Por Hernán Andrés Kruse.-

La maratónica sesión que culminó con la media sanción en Diputados del acuerdo con ese grupo de delincuentes internacionales de guante blanco comandados por Paul Singer, constituye una página más de la larga y conflictiva historia de la relación de la Argentina con los Estados Unidos. Cuando la relación se da, como en este caso, entre la megapotencia mundial y una nación periférica en desarrollo, de escasa relevancia a nivel internacional, el más fuerte, el poderoso, el patotero del barrio, tiende naturalmente a someter al más débil, al indefenso. En este tipo de relación a nivel internacional el problema no es el del más fuerte sino el del más débil, en este caso la Argentina. ¿Qué estrategia debe adoptar el país chico con el país grandote para lograr que la relación le resulte lo más beneficiosa posible? ¿Es conveniente desafiarlo o, por el contrario, le es mucho más útil someterse a sus designios? ¿No sería lo más sensato para el país chico tener con el país todopoderoso una relación basada en el respeto mutuo? ¿Es posible una relación de esta índole?

Desde Carlos Saúl Menem a la fecha los diversos gobiernos han optado por una de las dos estrategias extremas: algunos consideraron que lo mejor para el país era someterse de manera incondicional a los designios de la república imperial; otros, por el contrario, decidieron hacerlo enojar.

El 8 de julio de 1989 asumió como presidente Carlos Saúl Menem. En ese entonces el mundo estaba por cambiar radicalmente. En noviembre de ese año cayó el Muro de Berlín, emblema de la guerra fría, de la división del mundo entre dos bloques, el occidental y el oriental. Dos años después implosionó la Unión Soviética. Era la victoria final del capitalismo sobre el comunismo. Como una consecuencia lógica inmediata, emergió como la única megapotencia planetaria el gran victorioso de la guerra fría: Estados Unidos. Inmediatamente se proclamó el fin de la historia y los países emergentes no tuvieron otra alternativa que adecuarse al nuevo orden mundial. El denominado “Consenso de Washington” no fue otra cosa que los “consejos” brindados por los máximos órganos del poder económico estadounidense-FMI, Banco Mundial, etc.-a todos los gobiernos de los países chicos en materia económica como condición sine qua non para ser socios del flamante club mundial. En ese escenario global Carlos Menem no dudó: archivó las clásicas banderas del peronismo para poner en práctica una política de alineamiento absoluto con la república imperial, en ese entonces gobernada por Bush padre. Históricamente Estados Unidos siempre desconfió del peronismo. Consciente de ello Carlos Menem decidió demostrarle a Estados Unidos que su alineamiento lejos estaba de ser meramente retórico. En el segundo semestre de 1989 el Congreso le aprobó al presidente dos leyes fundamentales: la de reforma del Estado y la de emergencia económica. Ambas leyes perseguían un único objetivo: aplicar sin anestesia los postulados económicos fundamentales “sugeridos” por el Consenso de Washington. Pero esa prueba de amor era insuficiente para ganarse el corazón de Bush. La Argentina debía demostrarle a los Estados Unidos que estaba dispuesta a llegar hasta las últimas consecuencias en su afán por adecuarse al nuevo orden mundial. Menem no dudó un segundo: ignorando al Congreso decidió enviar a la zona caliente del Golfo Pérsico dos buques de guerra en apoyo de la coalición occidental que estaba en guerra contra Saddam Hussein por su decisión de anexar Kuwait. En materia logística la presencia de esos buques era irrelevante pero en materia simbólica fue muy importante. Menem le demostró a Bush en los hechos que la Argentina era una aliada confiable de la república imperial. A partir de entonces Bush y Menem se hicieron “grandes amigos”. Bush comenzó a alabar al riojano de tal manera que llegó a catapultarlo a la categoría de estadista mundial, de ejemplo a seguir por los presidentes de los países periféricos deseosos de no quedar al margen de la historia. No pudiendo ocultar su vergüenza el por entonces canciller Guido Di Tella reconoció que las nuevas relaciones con los Estados Unidos eran “carnales”. En la práctica ese alineamiento incondicional se tradujo en una ayuda financiera sin límites del FMI y el Banco Mundial. Miles de millones de dólares llovieron sobre la Argentina durante la década menemista. El país vivió, como se dice coloquialmente, “de prestado”. Entre 1989 y 1999 Estados Unidos no hizo más que financiar la política económica impuesta por el presidente y su ministro de Economía, Domingo Felipe Cavallo. Como todo el mundo lo sabe, la política económica del menemismo fue desastrosa para el país: desempleo histórico, recesión, desindustrialización, flexibilización laboral, déficit fiscal, etc. La política económica de Menem se redujo a ajustes y más ajustes, obligando de esa manera a la clase trabajadora a soportar las consecuencias de las “recomendaciones” de Estados Unidos.

En 1999 asumió como presidente Fernando de la Rúa quien durante la campaña electoral había prometido mantener la convertibilidad y profundizar el vínculo con los Estados Unidos. El FMI, el Banco Mundial y el gobierno de Clinton no dudaban del alineamiento de De la Rúa pero desconfiaban de su capacidad como presidente. En materia económica el cordobés no hizo más que continuar con la política económica del riojano. Sin embargo, cuando en las postrimerías de 2001 un desfalleciente De la Rúa imploró ayuda a Estados Unidos, la ayuda brilló por su ausencia. Luego de la trágica renuncia de De la rúa asumió como presidente interino Adolfo Rodríguez Saá quien delante de la Asamblea Legislativa anunció el fin del pago de la deuda externa, lo que técnicamente significaba que Argentina entraba en default. Su sucesor, Eduardo Duhalde, trató por todos los medios de “conquistar” el corazón del por entonces presidente Bush (h.). Se trató de una misión imposible. Estados Unidos jamás confió en Duhalde y se lo hizo saber enviando a la Argentina a un halcón del FMI que no titubeó en demandar al Congreso la modificación de algunas leyes y la sanción de otras para satisfacer los deseos de los organismos multilaterales de crédito. En las postrimerías de su gobierno Duhalde trató infructuosamente de elegir al sucesor presidencial que más agradara a los Estados Unidos. La negativa de Carlos Reutemann lo obligó a mirar al extremo sur del país donde un ignoto gobernador esperaba la oportunidad para tocar el cielo con las manos: Néstor Kirchner.

El patagónico asumió el 25 de mayo de 2003. Su discurso ante la Asamblea Legislativa fue histórico porque anunció un cambio de paradigma, es decir, la sustitución del “neoliberalismo” de Carlos Menem por el “modelo nacional y popular”. En la práctica, el cambio de paradigma significó una creciente intervención del estado en la economía y el abandono de las relaciones carnales. El punto de inflexión en la relación del nuevo gobierno con los Estados Unidos se dio a fines de 2005 en Mar del Plata donde se desarrolló una nueva Cumbre de las Américas. Siendo anfitrión de Bush (h.) y de los restantes presidentes americanos que se dieron cita, Kirchner desafió abiertamente la política exterior norteamericana criticando duramente al ALCA. Por si ello no hubiera resultado suficiente, Kirchner autorizó la utilización por parte de Hugo Chávez del estadio mundialista para encabezar un Congreso anti ALCA. A partir de entonces, las relaciones entre la Argentina y los Estados Unidos se enfriaron hasta el fin de la segunda presidencia de Cristina Kirchner. Durante sus ocho años de gobierno Cristina profundizó los lineamientos ideológicos de su antecesor. No sólo mantuvo su “amistad” con Chávez sino que tejió vínculos con Rusia y China, dos potencias que pugnan, especialmente la primera, por recuperar el protagonismo de antaño. Entre 2007 y 2015 Cristina jamás fue invitada oficialmente primero por Bush (h.) y luego por Barack Obama, quien llegó al destrato personal en algunas reuniones internacionales. Tal fue el distanciamiento entre ambos mandatarios que en las últimas horas Obama dijo que Cristina había tenido a lo largo de sus dos presidencias actitudes anti-estadounidenses.

El 10 de diciembre pasado asumió como presidente de la nación Mauricio Macri. Casi de manera automática la relación con los Estados Unidos comenzó a recomponerse, a tal punto que la semana que viene Obama estará en la Argentina, primero en Buenos Aires y luego en Bariloche. Las duras críticas de Macri a Maduro y su promesa de combatir el narcotráfico y el terrorismo internacional “convencieron” a Obama del nuevo alineamiento de la Argentina en relación con Estados Unidos. ¿Reinstalará Macri las relaciones carnales de los noventa? Es prematuro brindar una respuesta definitiva pero todo parece indicar que sí, a tenor de lo que acaba de acontecer en el Congreso donde 165 supuestos representantes del pueblo le rindieron pleitesía a Paul Singer, un emblema del capitalismo financiero transnacional carroñero y corrupto.

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