Por Hernán Andrés Kruse.-

En el final de su libro “La sociedad abierta y sus enemigos”, Karl Popper se pregunta si hay realmente un significado en la historia. Su respuesta es contundente: la historia no tiene significado. La historia, tal como la entiende la mayoría de las personas, no existe y ello constituye un motivo más que suficiente para negar significado a la historia. Popper sostiene que las personas comienzan a hablar de “historia” a partir del momento en que comienzan a cursar la escuela primaria para seguir profundizando el tema en la universidad. Las personas que se interesan por la historia leen libros acerca de ella y es así como se acostumbran a ver una serie de hechos que configuran, según creen, la historia de la humanidad. Ahora bien, el reino de los hechos es muy rico, lo que obliga a una necesaria selección. De acuerdo a los intereses de cada uno de nosotros, se puede hablar de una historia del arte, una historia del lenguaje, una historia de la matemática, etc. Pero ninguna de estas historias, que se enfocan en un aspecto de la realidad, sería en verdad la historia de la humanidad. Cuando las personas aluden a la historia de la humanidad, en realidad están pensando en la historia de las antiguas civilizaciones, egipcia, persa, babilónica, griega, macedónica y romana, hasta la época actual. Esas personas, en realidad, no están pensando en la historia de la humanidad, sentencia Popper, sino en la historia del poder político, que es la historia que aprendieron en la escuela. Popper es muy claro: no existe tal cosa como “historia de la humanidad”. Lo que existe realmente es una serie inabarcable de historias de sucesos y acontecimientos que se han dado a lo largo del tiempo y que aluden a aspectos de la vida del hombre. Pues bien, uno de esos aspectos es precisamente la historia del poder político que las personas han elevado a la categoría de historia de la humanidad. “Pero esto es”, acusa Popper, “creo, una ofensa contra cualquier concepción decente del género humano y equivale casi a tratar la historia del peculado, del robo o del envenenamiento, como la historia de la humanidad. En efecto, la historia del poder político no es sino la historia de la delincuencia internacional y del asesinato en masa (incluyendo, sin embargo, algunas de las tentativas para suprimirlo. Esta historia se enseña en las escuelas y se exalta a la jerarquía de héroes a algunos de los mayores criminales del género humano”.

Este párrafo de Popper invita a un análisis de la historia en este sentido, la historia del poder político, destinado a promover innumerables polémicas. Dice Popper que la historia del poder político no es sino la historia de la delincuencia internacional y del asesinato en masa. Si uno rememora tan sólo el siglo XX y lo que va del siglo XXI, hay que darle toda la razón a Popper. Basta con mencionar a Adolph Hitler, Benito Mussolini y Joseph Stalin y la hipótesis de Popper se corrobora en el acto. Que Hitler y Stalin hayan sido capaces de edificar los Auschwitz y los Gulags lisa y llanamente eriza la piel. También los Estados Unidos, considerados el emblema de la democracia capitalista moderna, fueron gobernados durante el siglo XX por “destacados” delincuentes internacionales, verdaderos criminales de guerra, uno de ellos galardonado en 2009 con el Premio Nobel de la Paz y que el 23 y 24 de marzo estará en la Argentina. Harry Truman ordenó el ataque atómico contra el imperio del Japón provocando la muerte a centenares de miles de inocentes, muchos de ellos niños y ancianos. Estados Unidos ha sido el único país de la tierra que fue capaz de cometer semejante atrocidad. Pero Truman no está solo en esta lista de delincuentes internacionales que llegaron a la Casa Blanca. Me vienen a la memoria dos “personajes” como Lyndon Johnson y Richard Nixon, que no dudaron en enviar a la muerte en territorio vietnamita a miles y miles de soldados. Más acá en el tiempo, no queda más remedio que hacer mención a George W. Bush, uno de los presidentes más espantosos de la historia de los Estados Unidos. El atroz ataque contra las Torres Gemelas en 2001 (un hecho que jamás fue esclarecido) fue utilizado por este energúmeno para legitimar lo que el complejo militar-industrial-financiero tenía en mente: invadir a Irak para apoderarse de su petróleo. La invasión a ese milenario país destruyó la vida de millones de personas, la mayoría de ellos civiles. Para colmo, G.W. Bush no dudó un segundo en mentirle al mundo al acusar a Saddam Hussein -otro criminal de guerra- de poseer armas químicas y de estar vinculado con Osama Bin Laden, el supuesto cerebro del atentado del 11 de septiembre. Su sucesor, Barack Obama, se presentó ante la opinión pública mundial como el gran pacificador. Durante sus ocho años como presidente de los Estados Unidos, la inseguridad y el terrorismo aumentaron de manera geométrica. Basta mencionar su apoyo a la destrucción de pueblos enteros como el libio y el sirio para catalogarlo como un criminal de guerra. Pero sería injusto olvidar a otro gran criminal de guerra, un gobernante frío y letal, que ejerce el poder sobre un inmenso territorio desde hace varios años: Vladimir Putin. Su cruzada contra el terrorismo checheno lo acercó a Occidente hasta que decidió anexar Crimea. Por último, cabe mencionar a aquellos presidentes europeos que fueron obsecuentes de los Estados Unidos a partir del 11 de septiembre, legitimando la política exterior criminal de la república imperial: José María Aznar, Rodríguez Zapatero, Mariano Rajoy, Angela Merkl, Nicolás Zarkozy, François Hollande, Tony Blair, James Cameron y otros menos relevantes.

Efectivamente, la historia del poder político es la historia de los delincuentes internacionales que llegaron al poder para satisfacer sus ambiciones ilimitadas de poder y para dar rienda suelta a su instinto criminal.

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