Por José Leopoldo Decamilli.-

Los que, sin ser especialistas, se aproximan con infantil curiosidad a la vida histórica, constatan con estupor un hecho sorprendente. Algunos pueblos, aun aquellos que tienen detrás de sí siglos de experiencia colectiva, de improviso, se prosternan ante determinadas personas e incluso amamantan tiernos sentimientos de afección, por monstruosos que sean sus comportamientos. O sea, sufren con sus azotes pero aman a sus verdugos. Así ocurrió con el pueblo alemán, admirable por su cultura, que se doblegó de pronto a la voluntad de una persona de dudoso equilibrio mental, que proclamaba con el brazo en alto la superioridad de la raza aria y la aniquilación de las demás minusválidas. En la sublime Rusia, el comunismo totalitario aniquila a millones de personas en nombre de la solidaridad proletaria y, sin embargo, cuando Stalin fallece, llora desconsoladamente su desaparición. Lo mismo ocurrió en China con Mao Zedong, en Corea del Norte con Kim II Sung, en Cambodscha con Pol Pot. En Cuba, el patológico hechizo que ejercen ciertas personas no germina en la población cubana sino más bien fuera del país. El médico argentino Ernesto Guevara (que confiesa abiertamente, con indisimulado orgullo, haber asesinado a los que consideraba enemigos de su revolución, y que hubiera continuado la noble tarea de segar vidas ajenas si la muerte no le hubiera privado de este placer) ha sido elevado a los altares de la piedad internacional por millones de personas. Y Fidel Castro, el megalómano filibustero, y máximo responsable de la sangrienta tiranía y de la hambruna que persiste en Cuba desde hace más de cinco decenios, cómodamente apoltronado en los repliegues de su fabulosas fortuna, sigue predicando con cínica unción, ahora secundado por su hermano Raúl, las maravillas del régimen socialista. Pues bien, he aquí que estos malhechores son ahora cortejados por los dirigentes políticos de América y aun del mundo. Incluso los máximos responsables de la Iglesia Católica se aproximan para rendirles pleitesía. El pragmatista diplomado, Obama, y otros que le imitan, consideran al parecer que el mantenimiento de la paz y el fomento de las relaciones internacionales exigen la tolerancia de la tiranía y de la miseria material y moral que ella trae consigo. Otros suponen que con palmaditas amistosas la luz entrará finalmente en el infierno de los gurús comunistas cubanos.

La utopía es ciertamente un mal que enceguece la captación de la realidad, pero es todavía más fatal si enturbia el juicio de los que deciden el destino de los pueblos.

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