Por Hernán Andrés Kruse.-

El martes pasado se cumplió un nuevo aniversario del natalicio de quien quizá sea el más grande estadista que tuvo nuestro país: Domingo Faustino Sarmiento. Su figura no admite términos medios: se lo ama o se lo odia con igual intensidad. Tuvo grandes defectos, como cualquier mortal, pero sin ningún tipo de duda sus virtudes opacan completamente a aquéllos. Y de sus virtudes merece destacarse su obsesión por la educación popular. Estaba convencido de que un pueblo sólo logra liberarse de sus cadenas a través de la educación. Dicha obsesión se tradujo en la creación de una gran cantidad de institutos de enseñanza durante su ajetreada presidencia. Ella explica, también, su decisión de contratar maestras provenientes de Estados Unidos.

Sarmiento fue, también, un brillante escritor. Seguramente su libro más popular es “Facundo”, una de las obras de sociología política más relevantes de la historia argentina. Releyéndola me encontré con las páginas que le dedica a uno de los hechos más trágicos del siglo XIX: el fusilamiento del caudillo federal Manuel Dorrego, en ese momento gobernador de Buenos Aires. El hecho tuvo lugar el 13 de diciembre de 1828 en Navarro, provincia de Buenos Aires. Sin juicio previo, el jefe militar unitario Juan Lavalle ordenó su ejecución, para el beneplácito de la oligarquía librecambista porteña.

Escribió Sarmiento: “El gobernador, Dorrego, había tomado la campaña; los unitarios llenaban las avenidas, hendiendo el aire con sus vivas y sus gritos de triunfo. Algunos días después, 700 coraceros, mandados por oficiales generales, salían por la calle del Perú con rumbo a la pampa a encontrar algunos millares de gauchos, indios amigos y alguna fuerza regular, encabezados por Dorrego y Rosas. Un momento después estaba el campo de Navarro lleno de cadáveres, y al día siguiente un bizarro oficial, que hoy está al servicio de Chile, entregaba en el cuartel general a Dorrego prisionero. Una hora más tarde, el cadáver de Dorrego yacía traspasado a balazos. El jefe que había ordenado la ejecución anunciaba el hecho a la ciudad en estos términos, llenos de abnegación y altanería: “Participo al gobierno delegado que el coronel don Manuel Dorrego acaba de ser fusilado por mi orden al frente de los regimientos que componen esta división. La historia, señor Ministro, juzgará imparcialmente si el señor Dorrego ha debido o no morir, y si al sacrificarlo a la tranquilidad de un pueblo enlutado por él, puedo haber estado poseído de otro sentimiento que el del bien público. Quiera el pueblo de Buenos Aires persuadirse que la muerte del coronel Dorrego es el mayor sacrificio que puedo hacer en su obsequio. Saluda al señor ministro con toda consideración”. El autor de esta misiva es Juan Lavalle.

A continuación, Sarmiento analiza una cuestión por demás delicada: la valoración ética de la decisión tomada por Lavalle. En buen romance: ¿hizo bien o hizo mal Lavalle al fusilar a Dorrego? Escribe Sarmiento: “Cuando el mal existe es porque está en las “cosas”, y allí solamente ha de ir a buscárselo; si un “hombre” lo representa, haciendo desaparecer la “personificación”, se le renueva” (…) “Lavalle no sabía, por entonces, que matando el cuerpo no se mata el alma, y los personajes políticos traen su carácter y su existencia del fondo de las ideas, intereses y fines del partido que representan”. Vale decir que si Lavalle creía que eliminando a Dorrego, eliminaba la cultura política que representaba (el federalismo), pecaba, cuanto menos, de ingenuo.

Sin embargo, Sarmiento reconoce que Lavalle no hizo más que poner en práctica lo que muchos deseaban. Escribe: “Pero lo que hoy se afecta ignorar es que, no obstante la responsabilidad puramente personal que del acto se atribuye a Lavalle, la muerte de Dorrego era una consecuencia necesaria de las ideas, dominantes entonces, y que dando cima a esta empresa, el soldado, intrépido hasta desafiar el fallo de la Historia, no hacía más que realizar el voto confesado y proclamado del ciudadano (…) Lavalle hacía lo que todos deseaban haber hecho, salvo quizás la forma, lo menos substancial, sin duda, en caso semejante” (…) Lavalle, fusilando a Dorrego, como se proponía fusilar a Bustos, López, Facundo y los demás caudillos, respondía a una exigencia de su época, de su partido”.

Este enfoque puede aplicarse, me parece, para entender otros hechos terribles que tuvieron lugar en nuestro país. ¿Acaso los aviones de la marina que bombardearon la Plaza de Mayo en junio de 1955 no hicieron más que satisfacer los deseos del sector antiperonista de la población de ver destruido al peronismo? ¿Acaso el secuestro y posterior asesinato de Aramburu no hizo más que satisfacer los deseos del sector peronista de la población de ver destruido al antiperonismo? ¿Acaso el terrorismo de Estado no hizo más que satisfacer los deseos de buena parte de la población de ver destruida a la guerrilla erpiana y montonera? Como lo explicó Sarmiento se trataron de trágicos hechos que respondían “a una exigencia de su época”.

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