Por Álvaro Vargas Llosa.-

Hay alarma entre los liberales, los conservadores, los democristianos e incluso los socialdemócratas latinoamericanos por la visita del Papa a esta zona del mundo, en especial a Ecuador y Bolivia (dos de los tres destinos elegidos esta vez, el último de los cuales ha sido Paraguay). Digámoslo sin meandros retóricos: piensan que nos ha tocado un Papa demasiado “rojo”, o al menos dispuesto a hacer concesiones excesivas al populismo autoritario.

Después de su rol en el deshielo entre Washington y La Habana, estas familias ideológicas esperaban un cierto equilibrio ideológico por una de tres vías posibles: escoger las visitas a América Latina privilegiando a gobiernos de estirpe inequívocamente democrática y vocación de primer mundo; mantener las ya programadas pero ser un huésped locuazmente incómodo de Rafael Correa y Evo Morales; en su defecto, practicar una diplomacia florentina que, entremezclada con su formación jesuita, lo convirtiese en una anguila inasible que sus anfitriones populistas no pudieran atrapar en sus manos, como pretendían (es decir, convertirse en algo así como una síntesis de Brunetto Latini y San Ignacio de Loyola).

Pero nada de eso ocurrió: Jorge Mario Bergoglio, Francisco I, multiplicó los gestos de simpatía hacia los gobiernos populistas, hizo escasos esfuerzos por impedir que ellos politizaran su presencia y dio un fuerte énfasis a conceptos que no diferían en exceso de la retórica que el “socialismo del siglo XXI” latinoamericano emplea para justificarse.

Creo, hechas sumas y restas, que nada de esto debe alarmarnos excesivamente y que los suspicaces están haciendo una lectura demasiado dramática del periplo pontificio. El asunto es bastante más sencillo y menos grave de lo que se piensa. Para entenderlo, hay que preguntarse: ¿Qué quiere el Papa? Quiere muchas cosas, pero en esencia tres, de las cuales dos son institucionales y una es muy personal.

La primera tiene que ver con el rescate de una Iglesia (ya sabemos que en estas tierras no hace falta el adjetivo calificador para saber de cuál hablamos) que viene sufriendo una lenta pero muy perceptible disminución en porcentaje de la población e influencia, y cuyos obispos están bajo asedio político directo o indirecto en varios países latinoamericanos.

La segunda se relaciona con la Doctrina Social de la Iglesia, que el Papa cree que no fue lo suficientemente apuntalada por sus dos antecesores, a los que admira y respeta pero quienes, a pesar de abogar por ese conjunto de principios o “ideario”, la matizaron en exceso por su conservadurismo.

El tercer interés del Papa, mucho más personal, es el de sus creencias y pulsaciones. Esto guarda relación con la Doctrina Social de la Iglesia pero la desborda porque tiene que ver con su visión del Tercer Mundo y de América Latina. Decir que el Papa apunta a rescatar la llamada Teología de la Liberación sería demasiado truculento; negar que quiere rescatar algunos de sus aspectos y que aspira a que la doctrina oficial de la institución que lidera sea capaz de subsumir varios elementos de esa “teología latinoamericana” sería no atender las señales que envía desde hace años este importante personaje.

No, Bergoglio no es un teólogo liberacionista. Al contrario: ha polemizado con esa visión. Pero lo ha hecho siempre pretendiendo disminuir y hasta eliminar sus elementos marxistas para quedarse con otros y apropiarse de su retórica y su mensaje revolucionario por los pobres.

Si se entiende esto, se entiende lo principal: para Francisco I la comunicación con los pobres es una forma de hacer las tres cosas antes mencionadas. El escenario “periférico” -para usar una expresión que al Vaticano bajo su mando le es cada vez más cara- le resulta ideal. No sólo el latinoamericano: también el asiático (donde ha estado dos veces) o el de la Europa ex comunista, como Albania y Bosnia, países que también ha visitado. El Papa cree que esta es la vía para que la Iglesia sea más popular en el futuro, para que tenga una mayor relevancia social y para que se acerque más a su visión de la Doctrina Social de la Iglesia.

En cristiano: Francisco I no está interesado en perpetuar a Correa o a Morales, en santificar a Fidel y Raúl Castro, en propagar el “socialismo del siglo XXI”. El no trabaja para esos gobiernos, esas corrientes o esos líderes: trabaja para él, para su institución y para su grey. No son tanto Correa o Morales (y antes los Castro, a quienes probablemente visitará en septiembre, en escala hacia Estados Unidos) quienes utilizan a Bergoglio: es más bien el Pontífice argentino el que los utiliza a ellos para lograr sus propósitos, que trascienden largamente a estos políticos transeúntes.

Basta echar un vistazo a los dos documentos pastorales clave que se han difundido bajo su pontificado -la exhortación apostólica titulada “La alegría del Evangelio” y la encíclica “Alabado seas”- para darse cuenta de esto. El primer documento es más institucional que personal, pero la encíclica reciente sí es un texto donde el Pontífice ha volcado personalmente su visión ideológica sobre la ecología y el mundo moderno. Un simple cotejo de estos documentos, y en especial del segundo, con todo lo que dijo en Ecuador, Bolivia y Paraguay revela a las claras la misión del Papa (en Paraguay, dicho sea de paso, gobierna un mandatario, Horacio Cartes, de orientación ideológica muy distinta a la de los populistas, pero que para evitar el aislamiento mantiene buenas relaciones con ellos).

La encíclica, por ejemplo, asegura que “la tradición cristiana nunca reconoció como absoluto o intocable el derecho a la propiedad privada y subrayó la función social de cualquier forma de propiedad privada”. En Quito, el Papa no estaba pensando en Correa sino en su propia visión cuando dijo algo no muy distinto: “…Los bienes están destinados a todos y, aunque uno ostente su propiedad, pesa sobre ellos una hipoteca social”.

Existe, por supuesto, un antiguo y rico debate intelectual sobre cuál es la gran tradición cristiana; en él, hay quienes sostienen algo muy distinto de lo que piensa Francisco I. Por ejemplo, los libros de Rodney Stark, especialmente el último, How The West Was Won, trazan el papel clave que jugaron muchas figuras del pensamiento y la práctica eclesiástica en el triunfo del liberalismo occidental (al que se refieren, simplista y equívocamente, como capitalismo.) Para no ir muy lejos, unos meses antes de la encíclica papal sobre el asunto ecológico un grupo grande de teólogos y científicos de inclinación luterana escribió una “Carta abierta al Papa Francisco sobre el cambio climático”. Allí sostenían una visión muy distinta a la del Pontífice acerca del papel de los combustibles fósiles y de instituciones como la propiedad privada en el desarrollo económico y el abandono de la pobreza por parte de millones de personas. No se trata, en este caso, de católicos, pero sí de miembros del cristianismo y no sostienen tesis muy distintas de las que ciertos católicos prominentes han sostenido.

Persiste una discusión legítima en el catolicismo y el cristianismo en general sobre estos asuntos. No es el propósito de este texto zanjar dicha discusión y ni siquiera entrar en ella a fondo. Apunto apenas a que el Papa es un fiel seguidor de una cierta visión posconciliar en aspectos económicos y sociales. Una parte de esa visión puede ser llamada modernizante sin llegar a ser moderna del todo. Tiene que ver con aspectos valóricos. Otra, la que tiene que ver con la economía, está más bien anclada en un pasado que podríamos llamar en parte latinoamericano y que mezcla el desarrollismo de los años 50 y 60 con todos los otros “ismos” que desembocaron en la Teología de la Liberación.

A lo que voy: el Papa no está en campaña por los populistas autoritarios o la dictadura cubana. La pregunta inmediata es si, a pesar de no estarlo, los beneficia con lo que hace y lo que dice. Es posible, pero no demasiado: todos esos gobiernos viven horas amargas. Basta recordar lo que estaba sucediendo en Ecuador hasta horas antes de aterrizar allí el Papa: las movilizaciones y protestas contra el gobierno habían alcanzado tal amplitud y acústica en las principales ciudades del país, que se hablaba a voz en cuello de su renuncia o destitución. Lo acosaban desde su izquierda y desde su derecha, cuestionándole todo. El detonante habían sido unas iniciativas legislativas, en especial el Proyecto de Ley Orgánica para la Redistribución de la Riqueza, con las cuales de pretendía dar varios zarpazos contra la propiedad y la generación de prosperidad. Correa, incapaz de hacer frente a la avalancha, tuvo que retirar las iniciativas temporalmente porque de otro modo la visita papal hubiera sido imposible: su propia permanencia en el cargo corría peligro.

El problema de Correa no es distinto del de otros populistas: ha incurrido en unos compromisos de gasto para sostener el modelo que son incompatibles con el actual precio del petróleo. Todos los intentos para atacar los síntomas (por ejemplo las salvaguardas que afectan a las importaciones y las diversas restricciones) han sido inútiles para restablecer un cierto orden en los frentes cambiario y fiscal. Parecía que Ecuador hacía las cosas mucho mejor que Venezuela o Argentina, pero aunque es cierto que las hacía de una forma menos delirante, no las hacía nada bien. El resultado es lo que pasaba antes de la visita del Papa y sigue pasando hoy, sin el Papa.

Algo mejor anda Bolivia porque los precios del gas están pactados a un nivel alto desde hace años, pero poco a poco a Morales se le va acabando el crédito social. El sabe que, a menos que el ciclo de los “commodities” ingrese en su fase alcista otra vez pronto, su economía está condenada, pues esos contratos tienen vencimiento; los interlocutores comerciales, léase Brasil y Argentina, no están en condiciones de renovarlos en términos parecidos. Es lógico que Morales haya gozado de popularidad: multiplicó por 10 el presupuesto del Estado, elevándolo a casi 30 mil millones de dólares y gastó ingentes cantidades de dinero en subvenciones y obra pública. Pero ese modelo hoy está en peligro y las pretensiones abiertas del mandatario boliviano para perpetuarse en el poder entrarán en conflicto con una realidad que el cautivante relato indigenista no podrá por sí solo contravenir.

Nada de esto cambia por el hecho de que Bergoglio haya tenido frases amables para con Morales, como cuando dijo que su anfitrión “está dando pasos importantes para incluir a amplios sectores en la vida económica, social y política del país” o cuando alabó “una Constitución que reconoce los derechos de los individuos, de las minorías, del medioambiente”.

Tampoco parece que la utilización de la ilustre visita por parte de Morales en relación con la reivindicación marítima vaya a tener repercusiones más allá del momento. Ese partido se juega en otro escenario.

En suma: no hay que alarmarse más de la cuenta.

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