Por Lisandro Barry.-

Contame tu condena, decime tu fracaso,
¿no ves la pena que me ha herido?
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¿No ves que vengo de un país
Que está de olvido siempre gris?”
La Última Curda
(Cátulo Castillo-Aníbal Troilo)

Sin temor a equivocarnos, podríamos sostener que el gobierno está haciendo lo que puede, considerando las limitaciones y exigencias a las que ha estado sometido desde el comienzo de su gestión.

Las limitaciones, como lo hemos sostenido en trabajos anteriores[1] y son consenso entre buena parte de la población, provienen de la relativa debilidad política de origen y el fenomenal desorden macroeconómico que heredó de los 13 años de gobierno nacional populista.

Por su parte las exigencias -de todo tipo y origen- han estado permanentemente a la orden del día y requiriendo, con una ansiedad social exacerbada, soluciones inmediatas y, en muchas circunstancias, mágicas a problemas tanto coyunturales como estructurales. Una especie de “raspadita” político social.

Dichas exigencias pueden claramente separarse entre: 1) aquellas claramente legítimas, especialmente derivadas de la situación social y ocupacional y de una recesión que se extiende de modo angustioso por buena parte de las actividades económica y que, respectivamente, provienen de los niveles de pobreza y desintegración social y del descalabro macroeconómico y financiero dejados por el kirchnerismo y 2) aquellas que podríamos calificar como de diferentes grados de ilegitimidad e hipocresía[2], asociadas a un sistema de prebendas, dádivas y/o privilegios, que se han ido acumulando por capas históricas a la cultura económica, social y política del país y que resultan difíciles de desmañar y erradicar.

A esas exigencias, ya desde mediados de año, se le han sumado las provenientes de un exageradamente anticipado clima preelectoral.

Podríamos decir que el gobierno persigue desde su inauguración, la búsqueda del equilibrio entre asegurar condiciones básicas de gobernabilidad, crear un clima de respeto y tolerancia interna, reordenar la macroeconomía para mejorar el clima de negocios doméstico e internacional que permita la concreción de un flujo importante de inversión privada y, como nadie en política tiene vocación de autoinmolarse, tratar de asegurarse un papel relativamente triunfante en las elecciones de medio término.

Para ello ha resignado, no sin manifestar preocupación al respecto, el objetivo inicial de sanear con rapidez las deficitarias finanzas públicas del estado calamitoso en que fueron dejadas por el gobierno de Cristina Kirchner.

De esta manera, el camino que han elegido las autoridades[3] ha sido el de una transición más lenta hacia una situación fiscal más saneada -especialmente concentrada en la reducción a lo largo del tiempo de los subsidios económicos, hasta su eliminación- financiándola con deuda pública, y no con emisión monetaria, para tratar, así, de evitar el estallido virulento de una crisis, que ya se había desatado desde el último trimestre de 2011[4] con la instauración del cepo cambiario.

En ese contexto el gobierno, aún cometiendo errores -a veces severos- y practicando varias contramarchas, ha logrado avanzar en sus objetivos en varios terrenos utilizando, hasta ahora, una mecánica negociadora focalizada en el caso por caso y políticamente concentrada en el parlamento y en las autoridades provinciales.

Si bien es cierto que dicha estrategia le ha permitido progresar en una serie de reformas institucionales y económicas relevantes, también es cierto que la misma -muy condicionada por los factores apuntados al comienzo- le ha resultado altamente costosa en términos fiscales.

La pregunta que surge es si, dados los condicionantes aludidos, existía un camino muy diferente. Nuestra respuesta es que, salvo matices especialmente relacionados con la posible amplitud de los horizontes de negociación y acuerdos, no.

Particularmente en el terreno fiscal, dado que el problema de los fuertes desequilibrios no es sólo materia del gobierno central sino que están difundidos entre todas las jurisdicciones del Estado, resulta claro que no existe aún en la dirigencia política ni social argentina la vocación por encarar su saneamiento estructural y, por lo tanto, de soportar de manera compartida los costos de afrontar la responsabilidad fiscal. Es decir de pagar los costos de una fiesta, que exponenció el gasto público y el déficit, dilapidó las reservas internacionales y reinstaló la inflación.

A su vez el gobierno central no tiene, ni mucho menos, el poder suficiente para imponer una reducción drástica y rápida del gasto público -y consiguientemente de los impuestos nacionales- sin provocar una crisis social y política intolerable e insostenible.

En rigor, el problema del déficit fiscal ha pasado a ser realmente un serio problema político más que económico, más allá de la relevancia económica del mismo.

A lo que probablemente apostará el gobierno es a mantener relativamente controlado el gasto público en términos reales y a que el crecimiento económico lo vaya licuando en el tiempo, con algunos esfuerzos por intentar mejorar su productividad, que hoy no sólo es nula, sino que provoca fuertes deseconomías e ineficiencias al sector privado.

El entusiasmo con que han recibido los operadores de los mercados financieros locales e internacionales el retorno del país a los mismos, ha permitido hasta el presente obtener holgadamente recursos con dicha finalidad para transitar el corriente año y seguramente también 2017.

El blanqueo de capitales aportará también una dosis importante de fondos al fisco y constituirá, asimismo, una señal positiva para los inversores externos respecto de la “conducta” de los argentinos respecto con relación a sus ahorros y su país. Ello más allá del peso relativo de las razones que inducirán a los “exteriorizadores” o “blanqueadores” a exponer sus activos al fisco argentino: ya sea por mayor confianza o por temor a no poder disponer de sus capitales hoy ocultos, dadas las presiones legales que se van imponiendo en el mundo financiero.

El “dólarducto” financiero, como también lo hemos señalado oportunamente[5] y hoy es materia de comentario permanente en los medios y columnas de opinión especializadas, genera importantes problemas de sobrevaluación cambiaria (cuando el gobierno, las provincias y el sector privado venden los dólares producto del financiamiento en el mercado) y de elevada tasa de interés nominal para absorber pesos que, en el contexto de la actual política monetaria, se generan cuando es el banco central el que compra divisas aumentando reservas. Por dicha vía el BCRA busca aumentar la demanda no transaccional de dinero y evitar así que dichos pesos provoquen más inflación.

Ambos factores -apreciación del peso frente al dólar y alta tasa de interés- actúan como obstáculos para una recuperación veloz de los sectores de la economía real. A su vez dejan al descubierto dos cuestiones: 1) la existencia de una fuerte tensión entre la necesidad de bajar la inflación -y consecuentemente aumentar la demanda de dinero nacional, el ahorro y los salarios reales- y la de crecer a un ritmo acelerado y 2) la soledad relativa del banco central en la pelea contra la inflación.

Por ahora, y seguramente durante todo el año próximo, los mercados financieros no pondrán reparos para financiar al tesoro nacional e, incluso, a provincias y al sector privado. Pero es importante advertir que, si el saneamiento fiscal quedara postergado sine die o los operadores vislumbraran que dicho proceso se hace por demás políticamente dificultoso y que el crecimiento económico se mantiene lento, las facilidades de financiamiento se debilitarán y el país podría retornar a una zona de alto riesgo financiero.

También, por ahora, los tenedores de la enorme masa de títulos de corto plazo emitidos por el Banco Central (Lebac) como herramienta básica de la política monetaria destinada a disminuir la inflación, no parecen percibir aún riesgos que pongan en peligro las delicias de la dulce rentabilidad medida en dólares, que retribuyen dichos títulos. Se trata de una masa ciertamente inestable cuya dimensión y distribución intertemporal merecen mantenerse bajo observación.

En medio de esas circunstancias no puede dejar de mencionarse el eventual efecto del triunfo del Sr. Trump en las elecciones presidenciales de los EE.UU. Dicho resultado electoral abre un interrogante respecto de cómo se comportarán dos factores decisivos para el futuro de la política económica nacional -la tasa de interés y el comercio internacionales- frente a una perspectiva de políticas proteccionistas, que podría poner rápidamente en práctica el nuevo gobierno norteamericano.

Ahora bien, si en un ejercicio de fuerte optimismo suponemos, al menos por un rato, que las reformas económicas y jurídicas que impulsa el gobierno prosperan, que la inflación queda dominada, que el clima de negocios e inversiones crece y, con él, la economía en general y el empleo y que decrece el déficit en relación al PIB, entonces es muy posible que aparezca otro “dólarducto”: el proveniente de las oportunidades que, afortunadamente, puede ofrecer la bendita Argentina.

En dicho sentido sólo pensemos en que la Argentina:

1) Es el tercer reservóreo más grande de gas natural de esquistos (shale gas) del mundo. Ello no sólo permitiría el autoabastecimiento a bajo costo para las familias y empresas, sino que podría convertir al país en uno de los principales productores de materiales plásticos y de fertilizante nitrogenados (úrea).

2) Es uno de las cinco principales reservas mundiales de potasio, otro fertilizante estratégico.

La combinación sólo de los dos factores apuntados conseguiría tener un efecto tal sobre la producción agrícola ganadera argentina, que podría transformarlo ciertamente en la mayor potencia productora de alimentos del mundo.

3) Aun sin que se diera lo expuesto arriba, puede expandir su producción agrícola en un 50% como mínimo en no más de cinco años y otro tanto la ganadera.

4) Tiene -junto con China, Bolivia y Chile- una de las cuatro reservas más grandes de litio del mundo, metal fundamental para la fabricación de baterías eléctricas (de uso en celulares, automóviles eléctricos o híbridos, etc.). Las limitaciones políticas que hoy impiden el desarrollo de Bolivia y Chile en este campo colocan a la Argentina ante la posibilidad de constituirse en uno de los dos mayores jugadores del planeta en materia de producción y manufactura de litio.

Ya sea como materias primas o como manufacturas, sólo estos cuatro rubros pueden ser enormes productores de divisas, tanto en la etapa de inversiones -puntos 1), 2) y 4), por la necesaria concurrencia de capitales extranjeros para su explotación y eventual industrialización- como para la de producción, esencialmente exportable.

En un posible escenario como el descripto, entonces, la apreciación cambiaria originada en un flujo muy grande de ingreso neto de divisas, aparecería como un factor estructural con el que los responsables del diseño e implementación de políticas públicas deberían aprender a convivir y superar en beneficio de la sociedad.

Conclusión

Tanto el escenario actual, desarrollado en la primera parte de este trabajo, como el eventual resultante del ejercicio de fuerte optimismo, indican que la economía nacional podría estar “condenada” a la amenaza de la apreciación permanente del tipo de cambio -con todas las consecuencias que ello implica en materia de competitividad, viabilidad productiva, empleo- y que no podrá seriamente ser resuelta por el sencillo, pero siempre doloroso, camino de la devaluación.

Si los parámetros mundiales no viraran a escenarios extremadamente negativos -y aún así- a la Argentina podrían abrírsele, como señalamos, nuevas oportunidades y retos.

En dicho sentido, el desafío del porvenir para encarar una remediación sustentable a largo plazo del problema planteado exigirá, de la sociedad argentina en general y de la dirigencia política y económica en particular, dos líneas simultáneas de acuerdos y acción.

En primer lugar, de una alta dosis de virtuosismo fiscal, extendido a todas las jurisdicciones del Estado, para lograr que: a) las cuentas públicas dejen de ser deficitarias de manera que el Estado pueda contribuir al mantenimiento de un tipo de cambio razonablemente competitivo a lo largo del tiempo y b) se encare una acción transformadora del Estado, para hacerlo más eficiente y productivo de modo que pueda auténticamente coadyuvar al mejoramiento de la eficiencia productiva de toda la economía.

En segundo lugar, pero de manera simultánea, de un esfuerzo colectivo para remover los factores que traban la competencia y el desarrollo de la productividad privadas.

La historia argentina contemporánea está plagada de pérdidas de oportunidades, fracasos colectivos y frustraciones, que nos han conducido a un grave proceso de decadencia. Nada, si miramos el pasado con objetividad y fuera de los ejercicios de optimismo, nos garantiza mágicamente un futuro exitoso.

Usando, entonces, una analogía futbolística, para dejar de jugar en la B, es fundamental que el gobierno conduzca a los argentinos a acordar una estrategia y un patrón de juego y, así, dejarnos de rifar la pelota, cuando la conseguimos, con pelotazos a cualquier lado en busca de un zapatazo salvador.

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NOTAS:

[1] Lisandro barry y Carlos Quaglio, “Ad Augusta per Angusta”, marzo 2016.

[2] En esta categoría nos animamos a calificar el proyecto de ley, aprobado por la mayoría kirchnerista en el Senado, denominado-casi en tono de farsa- Programa Solidario de Ingreso Social con Trabajo.

[3] Ver Lisandro Barry y Carlos Quaglio, “Recalculando”, junio 2016 y “La Resultante”, septiembre 2016.

[4] En octubre del 2011, con la Comunicación 5239 del Banco Central que creó la Consulta de Operaciones Cambiarias por la que la AFIP pasó a supervisar todas las solicitudes de compra de divisas.

[5] Lisandro Barry y Carlos Quaglio, “Recalculando”, Junio 2016 y “La Resultante”, septiembre 2016.

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