Por Jacinto Chiclana.-

¿Quién podría decir que el Coronel Dorrego no deba ser reconocido como uno de nuestros mártires y una de las piezas fundamentales de nuestra historia?

Su dilatada entrega sin límites en los acontecimientos fundacionales de esa Patria que comenzaba a perfilarse, lo pintan como un hombre desbordante de entusiasmo y coraje. Un hombre que en su juventud, y aun del otro lado de la imponente cordillera, no dudó en abandonar sus estudios del derecho para abrazar la carrera de las armas.

Propuesto varias veces para ser ascendido a General cuando alcanzó el grado de Coronel, él mismo rechazó cualquiera de esos ascensos mientras no estuviera relacionado con acciones de combate o méritos ganados en cruentas batallas. Algo ya de por sí destacable, en estos tiempos de lujosos e impecables uniformes, con proliferación de medallas, chapas, insignias, colgantes, profusos dorados y condecoraciones, las que, salvo muy honrosas excepciones, son la mayoría de ellas vacías de contenido y que adornan ropas nunca manchadas siquiera con el polvo de los caminos o por algo más allá del lamparón de algún tuco a la putanesca demasiado chirlo.

Pero no es la esencia de estas opiniones analizar el carácter de Dorrego, o si era díscolo y con tendencia a ciertas indisciplinas o excesos. Menos aún arañar la tremenda e irreparable tragedia bárbara de su fusilamiento, por orden directa de otro adalid de las guerras de la independencia, al que no le alcanzaría luego la vida para arrepentirse y atormentarse por tamaña resolución desgraciada.

Resultaría de una futilidad absoluta encarar ahora una nueva discusión sobre estos temas. Sobre todo a la luz de esta realidad agobiante que nos acecha y esta palpable vocación de alfareros con que se construye una nueva historia, más funcional a ciertos intereses y proclive a llegar al sentimiento por vía del sentimentalismo barato y parcial.

Hoy la historia resulta ser de plastilina, maleable y dócil a las interpretaciones caprichosas que resultan funcionales a quienes detentan el poder y creen fervientemente en la necesidad de crear organismos que dirijan, manejen, inventen, cercenen y encausen “El Pensamiento Nacional”.

Resulta de una nimiedad aplastante y un facilismo abrumador que perdamos tiempo en estos convulsionados tiempos queriendo “reparar injusticias” que finalmente no producen nada de nada, más allá de alguna lágrima sentida de algún descendiente cuasi ignoto, al que no creo que le abonen con retroactividad las diferencias de sueldo que produzca el ascenso.

En una Argentina en la que el valor de la verdad es aproximadamente el de una estampilla de franqueo interno y simple, ascender a Dorrego resulta tan inmensamente innecesario como haber destronado a Don Cristóbal, el de las cáscaras de nuez con que se le atrevió al océano, claro. (No confundir con el Cristóbal de la inmensa flota de todoterreno y las previsiones hoteleras por si todos los japoneses decidieran venir juntos y al mismo tiempo a visitar la Patagonia).

Con el mismo criterio se lo bajó al navegante y se lo condenó a varios meses de mirar sin ángulo hacia la Cruz del Sur y luego de haberlo descuartizado, con la pena accesoria de tener un lienzo amarillo que apresaba su quijada y que le impedía pronunciar palabra alguna, hasta que finalmente, casi a paso de hombre, emparchado, pegado con epoxi barato, desconchado y averiado, se lo paseó por la ciudad, en una suerte de escarnio público, por ser imputado y condenado por genocida natural.

Dicen los que saben que no se realizó el paseo de escarmiento en aquellos viejos carros tirados por enormes bueyes, con el reo atado a un palo y vestido con sólo una rústica túnica mugrienta, para que el populacho le tirara hortalizas descompuestas, sus propias heces y otras porquerías, solamente porque no consiguieron ninguno de esos vehículos en el mercado de pulgas y a las eminencias grises de la muchachada del dentista, no se les ocurrió ir a buscar una carreta al museo de Luján, porque de haberlo hecho, lo hubiesen encadenado al pobre Almirante sin pena ni gloria.

Con el mismo criterio, deberíamos ascenderlo a Cabral, cuyas esperanzas de dejar de ser Sargento son nulas, aunque de no haber cubierto con el suyo, el cuerpo caído de su Jefe de Regimiento, la historia hubiese tomado un camino imprevisible.

Paparruchadas para la gilada, decían en el barrio… Hoy más que nunca nada de lo que brilla es oro y, si no entendemos que nos comportamos y nos tratan como marionetas, poco menos que analfabetas, estaremos listos para el desguace final.

Todo esto sin entrar a la gran paradoja del destino: muchos y muchas de los que levantarán la mano ansiosos por ascender a Dorrego, héroe nacional lleno de prosapia valiente y actos casi irracionales de arrojo, son los que tiraban por la espalda y a traición o colocaban bombas, en los “vale todo setentas”, disfrazados de jóvenes maravillosos, convertidos hoy, por sortilegio de esa prostituta amoral llamada política, en senadores y senadoras, diputados y diputadas.

Ellos, por supuesto, seguirán inventando actos simbólicos, estatuas nuevas y defenestramientos viejos, mientras nosotros, estoicos como sacerdotes fanáticos, aficionados a las laceraciones del auto flagelamiento, escucharemos absortos y con la boca abierta, que la Independencia Nacional data del 2003 y no como me enseñara la señorita Celia en primer grado, allá por 1816. (La pobre lleva ya unos sesenta años muerta y enterrada).

Todo al cohete, como timbre de panteón, porque saben bien que los muertos ni hablan ni escuchan. De ser eso posible, haría ya rato que el Padre de la Patria hubiese abandonado su frío mausoleo en la Catedral Metropolitana, hubiese salido corriendo en busca de su glorioso sable, ahora en el Museo Histórico Nacional, y harto de tantas iniquidades hubiese hecho correr el escarmiento, practicando con las cabezas de los indignos, como les hacía practicar a sus gloriosos Granaderos antes de la batalla.

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