Por Luis Américo Illuminati.-

«La tenacidad que he empleado en combatir el deseo del suicidio me hubiera bastado ampliamente para lograr la salvación y pulverizarme en Dios». Esta reveladora frase que Emile Cioran dejó estampada en «Silogismos de la amargura», podría aplicarse a muchos jóvenes que creyeron que el Che Guevara era un profeta o un «mesías», revolucionario y sus epígonos, los Apóstoles. Los mal llamados «jóvenes idealistas» (Montoneros y demás organizaciones terroristas) que siguieron el oscuro camino de la violencia, convirtiendo de este modo sus inquietudes en un verdadero y triste suicidio. La muerte nos llega a todos, y todo el mal o todo el bien que hemos hecho en vida será sopesado del otro lado. A Dios no lo podremos engañar y hacerle creer lo que no fuimos y le mostramos a los otros. Todos somos culpables del bien que no hicimos y de haber mal educado y no corregido a tiempo a nuestros hijos. A las madres de las víctimas que asesinaron los hijos de las Madres de Plaza de Mayo, hasta ahora el Estado las ha ninguneado y nadie de aquéllas les ha pedido perdón. Muchas veces suele ser más un castigo que una bendición vivir tanto tiempo. A los 99 años, murió Mirta Baravalle quien fue una de las 12 fundadoras de Abuelas y Madres de Plaza de Mayo. Con la muerte llega el silencio, el punto final que introduce una parálisis absoluta de la palabra, del lenguaje, de la lengua, una apática nada sin elocuencia alguna que estaría más desnuda que el silencio. Con la muerte cesa el enfrentamiento producido por el «uno impersonal», como diría Heidegger, que lleva al ser-ahí, el existente (el Dasein) en conflicto con el mundo y con sí mismo, a creer y hacer caso -que es un dejarse llevar por la turbia corriente del río- de lo que repite infundadamente, el vulgo, la masa, el inconsciente colectivo o el tergiversado discurso de la izquierda (el «se» dice), en definitiva, una de las caras del suicidio a corto plazo. Con la muerte llega la distensión definitiva, la quietud que no se tuvo en vida, con la maravillosa posibilidad del difunto de alcanzar la verdad y la paz fuera de este mundo. Mirta Baravalle no fue tan conocida y su trayectoria no tuvo el sesgo y un rumbo tan ampuloso y mediático como el atrabiliario perfil de la difunta Hebe de Bonafini y Estela de Carlotto, ambas aliadas incondicionales del kirchnerismo, pero no muy amigas de la entramada verdad histórica distorsionada, las cuales, formando un frente común con la izquierda y el peronismo antropofágico, monopolizaron los Derechos Humanos para los suyos como un negocio, omitiendo a los otros muertos -como si nunca hubieran existido. Si doña Mirta sembró y cosechó un dolor inextinguible es un cargo, una inculpación y un reproche que no cabe atribuírselo solamente a un sector de la sociedad -las Fuerzas Armadas- cuyos integrantes estaban siendo secuestrados y aniquilados sistemáticamente por los «jóvenes idealistas», caso del General Aramburu y del Coronel Larrabure. Sólo la muerte acaba con las antinomias, las controversias y las divisiones, desgraciada aporía histórica que hace que hasta hoy existan dos Argentinas. La primera se autoexculpa, condena la represión y llama genocidio a la acción de las FFAA, y la otra le llama a esa misma acción, legítima defensa. Son dos Argentinas irreconciliables, lo mismo que ocurre en España donde hay dos fuerzas antagónicas: la derecha y la izquierda. Sólo le falta a la Argentina una guerra civil como tuvo España en la época de entreguerra (1936-1939), además de una tremenda catástrofe pluvial como sucedió en Valencia recientemente, como si ésta fuera una señal apocalíptica. En definitiva, ya sea individual o sea colectiva, por guerra mundial, peste o desastre de la Naturaleza, la muerte es un hecho irreversible que trae dolor y trae pena, que le deja al hombre sabio una lección o una moraleja y al necio lo vuelve aún más recalcitrante, sumido en la ciega y habitual -casi atávica- arrogancia.

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