Por Hernán Andrés Kruse.-

Carlos Menem fue el símbolo del pragmatismo en política exterior. Astuto e intuitivo, tuvo plena conciencia de la irrupción, luego del derrumbe del Muro de Berlín, de Estados Unidos como única gran potencia a nivel planetario. Rápido de reflejos, a fines de 1990 envió a la zona caliente del Golfo Pérsico dos naves de guerra en señal de alineamiento incondicional con la república imperial. Enhebró sólidos vínculos con George Bush y Bill Clinton, quienes no dudaron en calificarlo como uno de los líderes más importantes del continente, un ejemplo a seguir por aquellos países interesados en formar parte del mundo desarrollado. Y Carlos Menem no los defraudó. Obedeció ciegamente las “sugerencias” del Fondo Monetario Internacional imponiendo al pueblo argentino una política de ajuste impiadosa, basada en el saqueo y la corrupción. Millones de argentinos expulsados del mercado laboral fue el precio que Carlos Menem no titubeó en pagar con tal de congraciarse con los dueños del mundo. El entonces canciller Guido Di Tella utilizó una frase que pasará a la historia para describir el nuevo vínculo de la Argentina con Estados Unidos: “relaciones carnales”. Fue una afrenta para nuestra dignidad como nación libre y soberana. Carlos Menem quedó reducido a la patética y triste condición de títere del flamante emperador del mundo.

Los sucesores del filósofo de Anillaco, Fernando de la Rúa y Eduardo Duhalde, procuraron afianzar sin éxito el vínculo sadomasoquista con Estados Unidos. Apenas asumió en diciembre de 1999 De la Rúa envió a la república imperial a su ministro de Economía, José Luis Machinea, para convencer al belicoso presidente W. Bush y al Fondo Monetario Internacional que el nuevo gobierno era confiable. ¡Claro que lo era! El problema que se le presentó a De la Rúa fue que la república imperial jamás confió en su capacidad para domar al peronismo, obligado por los resultados electorales a estar en la oposición. Los hechos le terminaron dando la razón al gobierno norteamericano. Al perder en las elecciones de octubre de 2001 de manera estrepitosa, De la Rúa fue abandonado por Estados Unidos. Al poco tiempo el FMI decidió suspender todo tipo de ayuda financiera (no hay que olvidar que durante su traumática gestión De la Rúa fue beneficiado primero con el blindaje y luego con el megacanje), lo que determinó su dramática caída. El 20 de diciembre de 2001, acorralado por un pueblo angustiado y enojado, se escapó en helicóptero desde la terraza de la Casa Rosada.

Luego de diez días de incertidumbre y angustia el 2 de enero de 2002 asumió como presidente Eduardo Duhalde. Al igual que su antecesor el bonaerense intentó por todos los medios convencer a Estados Unidos que era un presidente confiable. Jamás lo logró. Era tal la aversión que Estados unidos sentía por Duhalde que envió al país a un halcón del FMI, el indio Anoop Singh, que se transformó de hecho en el presidente de la Argentina. Fue tal su intromisión en los asuntos internos del país que no trepidó en presionar al Congreso para que legislara en sintonía con los intereses del poder financiero transnacional. Fue entonces cuando el economista alemán Rudy Dornbusch propuso crear un comité de economistas extranjeros para hacerse cargo del manejo de la economía argentina. La providencia quiso que semejante humillación no se materializara.

El 25 de mayo de 2003 asumió como presidente Néstor Kirchner, un ignoto político del extremo sur del país. Ante la sorpresa e incredulidad del establishment vernáculo, el patagónico archivó la política exterior menemista y la reemplazó por otra basada en el principio del multilateralismo. W. Bush no ocultó su malestar. Ni qué hablar de la derecha cavernícola argentina, cuyas espadas más conocidas y filosas comenzaron a atacarlo sin piedad, acusándolo de enhebrar turbias relaciones con el “malo” de la política internacional de ese momento: Hugo Chávez. En noviembre de 2005 tuvo lugar en la bella Mar del Plata la Cumbre de las Américas. En las propias narices del criminal de guerra norteamericano Néstor Kirchner le dijo no al ALCA mientras en el estadio mundialista Hugo Chávez se hacía cargo de la cumbre anti ALCA. A partir de entonces las relaciones entre Estados Unidos y la Argentina entraron en un prolongado cono de sombras. En efecto, con Cristina la política exterior apoyada en el multilateralismo se afianzó, a tal punto que el sucesor de W. Bush, el demócrata Barack Obama, reconoció antes de viajar a la Argentina para encontrarse con el presidente Macri (marzo de 2016) que las políticas de Cristina habían sido sistemáticamente antiestadounidenses.

El 10 de diciembre de 2015 Argentina retornó a las humillantes relaciones carnales. Pero a diferencia de Carlos Menem, que se alineó de manera incondicional con la república imperial por puro pragmatismo, Mauricio Macri aceptó con gusto el rol pasivo de esa relación. Estaba convencido de que arrodillándose delante de Trump, Merkl y compañía, la Argentina recibiría como por arte de magia una lluvia de inversiones. La obsecuencia de Macri alcanzó su expresión más grotesca durante la celebración del G 20 en Buenos Aires, a fines de 2016. En la conferencia conjunta el emperador norteamericano trató a Macri como a un perro faldero. Lo más dantesco fue que Macri aceptó con beneplácito que lo trate de esa manera. En mayo de 2018, desesperado por la falta de dólares, Macri se arrodilló ante Christine Lagarde, para implorarle la ayuda financiera que le permitiera salvar a su gobierno. “Creo que sería muy bueno para los argentinos”, dijo el presidente, “que a partir de ahora comenzaran a enamorarse de Christine”. Fue algo sencillamente bochornoso. Pero lo más abyecto desde el punto de vista de la ética fue su atronador silencio respecto al golpe de Estado que acaba de sacudir al país del Altiplano. “Quiero dejar en claro” manifestó hace unas horas, “que repudiamos la violencia de cualquier tipo y bajo cualquier circunstancia. Nosotros creemos en el diálogo como único método de salida de cualquier crisis que pueda tener una Nación”. “Entendemos que las elecciones son la mejor manera de transparentar la voluntad del pueblo boliviano y que sus mecanismos previstos en la Constitución son los que van a permitir resolver esta cuestión”. Por último, respecto a la usurpadora Añez dijo que era “una referencia de autoridad” pero que no la reconocería como presidenta hasta tanto no la proclame la Asamblea Legislativa.

Las relaciones internacionales funcionan básicamente en función de los intereses económicos, políticos y geoestratégicos de los países. El más crudo pragmatismo impone sus condiciones a diario. Pero ello no significa que no se deba preservar la dignidad de cada nación. La forma en que Macri condujo las relaciones exteriores fue lisa y llanamente una vergüenza. Redujo al país a la triste condición de colonia de cuarta categoría mientras él actuaba delante de los poderosos del mundo como un sirviente. Nadie duda de la importancia de tener buenas relaciones con Estados Unidos y Europa, pero ello no obligaba al presidente a actuar como un “che pibe” de Trump. Afortunadamente a partir del 10 de diciembre el presidente será Alberto Fernández, quien hasta ahora ha demostrado su disposición a actuar a nivel internacional con firmeza y decoro. No dudó en criticar la postura de la republica imperial respecto a los hechos acaecidos en Bolivia: “No comparto el comunicado de Estados Unidos, no hay ningún ejército victorioso”. “Lo que ocurrió en Bolivia fue una vergüenza”. “Estados Unidos volvió a las peores épocas de avalar golpes de Estado en América Latina”. “La auditoría de la OEA está manipulada en sus resultados y aún así Evo Morales aceptó hacer una nueva elección, no se entiende el golpe de Estado”. Lejos de ser una chiquilinada, como acaba de criticarlo con sorna Jorge Asis, la postura de Fernández señala a las claras que mientras sea presidente la Argentina no será la ramera de un megalómano psicópata y alienado.

Anexo

Los megaimperios mediáticos

Contratapa | Página/12 | 15 de agosto de 2010

Por José Pablo Feinmann

Además todo es muy simple, de aquí que si no se quiere entender es o porque no se quiere o porque se obedece o porque se quiere imponer otra cosa que no puede sino mentir sobre cuestiones elementales para presentarse como válida. Adam Smith (al padre teórico del capitalismo) no creía en los monopolios. Creía en lo que se suele llamar competencia atomística, dentro de la cual muchos productores compiten entre ellos. Al hacerlo, los precios nunca son establecidos por un solo vendedor, sino que surgen de la libre competencia. En cambio, cuando aparece el monopolio, que es (según creo) la tendencia inevitable del libre mercado, ya no hay competencia atomística porque el precio lo fija un solo polo, precisamente: el monopolio. La ambición de todo grupo capitalista es entonces constituirse en monopolio. Regirá por completo el mercado. Establecerá una dictadura de mercado. Sofocará toda libre competencia. El oligopolio es una formación de monopolios. Un acuerdo de paz entre ellos, siempre pocos. El mercado lo manejan dos o tres. Oligopolio, según suele saberse o no, proviene del griego, como tantas otras cosas. Oligoi significa pocos. Y polein, vender. Resulta claro que un mercado dominado por oligopolios es uno en el que son pocos los que deciden: los que venden, los que compran, o los que fijan los precios.

El monopolio se forma por la acumulación de empresas regidas por una que las ha ido incorporando a todas. Se le aplica el eufemismo “Grupo” para limarle el sentido autoritario que tiene en el mercado. Hay una empresa madre del monopolio. La que ha iniciado el proceso de acumulación. El proyecto es asimilar -bajo la hegemonía de una- a la mayor cantidad posible de empresas del mercado. Constituido el monopolio, vemos por fin con claridad que su proyecto es eliminar la libertad de mercado. Donde manda uno. O mandan dos que se ponen de acuerdo entre ellos. O manda uno con el poder suficiente para sofocar a los demás, la libertad de mercado ha muerto. Este poder económico se expresa en el campo político. El monopolio es el enemigo central de la democracia. Condiciona a la política sometiéndola a la visión de la empresa monopólica. El monopolio financia campañas electorales. A menudo (a causa de su gran poder económico), el grupo político que triunfa es aquel que el monopolio ha financiado. El que llega al poder (aunque nadie lo advierta) no es un partido político, es el monopolio. O el partido político que representa al monopolio y acepta su hegemonía y responderá a sus intereses.

El monopolio es enemigo de la democracia tanto en el campo económico como en el político. El mercado es “libre” si se cumple la exigencia smithiana de la competencia atomística. Ahí todos compiten con todos. Pero hubo muchas cosas que Smith no vio. (Igual que Marx.) La competencia atomística -que sería el alma democrática del mercado- es devorada por la dictadura del monopolio. Un solo polo es la negación de la competencia de muchos. Un solo polo es la dictadura de ese polo y la desaparición (devorados por éste o llevados a la quiebra) de los restantes.

La cuestión es grave cuando se da en el campo de la información, en lo mediático, que es acaso donde más se ha desarrollado. “En EE.UU. la información fue suplantada lisa y llanamente por la propaganda corporativa. Dejó de existir el ‘derecho a la información’, garantizado por la Primera Enmienda de la Constitución. Los ciudadanos estadounidenses perdieron su derecho a la información veraz y oportuna sin darse cuenta (…). Las frecuencias para las señales de radio y televisión constituyen un bien público, de toda la sociedad, pero su control pasó a manos de unos pocos megaimperios mediáticos:

1) AOL/Time Warner Inc.

2) Gannett Company, Inc.

3) General Electric.

4) News Corporation.

5) The McClatchy Company.

6) The New York Times Company.

7) The Washington Post Company.

8) Viacom y las cadenas CBS y UPN.

9) Vivendi Universal, la dueña de Universal Studios.

10) Walt Disney Company (José Pablo Feinmann, La filosofía y el barro de la historia, Prólogo de Franco Volpi, Planeta, Buenos Aires, 2008).”

La existencia de estos megaimperios mediáticos les permite a los grupos políticos que los dominan imponer “su” verdad como la verdad de todos. Dan forma a la opinión pública. Crean la realidad. Tiene razón Jean Baudrillard -en su libro El crimen perfecto- cuando dice: el crimen perfecto se ha cometido: ha sido asesinada la realidad. Hoy, el capitalismo, se fundamenta en dos fuerzas esenciales, en dos palancas que le permiten seguir adelante y sin las cuales entraría en colapsos más graves que los recientemente exhibidos: 1) Devastación del planeta para alimentar su sistema bélico-industrial. Nada lo detendrá en esta tarea. Ni la guerra colonialista ni la tortura ni siquiera la utilización de armamento nuclear en caso de que sea necesario, y posiblemente lo sea en cualquier momento. 2) Posesión del poder mediático mundial para dar forma a la “opinión pública”, para colonizar las subjetividades, para sujetar a los sujetos y convencer a todos que así tienen que ser las cosas y así serán. Este poder megacomunicacional tiene sus representantes en cada país y todos saben que luchan -una vez más y como siempre- por la razón occidental, por el poder de unos pocos para dominar a todos los demás. Algunos dicen que la “revolución” que profetizó Marx no se cumplió. En efecto, no. Pero hemos asistido y continuamos asistiendo a una revolución tecnológica trascendente: la comunicacional. Esta revolución no es “represiva”. No quiere eliminar nuestros cuerpos. Sólo nos pide entrar en nuestras almas, aprisionarlas e instalarse ahí. Sólo nos pide que la verdad sea para nosotros –siempre- lo que ella dice. Sólo nos pide que pensemos como ellos piensan. Que odiemos a quienes ellos odian. Que nos divierta lo que ellos quieren y nos dan para que lo haga. (Esencialmente basura.) Que creamos en lo que sus escribas escriben. En lo que sus pensadores piensan. Que no se los toque. Que no se los inquiete. Que si apoyaron dictaduras fue porque (aunque sanguinarias) eran dictaduras pro-occidentales y anticomunistas. Que la verdad es una y es la que ellos dicen.

Aún no lo han logrado, pero muy pronto -si avanzan los planes de contrainsurgencia contra el terrorismo- disentir con ellos será estar con los terroristas. Hay algo que los asombra. En un país del sur, un gobierno proveniente de un partido de raíz popular se ha tomado el extremo atrevimiento de desmontar (si lo prefieren: de deconstruir, ¿no suena interesante?) a un monopolio de alto poder y larga y fiel trayectoria a las causas de Occidente. La situación es novedosa. ¿Cómo se atreven? ¿Desconocen que un grupo monopólico es la esencia concentrada del capitalismo de mercado? ¿Qué son? ¿Populistas? El populismo -más allá de sus tendencias distributivas y estatistas, de raíces keynesianas- nunca cuestionó la esencia del capitalismo. Ejerció una verborragia antipatronal (para volverse creíble ante sus bases obreras) pero sólo eso. Aquí, algo huele mal. No en vano ha tenido que dar la cara uno de esos personajes que están para darla. De éste, por ejemplo, hay una foto en que el hombre enfrenta al fotógrafo e intenta tapar con su mano el foco del aparatejo chismoso, de esa maquinita develadora, peligrosa, enemiga de las intimidades y de las intrigas, que ese gremio maneja. El “señor Magnetto” no había nacido para las luces cenitales del centro de la escena. Ha tenido que dar la cara. ¿Tan grave es la cosa? Al dar, él, la cara, reveló que las caras que hasta ahora veíamos eran secundarias, eran voces como ecos, ecos de lo que se resolvía en el “piso de arriba”, donde siempre estaban los que nunca se exponían y hoy tienen que salir a poner el pecho. Tampoco la cara del “señor Magnetto” tiene mucho encanto. Semeja un presbítero huraño, enjuto, ajado. Si “el señor Magnetto” fracasa, ¿quién será el próximo/a en bajar del cielo para conducir “la guerra”? Porque los “jóvenes del Mayo Francés” eran muchos. Estos no. Aunque -en un texto ya célebre, algo ridículo, algo patético pero sin duda divertido- se los compare con aquellos. Pronto se los comparará con los jóvenes románticos del Salón Literario y la Asociación de Mayo, que también luchaban contra una feroz tiranía encarnada por una pareja, la del Restaurador de las Leyes y Encarnación Ezcurra, que si no usaba costosas carteras francesas era porque aún no existían, pero le armó al Gaucho de los Cerrillos una revolución, la de los Restauradores, que lo llevó al poder. No hay caso: en este país las mujeres fueron siempre peligrosas.

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