Por Hugo Marietan.-

Desde el Fifagate, el hincha ha perdido la ingenuidad y piensa raro. La idea de pacto o complot no le es ajena. Por ejemplo, razona retrospectivamente la final del mundial 14 y la suspicacia lo invade: la inasistencia a Messi (no le pasaban una), los relevos insólitos, la parsimonia impostada… parecía, en aquel entonces, que se esforzaban para que ganen los alemanes. Ahora el hincha está seguro y la idea de acuerdo previo se le aparece nítida en su cerebro.

El sábado, en Chile, con el afianzamiento del equipo, con una vocación de lucha y ataque (que llega al acmé ante Paraguay) y donde el ángel del Barcelona bendecía las jugadas de los argentinos, la coronación parecía la consecuencia lógica. Excepto… excepto… que otra vez el partido final se juegue fuera de la cancha.

El ritmo, la calidad de los pases, los cambios extraños y que los jugadores más caros y talentosos del mundo no logren organizarse ante un adversario atropellador y tosco, hacen que el hincha de nuevo sospeche que pasó algo raro. Pero la sospecha casi se le hizo certeza cuando vio el llanto de Mascherano, un llanto extemporáneo, un llanto que no fue al final de los penales, sino antes de que empezaran los penales. ¿Por qué el bravo de Mascherano lloraba? ¿De qué se dio cuenta? Tal vez armonizaba con el hincha escéptico que, mate en mano frente al televisor, repetía una y otra vez a lo largo del segundo tiempo: esto está arreglado, de acá a la China está arreglado, de acá hasta Chile, mejor dicho… y seguía sorbiendo el mate amargo y besando la camiseta de la selección, la que no se mancha, al menos la que él tenía puesta.

El llanto de Mascherano

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