Por Carlos Leyba.-

En Evangelii gaudium, Francisco llama a “una cultura que privilegie el diálogo…, la búsqueda de consensos y acuerdos, pero sin separarla de la preocupación por una sociedad justa, memoriosa y sin exclusiones”.

La inequidad distributiva del producto social que vive la sociedad argentina en el presente no tiene parangón en nuestra historia. Y el presente no sólo es el hoy sino el modo en que hemos vivido 40 años. Fuimos un extraño caso de sociedad igualitaria sin ser desarrollada. Lo dejamos de ser. No por accidente. Sino por una decisión que -en las palabras- no procuraba el mal, pero sí postulaba la necesidad de atravesar un proceso purificador, proceso que implicaba atravesar el mal “para sanarnos”.

El proceso “purificador” se disparó con Estela Martínez y se profundizó con la Dictadura. La máxima intensidad se produjo con Carlos Menem y los Kirchner dilapidaron lo que podría haber detenido el deterioro.

La inequidad viene de lejos. Treinta por ciento de pobreza es el producto de la continuidad de una política cuyo resultado cualquier economista medianamente formado podía anticipar.

Pero además de la injusticia social hace años que la Argentina es una sociedad privada de justicia. De la justicia ordinaria.

La administración de justicia es lenta y -como todos sentimos- no es en el Tribunal donde los ciudadanos pueden esperar la reparación de daños u ofensas.

Además a nadie cabe duda de la falta de justicia del súbito enriquecimiento injustificado de muchos de los que fueron funcionarios públicos o cuando se observa que las mayores fortunas recientes privadas súbitas, todas -con algunas excepciones- han surgido de lo que podemos llamar genéricamente “concesionarios del Estado”.

Construcción pública, privatizaciones de empresas públicas, o administración de concesiones (juegos, bancos). Los lugares en los que, como dice Aníbal Fernández, sale la coima, pero gratis para el que la paga porque la paga el Estado. Ellos son la nueva oligarquía de la corrupción. Su modelo de “no comerciables” agobia.

La justicia tienen que ver con la memoria. Lo que pasó el 24 de marzo fue un ejercicio patético de la memoria selectiva.

Que vivimos un genocidio estatal es algo que no deberíamos olvidar. Hacer justicia. Pero también hacerla con la historia y no olvidar algunas partes de ella.

El Estado terrorista fue el genocidio. Pero antes de ese tiempo también fue el territorio de violencia salvaje, de actos terroristas, reivindicados como actos de ‘justicia” por los guerrilleros que actuaron en democracia. Tratando de terminar con ella. Y que actuaron durante las dictaduras -y según sus palabras- no para recuperar un proceso democrático, sino para instaurar una Patria Socialista.

La toma del poder, por parte de una vanguardia minoritaria y esclarecida para instalar el socialismo, fue el justificativo para matar a uniformados o no, conocidos o anónimos.

Para conectar la sociedad justa con la memoria, vale la pena recordar que cuando lo asesinan a José Ignacio Rucci los pobres en el país eran el 4 por ciento de la población, el desempleo el 3 por ciento y el Coeficiente de Gini equivalía al que hoy tiene Dinamarca. No eran esas precisamente las condiciones “pre-revolucionarias” que se requieren para “levantar a las masas” y tomar el poder.

Una prueba que no somos una sociedad “memoriosa” es que, en las declaraciones de los protagonistas de las últimas manifestaciones, no fueron pocos los que reivindicaron la lucha guerrillera. Desmemoria.

Finalmente Francisco dice “búsqueda de consensos y acuerdos… por una sociedad… sin exclusiones”.

Nuestro país fue uno de acogida. Llegaron aquí, hacia fines del SXIX, millones de inmigrantes a buscar un horizonte que sus propios países les negaban. Fuimos un país de acogida. Lo seguimos siendo.

Pero la inclusión, que fue generosa y fácil hasta que comenzó el último cuarto del SXX, hace 40 años se hizo cuesta arriba. Los excluidos se amontonan desde entonces.

La educación pública y gratuita fue la gran herramienta de inclusión en un país en el que las oportunidades de trabajo eran generosas.

Hoy la exclusión, de los aquí nacidos y de los que llegan a la búsqueda de oportunidades, no la pueden resolver ni el trabajo que falta, ni la educación pública, cuya declinación es escandalosa.

Las causas de ambas declinaciones en el sistema de inclusión, creación de trabajo productivo y escuela incluyente, son estructurales.

Justicia, memoria, exclusión, tres déficit profundos que no se pueden resolver fuera de “una cultura que privilegie el diálogo como forma de encuentro, la búsqueda de consensos y acuerdos”.

Ningún grupo o partido puede construir el largo plazo, o sea resolver problemas estructurales, sin lograr previamente un consenso amplio.

La democracia, ganada en 1983, fue incapaz de crear ese espíritu de consenso. Todos -con buenas maneras Raúl Alfonsín, con artimañas non sanctas Carlos Menem, con autoritarismo los Kirchner- pretendieron ser los dueños de “la fórmula del éxito”. Reclamaban el derecho excluyente de aplicarla, más allá de los desacuerdos, por haber logrado la presidencia. Ninguno de ellos creyó necesario que, para lograr transformaciones estructurales, fuera condición necesaria un acuerdo con quienes fueron derrotados en cada elección.

Si hiciera falta una prueba de la falta de vocación madura por la transformación es la ausencia de trabajo para lograr ese consenso. Toda imposición es efímera: puede destruir pero no construir. Y transformar es construir.

Para procurar un acuerdo no alcanza con tener convicciones. Hay que tener un programa, hacer números, plantearse una prospectiva, y encauzar un acuerdo a partir del derecho a proponer, que es lo que brinda el ganar las elecciones. Y acordar, lo que implica conceder y concertar.

Desafortunadamente, Mauricio Macri está cortado por la misma tijera que todos los presidentes de la democracia. Cree que ganó las elecciones, y no que las perdió Aníbal Fernández, y está dispuesto a imponer “su” transformación. Así sea sin lograr un acuerdo que la haga sustentable en el largo plazo.

En la medida que aumenta la presión para lograr imponer “su” transformación, que sigue siendo una incógnita por ausencia de programa, s alimenta la reacción contraria.

Bastaría mencionar que el Índice de Confianza en el Gobierno (UTDT) viene derrapando sistemáticamente desde que asumió el PRO. No es confianza lo que han ganado a pesar que en el credo oficial sostenían que “la confianza”, que ellos representaban, era una poción mágica para posibilitar “su” transformación. No lo han logrado y corren el riesgo que se desvanezca la que queda.

En Laudato Si, señala Francisco “El trabajo es una necesidad… de realización personal” Por eso “ayudar a los pobres con dinero debe ser siempre una solución provisoria para resolver urgencias. El gran objetivo (es) trabajo”. En este plano, tan vinculado a equidad, exclusión y justicia, Macri sigue el camino de Cristina: ayudar a sobrevivir con dinero como si no hubiera otra posibilidad. Para los K fue clientelismo redituable. Para el PRO puede que compre calma.

Es más, este gobierno celebra que ha logrado el record de ayuda social. Además celebra que ha logrado el record universal del blanqueo, de la misma manera que Néstor se ufanaba de haber logrado el default más grande de la historia.

¿Pero alguno de esos records es un mérito?

Hay que tener un record de evasores para tener un record de blanqueo. Acumulamos el record de deuda externa porque no podíamos pagar lo que nos prestaron. Y repartimos dinero para subsistir porque no podemos, sabemos o queremos, generar trabajo para producir.

No entender que la evasión, la deuda externa, la pobreza, la falta de trabajo productivo y el páramo de desinversión que es la Argentina, obedecen al mismo mal, es garantizar que seguimos arando en el mar.

Todo este ruido manifestaciones, paros, piquetes, inflación, estancamiento, ahoga cualquier brote verde si lo hubiera, y lo único inteligente, para el que gobierna, es reconocer el problema y obligarse a procurar las soluciones de manera consensuada. De lo contrario la presión ira creciendo.

Consensuar un rumbo de transformación debe partir de un programa diseñado multidimencionalmente. No está y nadie, en el gobierno, tiene esa convicción, ni siquiera la vocación de pensar con otros.

Se dice “el futuro son los jóvenes”. Pero la mitad de los niños ha nacido en la pobreza. Tenemos que evitar que “el futuro sean los jóvenes pobres”.

¿Qué más hay que contar para que se convoque a pensar para consensuar el rumbo que, claramente, no es este que está produciendo ese futuro tan temido?

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