Por Juan Ruiz.-

El 16 de mayo de 2014 la ciudadana argentina Mónica Anabel Murciano descendió del avión que la llevaba a San Pablo junto con sus hijos Clara y Richard para cumplir la orden judicial expedida por la jueza argentina Silvia Guahnon fundada en que en virtud del “interés superior de los niños” debían volver al país (Brasil) en el cual residía su ex marido del cual se había separado y resolver allí la cuestión de la custodia.

De inmediato, según relata la víctima de este episodio funambulesco en su página de Facebook, http://tinyurl.com/mazohmt, “me estaba esperando un oficial de justicia junto a dos policías y una camioneta blanca en la pista de aterrizaje, me arrebataron a mis hijos Clara y Richard de y 4 y 7 años, que gritaban y daban patadas, para poder liberarse de las manos de esos extraños, yo me descompuse y me caí en medio de la pista mientras veía la camioneta blanca irse, y nadie me asistió”

Para hacerla corta, luego de que el tipo consiguiera que le “restituyeran” los hijos al poco tiempo incumplió los términos de la sentencia brasileña y desapareció con ellos violando la interdicción de salida. Luego de ser buscado intensamente Interpol lo localizó… en Hong Kong, donde hoy se libra la batalla judicial http://tinyurl.com/q6ab8sl por la tenencia.

Recientemente este drama maternal se repitió en un caso similar que tuvo gran repercusión pública cuando el marido estadounidense de Ana Alianelli intentó escaparse con los hijos de la pareja en un aeropuerto para eludir la audiencia que debía realizarse en Aspen (Colorado) luego de que la justicia argentina le entregara los menores prohibiendo a la madre que se les acercara.

¿Cuál es el origen de estos episodios traumáticos que someten a los niños y a sus madres a los avatares de una verdadera película de terror? Se llama “Convención de La Haya sobre sustracción internacional de menores” y es un tratado supranacional del que la Argentina es parte.

Esta normativa está destinada a evitar que uno de los progenitores cambie unilateralmente el lugar de residencia de los hijos de ambos estableciendo en su articulado un mecanismo que se supone debería resultar en el inmediato regreso al país de “residencia habitual” para que las cuestiones relativas a la custodia sean resueltas ahí.

Irónicamente en teoría el nervio central de esta estructura jurídica es la preservación del “interés superior del niño” concepto éste acuñado en la Convención sobre los Derechos del Niño celebrada por países integrantes de las Naciones Unidas en 1989 que dada su consistencia gaseosa cada juez interpreta a su manera.

En la Argentina ya hay un criterio sentado en la justicia respecto del significado de esa misteriosa directiva: no importa si el progenitor requirente es violento, maltratador o psicópata -como sucede en la mayoría de los casos en que la mujer huye del hogar con sus hijos-, no importa el feroz trauma que le provoca a los niños verse separado brutalmente de su madre, no importa lo que todos los jueces saben que el marido tratará de impedir a la mujer el contacto con sus hijos escudándose en la justicia de su país que por supuesto no escuchará a una sudaca atrevida que desafió su ley, no importa que hayan transcurrido varios años y los niños se hayan afincado en el país, no, hay que mandar de vuelta a la desacatada y sus retoños para que se arrastre delante de los estrados extranjeros y arregle sus asuntos por su cuenta gastando fortunas que no tiene en euros o dólares para pagar abogados.

¿Y el interés superior del niño? “Eso es una entelequia” le dijo un juez en cruda confidencia a un letrado “nosotros no estamos para hacernos cargo de los problemas de las madres y de los chicos sino para aplicar la ley”

Obviamente esa actitud ponciopilatesca se lleva a cabo mientras en sus fallos los togados se hacen gárgaras con la declaración universal de los derechos del niño, el interés superior del niño y toda esa parafernalia semántica detrás de la que ocultan hipócritamente no sólo una realidad tan brutal como puede ser la separación de niños de corta edad de su madre sino su temor a la reprimenda de alguna Corte internacional a sabiendas de que le están produciendo al menor un daño psicológico irreparable. Como dicen las películas americanas, un daño colateral.

Porque hay que ser caradura para escribir en una sentencia que un niño que vivió cinco o seis años en la Argentina “no cumple el estándar del art. 12 del Convenio de La Haya” que dice expresamente que no es obligatoria la “restitución” de esa cosa llamada niño cuando quede demostrado que el menor “ha quedado integrado en su nuevo ambiente”

No hace falta ser un erudito para darse cuenta sin necesidad de prueba alguna de que un niño en ese tiempo se hizo de amigos, compañeros, familiares, un hogar y un ámbito conocido y amigable, es decir que ha echado raíces, se ha integrado al medio, pero para la justicia argentina el respeto al interés superior del niño no consiste en el respeto a su inteligencia emocional, a su voluntad de permanencia, a la intensidad de su vínculo materno filial sino en el regreso a su país natal aunque ello importe, como es común, destrozarlo emocionalmente.

Porque lo que no tienen en cuenta esos magistrados -y algunos “defensores de menores” es que los niños no tienen nacionalidad, son niños aquí y en cualquier lugar del planeta, nada saben de leyes desgraciadas que dictan los adultos, y su primer deber es proteger su integridad humana adoptando la solución que mejor atienda a la preservación de su esfera afectiva concreta y su desarrollo armónico, no el intangible “interés superior” con que adornan sus sentencias para simular que cumplen con el objetivo enunciado en la Declaración de los Derechos del Niño: “El niño gozará de una protección especial y dispondrá de oportunidades y servicios, dispensado de todo ello por la ley y por otros medios, para que pueda desarrollarse física, mental, moral, espiritual y socialmente, en forma saludable y normal, así como en condiciones de libertad y dignidad.”

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