES ARMONÍA QUE EMERGE DE LA JUSTICIA.

Es simpatía actuante y da fuerza a los que persiguen un mismo objetivo. Hay solidaridad en una comunión de hombres cuando la dicha del mejor enorgullece a todos y la miseria del más triste llena a todos de vergüenza. Sin esta fuerza que acomuna las voluntades y los corazones, imposible es realizar grandes ensueños colectivos; la cohesión de un pueblo depende exclusivamente del unísono con que se ritmen las esperanzas, los intereses y los ideales de todos. Donde falta justicia no puede haber solidaridad; sembrando la una se cosecha la otra. Gobernar un pueblo no es igualar a sus componentes, ni sacrificar alguna parte en beneficio de otras: es propender hacia un equilibrio que favorece la unidad funcional, desenvolviendo la solidaridad entre las partes que son heterogéneas sin ser antagónicas. La heterogeneidad es natural, por la diferencia de aptitudes y de tendencias humanas, es provechosa, porque engendra las desigualdades necesarias para las múltiples funciones de la vida social. Siendo naturales, las desigualdades no pueden suprimirse; ni convendría suprimirlas aunque se pudiese. La solidaridad consiste en equilibrarlas, creando la igualdad ante el derecho, para que todas las desigualdades puedan desenvolverse íntegramente en beneficio de la sociedad. Cuando se obstruye a un solo hombre el camino de todas las posibilidades, hay injusticias en la nación. Todo privilegio en favor de una casta, partido, sexo, fracción o grupo, cohesionado en oposición a los demás, es un residuo de barbarie violatoria de la justicia. Las naciones están civilizadas en cuanto oponen la solidaridad total a los privilegios particulares. La solidaridad se desarrolla paralelamente a la justicia. En las sociedades bárbaras, la lucha por la vida depende del desequilibrio entre las partes; éstas se van equilibrando en las sociedades civilizadas y aparece la asociación en la lucha por el bienestar común. La Justicia obra eliminando los privilegios no sustentados en el mérito, que se mide por la utilidad social de las funciones desempeñadas.

EL DESEQUILIBRIO SOCIAL ENGENDRA LA VIOLENCIA.

Cuando alguna parte de un todo se hipertrofia a expensas de las otras, la unidad funcional se altera y el juego de las recíprocas interacciones tórnase desatinado y funesto. Toda violencia es un efecto de causas; sólo puede suprimirse reparando el, desequilibrio que la engendra. Oponer la violencia a la violencia puede ser un mal necesario, pero es transitoriamente una agravación del mal: sólo es un bien si de ella surge un nuevo estado de equilibrio fundado en mayor justicia. Hay, sin duda, naciones pobres y épocas de pobreza que nadie puede prevenir ni evitar. La miseria de una sola clase, en cambio, nace del desequilibrio interno en la economía de las naciones: es una desproporción entre las funciones ejercitadas y las recompensas recibidas. El hambre de algunos es injusta cuando otros ostentan opulencia; pero lo es más si, como es frecuente, ella recae en los que trabajan para mantener en la ociosidad a los que no la sufren. La miseria, más grave para la mente que para el cuerpo, disuelve en los hombres los sentimientos sociales y entibia los vínculos de la solidaridad. La fe en la justicia de los demás es necesaria para no vivir como entre enemigos; el egoísmo, la avidez, la avaricia, la usurpación, el robo, nacen de la falta de confianza y provocan la violencia, que es un efecto de la injusticia, aunque a su vez sea injusta. Es natural en las sociedades bárbaras, pero incompatible con un estado ideal de civilización. Los intereses heterogéneos se coordinan favoreciendo el advenimiento de instituciones que aumentan la confianza en la lealtad de todos. El odio y la hostilidad entre las partes son reflejos de viejas carcomas que perturban el equilibrio de la sociedad y rompen la armonía de sus funciones. Esos funestos sentimientos sólo podrán extinguirse poniendo la Justicia como fundamento de la ética social, la Verdad como primera condición del mérito. El privilegio, la superstición y la ociosidad son los enemigos de la paz social.

LA SOLIDARIDAD CRECE EN RAZÓN DIRECTA DE LA JUSTICIA.

Quien dice que ella es una quimera irrealizable, conspira contra el porvenir. Antes fue solidario el hombre en su familia; después lo fue en su tribu; más tarde en su provincia política, en su comunión religiosa, en su grupo étnico. Hoy la solidaridad puede extenderse a todos los componentes de cada nación, cuya unidad espiritual debe fincar en la convergencia moral de cuantos piensan y trabajan bajo un mismo cielo. Y mirando más lejos: ¿por qué la solidaridad no estrechará algún día en un solo haz fraternal a todos los pueblos? Ensueño… como tantas realidades actuales que en otro tiempo se dijeron ensueños. No neguemos a los corazones optimistas el hermoso privilegio de augurar el advenimiento de la paz y el amor entre los hombres; puede que en su ilusión haya una posibilidad, entre mil, de que llegue a realizarse. ¿Por qué cortaríamos esas únicas alas, que le impiden caer, a la más bella esperanza de la humanidad? Difundamos, entretanto, una nueva educación moral que desenvuelva sentimientos propicios. La solidaridad convertirá en derechos todo lo que la caridad otorga como favores, y mucho más que ella no puede otorgar; pero también impondrá a todos la aceptación de los deberes indispensables para que desaparezca el odio entre los hombres, preparando el advenimiento de nuevos equilibrios sociales, incompatibles con la violencia y la injusticia. Violencia: reclamar derechos sin aceptar el cumplimiento de los deberes que les son correlativos. Injusticia: imponer deberes sin respetar los derechos correspondientes. Por eso la solidaridad puede considerarse definida en la más sencilla fórmula de moral social: «Ningún deber sin derechos, ningún derecho sin deberes».

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