Por Hernán Andrés Kruse.-

El 31 de marzo de 2009 falleció Raúl Alfonsín, quien ejerció la presidencia de la nación entre el 10 de diciembre de 1983 y el 8 de julio de 1989. Como todo presidente, tuvo sus aciertos y errores. Pero dejó como legado dos hechos de una enorme relevancia. El primero es harto conocido. Me refiero, obviamente, al histórico juicio a las tres primeras juntas del régimen militar que comenzó el 24 de marzo de 1976. Aquí cabe afirmar lo siguiente: Videla y compañía estuvieron sentados en el banquillo de los acusados porque el presidente era Alfonsín. Existieron una Conadep que publicó el libro “Nunca más”, un tribunal civil y una fiscalía compuesta por los doctores Strassera y Moreno Ocampo porque el presidente fue Raúl Alfonsín. De haber ganado las elecciones de 1983 Italo Luder ¿hubiera tenido lugar semejante juicio? Lo más probable es que hubiera decretado una amnistía general, tal como hizo Héctor Cámpora diez años atrás.

Pero hay un hecho poco destacado y que modificó para siempre el sistema de partidos en la Argentina. Desde 1946 hasta 1983 imperó en el país un sistema de partido hegemónico. Ello significa que se sabía de antemano qué partido político resultaría vencedor cuando el pueblo era convocado a las urnas. No había, por ende, competencia electoral. Pero el 30 de octubre de 1983 se produjo el milagro. El radicalismo, de la mano de Raúl Alfonsín, venció al peronismo. Se trató, qué duda cabe, de un punto de inflexión histórica. El peronismo experimentó por primera vez el sabor amargo de la derrota. Lo imposible se había hecho posible. Alfonsín había logrado enterrar al sistema de partido hegemónico, columna vertebral de toda dictadura encubierta.

Para hacer un balance de la presidencia de Alfonsín hay que situarla históricamente. En el plano internacional la guerra fría imponía sus códigos. En el plano interno el país abandonaba un tenebroso período de décadas en los que imperaron la violencia, el fanatismo y la intolerancia. Cuando Alfonsín asumió la desolación imperaba por doquier. Una desolación que era económica, social, institucional, política y, fundamentalmente, moral. Apenas se sentó en el sillón de Rivadavia don Raúl confirmó una de sus promesas más preciadas: el juicio a las tres primeras juntas de la dictadura militar. La gran pregunta era cómo reaccionaría el partido militar. Poco tiempo después el presidente envió al congreso un proyecto para democratizar la vida interna de los sindicatos. La gran pregunta era cómo reaccionaría la corporación sindical peronista. El sector carapintada de las fuerzas armadas se rebeló en tres oportunidades contra Alfonsín. La primera tuvo lugar en la semana santa de 1987 y las dos restantes en 1988. Por su parte, el sindicalismo peronista, liderado por Saúl Ubaldini, le respondió a Alfonsín con 13 paros generales.

Los denodados esfuerzos de Alfonsín por hacer realidad el estado de derecho se vieron opacados por su estruendoso fracaso en materia económica. Fiel a sus convicciones, nombró ministro de economía a su amigo Bernardo Grinspun, de orientación keynesiana. Lamentablemente, la espiral inflacionaria obligó al presidente a despedir a Grinspun y reemplazarlo por Juan Vital Sourrouille, un economista más cercano a la ortodoxia económica. A comienzos de 1985 Alfonsín anunció una economía de guerra y en junio Sourrouille anunció el primero de una serie de planes de ajuste denominado “Austral”.La experiencia de Sourrouille en Economía terminó en un estruendoso fracaso. En marzo de 1989 Alfonsín despidió a Sourrouille y lo reemplazó por el experimentado político Juan Carlos Pugliese, autor de la histórica frase “les hablé con el corazón y me respondieron con el bolsillo”. Pugliese duró en el cargo lo que un suspiro y fue sustituido por el joven dirigente de la Coordinadora Jesús Rodríguez. Pero la suerte del gobierno radical estaba echada. La hiperinflación estaba causando estragos y los saqueos amenazaban la paz social. A nadie sorprendió, por ende, la victoria de Menem sobre Angeloz en las presidenciales de mayo de 1989.

En política exterior Alfonsín, de la mano del canciller Dante Caputo, enarboló la bandera de la tercera posición. El acontecimiento más notable tuvo lugar el 19 de marzo de 1985 en los jardines de la Casa Blanca, cuando Alfonsín le dijo a Ronald Reagan lo siguiente:

“Señor Presidente: deseo empezar mis palabras agradeciendo muy sinceramente la cálida recepción que hace usted al presidente de los argentinos y su comitiva. Es realmente importante, usted lo ha señalado, que esta entrevista que vamos a realizar se dé precisamente en circunstancias donde una verdadera ola de democratización avanza sobre América Latina. Esa es nuestra esperanza, señor presidente, que los pueblos de América Latina gocen de de las libertades, prerrogativas, del respeto a los derechos esenciales que, desde siempre, goza el pueblo de los Estados Unidos. Eso fue lo que quisieron, por otra parte, nuestros padres fundadores, los de los Estado Unidos y los de Argentina. Por eso lucharon los hombres que nos dieron la independencia, desde Washington al norte y San Martín en el sur. Por eso también ha señalado acertadamente, señor presidente, la necesidad de acompañar estos procesos de la democracia con realizaciones tangibles en el campo económico, que le permitan a las democracias nuevas dar respuestas cabales a los requerimientos de las democracias sociales. Es por eso, que al lado de la esperanza está el temor de América Latina. El temor que nace de comprender que hay expectativas insatisfechas en los pueblos. Que las democracias han heredado cargas muy pesadas en el orden económico. Una deuda que en mi país llega a los 50.000 millones de dólares y en América Latina en su conjunto está en alrededor de 400.000 millones de dólares, y esto conspira contra la posibilidad de desarrollo, crecimiento y justicia. Esta es sin duda, una de las grandes diferencias entre nuestros dos países; nosotros apoyamos la filosofía que usted ha señalado, la filosofía de la democracia, la libertad y el estado de derecho que nos iguala.

Pero el hombre, señor presidente, para ser respetado cabalmente en su dignidad de hombre, no solamente tiene que tener la posibilidad de ejercer sus derechos y prerrogativas individuales, sino que debe tener la posibilidad de vivir una vida decorosa y digna. Por eso es que en toda América latina estamos dispuestos a gobernar con la austeridad que demanda la hora y hacer los ajustes necesarios para superar los escollos de la economía. Pero no podemos hacer que los ajustes recaigan sobre los que menos tienen. Es distinto el problema de los países desarrollados, donde los sectores del trabajo reciben más del 50 por ciento del ingreso nacional; en nuestros países no llegan al 40 por ciento. Pretender que nuestros pueblos, en esos sectores, realicen un esfuerzo mayor, sin duda alguna es condenarlos a la marginalidad, la extrema pobreza y la miseria. La consecuencia inmediata sería que los demagogos de siempre buscaran en la fuerza de las armas satisfacciones que la democracia no ha podido dar. Es por eso, señor presidente, que para mí ha sido muy importante escuchar sus palabras de bienvenida donde manifiesta la comprensión cabal de nuestros problemas. Estoy persuadido que no puede ser de otra manera.

Estoy convencido que Estados Unidos, por otra parte, comprenden que la seguridad del hemisferio está íntimamente vinculada al desarrollo de la democracia en nuestro continente, y es por ello que abrigo las más grandes esperanzas acerca del diálogo que vamos a mantener. Vamos a hablar del presente y del futuro. Vamos a hablar dos presidentes elegidos por la voluntad de nuestros pueblos. Vamos a tocar sin duda, los temas bilaterales y también los que hacen a nuestro continente en su conjunto y no estará ajeno a nuestro diálogo el tema de Centroamérica o Nicaragua. Estoy convencido que a través del diálogo se podrán encontrar fórmulas de paz, que sobre la base del respeto al principio que hace al derecho consuetudinario americano de la no intervención, nos den la posibilidad de lograr un triunfo en las ideas de la democracia y el pluralismo de la democracia, sin injerencias extra continentales y afirmando desde luego, al libertad del hombre. Vamos a conversar sobre estos temas, señor presidente, y lo haremos, como dije, dos hombres elegidos por nuestros pueblos, será en definitiva, entonces un diálogo entre ambos pueblos. Trataremos de llegar a soluciones por ellos, trabajaremos para ellos, y procuraremos construir el futuro que nuestros pueblos se merecen”.

Fue un discurso memorable, propio de un estadista. Fue una palpable demostración de coraje que no fue tolerada por la república imperial. Tampoco fue tolerada por el establishment vernáculo. Alfonsín jamás congenió con el poder corporativo. El 2 de abril de 1987, en la misa conmemorativa del quinto aniversario del desembarco argentino en Malvinas, que tenía lugar en la Iglesia Stella Maris, el vicario castrense José Miguel Medina lanzó un furibundo ataque contra el gobierno. La reacción de Alfonsín, quien se hallaba presente, no se hizo esperar. Se dirigió al púlpito y defendió con vehemencia su gobierno. Fue un hecho memorable, único e irrepetible. Al año siguiente, en la exposición de Palermo, el presidente fue duramente hostigado por los asistentes, en clara señal de desaprobación de su política económica.

La presidencia de Alfonsín terminó de manera traumática. La hiperinflación lo obligó a entregar anticipadamente el poder a su sucesor Carlos Menem en julio de 1989. Lamentablemente, la ilusión que don Raúl había despertado en millones de argentinos en 1983 se hizo añicos cinco años y medio más tarde. Si hay una enseñanza que dejó su presidencia es el siguiente: el presidente que decide desafiar a las corporaciones debe estar dispuesto a pagar un costo altísimo. Alfonsín lo pagó. También el pueblo.

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