Por Agustín Monteverde.-

Un anuncio de reforma tributaria a diez días de un contundente triunfo electoral constituía una oportunidad espléndida para presentar un cambio audaz, que renovase el aire y transmitiera a los diferentes actores políticos la elección de un rumbo cada vez más claro y más firme.

No fue el caso.

Anunciar una reducción de la carga fiscal equivalente a 1,5% del PBI en un plazo de 5 años es una mejora minúscula y marca un ritmo extremadamente lerdo. Implica que viviremos muchos años más soportando un extenuante peso fiscal.

Da la sensación que el gradualismo va a ser mayor con aquellos puntos del proyecto que aligeran la carga y que los que la aumentan se aplicarán con mayor celeridad.

Beneficiados -si los hay- podrán ser algunos sectores industriales -claramente, no el de bebidas alcohólicas ni el de gaseosas- pero para las familias significará más presión.

Nadie puede aducir que me despreocupe el desequilibrio fiscal pero creo que se desperdició una oportunidad de hacer una reducción de carga tributaria que tuviera alguna significación, aun cuando no se bajase el gasto. Por ejemplo, reduciendo 3 puntos el IVA y equilibrando la situación de los autónomos, que seguirán ‹aun con los cambios introducidos‹ padeciendo más carga impositiva que los asalariados. Dado que la elevada presión fiscal nos ubica ya en torno a los máximos de la curva de Laffer, un recorte, modesto pero que se hiciera sentir, podía generar recursos adicionales por la revitalización de la actividad y la menor elusión resultantes. Un alivio sensible tendría un efecto beneficioso en la inversión y en el consumo. Por el contrario, si el aligeramiento no se nota o ‹peor aún‹ la carga terminase aumentando, la incipiente recuperación de la actividad podría malograrse.

Si la dinamización de la economía y consiguiente mejora en la recaudación que provocase la rebaja de carga fiscal no alcanzase a compensar los recursos que se dejarían de colectar, la diferencia se podría financiar tomando algo más de deuda. Es preferible endeudarse para bancar una disminución de presión tributaria que devuelva vitalidad a la economía que endeudarse para fumarse los fondos obtenidos en gasto corriente.

Crear el impuesto a la renta financiera es tirarse un tiro en el pie con la esperanza que termine pegando en la cabeza. Encarecerá las inversiones y aumentará el costo del crédito para el sector privado y para el público. Por otra parte, es una traición a los que blanquearon y una nueva muestra de inseguridad jurídica. En definitiva, genera más desconfianza y transmite un peligroso mensaje de insolvencia estatal. Gravar la tenencia de bonos que se colocaron con el status de «exentos de impuestos» es una burla a los inversores.

En las actuales condiciones económicas, el impuesto a la renta financiera constituye un impuesto que no grava rendimientos reales sino pura inflación.

Por otro lado, es tramposo aplicar una alícuota menor a las colocaciones en pesos pero reservarse la facultad de elevarla a la máxima.

Por último, este impuesto genera una odiosa discriminación en contra de los residentes.

En el caso de las personas, de las familias, esta reforma es simplemente más presión fiscal.

Por último, para el sector vitivinícola, que ya venía muy golpeado, el castigo inferido puede resultarle letal. Triste es ver que se pretenda justificar la aplicación de los nuevos impuestos en base a una supuesta defensa de la salud. Si algo es tan dañino, prohibámoslo; si no lo es, dejemos vivir y respetemos al ciudadano. No nos refugiemos en un argumento hipócrita para justificar un nuevo tarascón del Estado al bolsillo de los hogares. Más dañino para la salud de los argentinos es un Estado elefantiásico, desproporcionado, caro y que se dedica a arruinar la vida de quienes lo sostienen con un océano de regulaciones sin sentido.

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