Por Domingo Cavallo.-

Es interesante comenzar la lectura del artículo “En defensa del gradualismo” de Eduardo Levy Yeyati por el párrafo final. El artículo termina así:

“El desafío de 2016, año de transición, es desandar los errores heredados y reencauzar el desarrollo con el menor costo social posible. La manera en que se desanden esos errores determinará en parte a los ganadores y perdedores de la transición. Y ahí es donde, más allá de consideraciones económicas y políticas, la disyuntiva entre shock y gradualismo se vuelve un problema moral”.

Estoy completamente de acuerdo que la disyuntiva entre shock y gradualismo se vuelve un problema moral, pero me desconciertan los ejemplos de “shocks” inmorales que menciona como ejemplo y el “gradualismo” supuestamente moral que presenta a continuación.

Presenta como ejemplos de shocks inconvenientes (es una exageración mía calificarlos de “inmorales”) el intento de López Murphy por reducir el déficit fiscal en marzo de 2001 y mi intento de avanzar hacia el déficit cero en agosto de ese mismo año. Y, seguidamente, presenta como ejemplo de gradualismo inteligente la decisión del Banco Central durante los meses de enero a diciembre de 2002 de vender 5 mil millones de dólares de los 15 mil millones de reservas que respaldaban a los pesos en circulación a fines de diciembre de 2001.

¿Qué tenían de shock los intentos de reducir el déficit fiscal a través de decisiones de recortes explícitos en los gastos, hechos con transparencia y sin engaños? ¿No sería mejor tomar como ejemplo de shock la decisión de enero de 2002 de convertir compulsivamente, de dólares a pesos, todos los contratos de la economía (incluyendo 100 mil millones de dólares de depósitos bancarios)?

Obviamente la inmoralidad del shock de enero de 2002 no tiene nada que ver con el hecho de haber sido un shock, sino de haber sido diseñado para transferir riqueza de ahorristas a deudores, en una dirección claramente regresiva e injusta y para transferir ingresos de trabajadores a productores de bienes exportables o sustitutos de importaciones. La fuerte devaluación que llevó el precio del Dólar de 1 a más de 3 pesos fue la consecuencia de haber aumentado la cantidad de pesos en circulación de 12 mil millones a fines de diciembre de 2001 a 30 mil millones a fines de diciembre de 2002 mientras las reservas bajaban de 15 a 10 mil millones. El cociente entre la cantidad de pesos en circulación y de las reservas en dólares era de 3 pesos a fines de diciembre de 2001, precisamente el precio del dólar al que tendió a estabilizarse el mercado cambiario a lo largo de 2003.

Eduardo Levy Yeyati argumenta que fue una política gradualista y virtuosa la decisión del Banco Central, cuando él era economista jefe de esa institución, de vender 5 mil millones de dólares de las reservas resistiendo la recomendación de Anoop Sing de dejar que el precio del Dólar buscara su nivel sin intervención del Banco Central. Esa política fue, en el mejor de los casos, absolutamente irrelevante e inconducente. Si el Banco Central, en lugar de vender esos 5 mil millones de dólares de las reservas, beneficiando a los que consiguieron comprarlos a menos de 3 pesos, hubiera seguido el consejo de Anoop Sing, el precio del dólar hubiera comenzado mucho antes a estabilizarse en alrededor de 3 pesos y, probablemente, no hubiera llegado a casi 4 pesos como lo hizo en septiembre de ese año. A fines de diciembre de 2001 los pesos en circulación hubieran sido 40 mil millones de pesos y las reservas de 15 mil millones de dólares, es decir, en una relación menor al 3 a 1 que resultó de la venta de dólares a 2 pesos promedio, para reabsorber 10 mil millones de pesos.

Hay shocks buenos y shocks malos. El plan de convertibilidad de 1991 fue sin duda un shock bueno que contrasta con el terrible shock, ciertamente muy malo, que significó la pesificación compulsiva de enero de 2002 y todas las consecuencias que le siguieron, entre ellas el establecimiento de muchos impuestos distorsivos, el congelamiento de tarifas, los controles de precios y las prohibiciones de exportar. Todas estas medidas, que son las que permitieron que de una inflación del 42% en 2002 se pasara a una inflación del 4% en 2003, dieron origen a la estanflación que ahora estamos sufriendo.

También hay gradualismos buenos y gradualismos malos. Las reformas fiscales bien hechas, con transparencia, consenso y discusiones parlamentarias, son necesariamente graduales. Se necesita sancionar leyes y luego la implementación siempre toma tiempo. Cuando los ajustes fiscales se hacen por shocks devaluatorios e inflacionarios, como el terrible ajuste fiscal de 2002, los costos sociales y económicos son enormes.

Pero cuando hay que corregir distorsiones en precios relativos o causados por regulaciones que desalientan la inversión y reducen la productividad, hacerlo en forma gradual es siempre más costoso. Significa tener que endeudarse a tasas de interés elevadas para seguir financiando desequilibrios mientras no existe financiamiento para las inversiones y los esfuerzos productivos que permitirían recuperar la productividad. Este es un caso típico de gradualismo malo.

Por eso estoy en total desacuerdo con Eduardo Levy Yeyati respecto de que el shock es siempre malo y el gradualismo es siempre bueno. Es un gran error asignarle una calificación moral a los instrumentos. Lo que determina que una estrategia sea virtuosa o perjudicial es el balance entre los costos y los beneficios sociales que es capaz de producir, debidamente ponderados en el tiempo.

Por ejemplo, sostener que es mejor mantener atrasos tarifarios y los consiguientes subsidios en lugar de eliminarlos para permitir la remoción inmediata de impuestos distorsivos que desalientan la inversión y quitan competitividad a la economía, es una muy mala política gradualista. El costo social y económico de la eliminación completa e inmediata de subsidios e impuestos distorsivos es mucho menor que el avance gradual en la misma dirección.

Eliminar de inmediato el déficit fiscal cuando se parte de una recesión es una política de shock muy negativa. En casos de estanflación se debe combinar una política monetaria restrictiva con una política fiscal expansiva basada no en el aumento del gasto público sino en la eliminación de los impuestos distorsivos y de las regulaciones que traban la inversión y la producción de bienes. En este sentido el ajuste debe ser gradual, pero financiado con crédito público a tasas bajas que se logrará si se crea confianza con la eliminación inmediata y completa de subsidios e impuestos distorsivos. Es decir, con el shock productivista e inversor.

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