Por Vicente Echerri (El Nuevo Herald).-

El pícaro y pintoresco presidente de Bolivia, Evo Morales, le hizo un regalo al papa Francisco, en su reciente visita a ese país que, por un momento, puso en aprietos al pontífice, aunque el Vaticano se apresurara a descartar cualquier fricción por cuenta del obsequio: un crucifijo montado sobre el símbolo de lo que muchos tienen por su antinomia, la hoz y el martillo.

El detalle me hace acordar de un antiguo colegio religioso en La Habana donde me tocó estudiar cuando ya los comunistas lo habían intervenido. Despojada de todos los símbolos cristianos que una vez la adornaran, la capilla, convertida en salón de actos, conservaba sobre el muro del fondo sin pintar la sombra de la cruz, encima de la cual, pero sin cubrirla del todo, habían colgado la hoz y el martillo. Yo le hice el comentario, no sin escándalo, a una de aquellas “cooperadoras diocesanas” con que la diezmada Iglesia Católica de Cuba intentaba suplir la ausencia de religiosas, sobre todo en la labor caritativa y catequética. La buena mujer me respondió en el mismo estilo que ahora lo ha hecho la ministra de comunicaciones de Bolivia: “no te preocupes, son los obreros saludando a Cristo”.

A pesar del mohín del papa al recibir el presente y a los que afirman que se le oyó decir “no está bien”, y a la jerarquía católica boliviana y de otras partes que lo han tomado como un insulto, rayano en el ultraje; tal vez la combinación de ambos símbolos (idea del jesuita Luis Espinal, de conocida inclinación marxista, a quien asesinaron en 1980) se preste a diversas interpretaciones, además de la que parece más obvia: el deseo de identificar la causa de los rojos -reciclada en el populismo latinoamericano después del desplome del comunismo en Europa- con la de Cristo. No creo yo que la intención de Morales haya sido profanar la imagen del crucificado cuanto sacralizar el emblema de los bolcheviques; jugar a convertir el símbolo mundial del totalitarismo comunista en una representación elemental e ingenua del obrerismo que se identifica con el de un proletario ejecutado en un suplicio de esclavos por el poder imperial de Roma (no hay que olvidar que Morales creía que las legiones habían estado alguna vez en América, el imperialismo es uno solo desde la antigüedad).

Admitamos que el crucifijo por sí solo -sin este aditamento boliviano- ya es atroz. Nos hemos acostumbrado a él y, en los países de cultura cristiana, es lo más familiar del mundo (aunque los protestantes, por un prurito de asepsia, prefieren la cruz vacía), pero si meditamos en este símbolo resulta escandaloso, como lo fue sin duda para el mundo romano. Imaginemos por un momento que a Jesús, en lugar de crucificarlo, lo hubiesen ahorcado, o empalado o decapitado, y el símbolo de su martirio que hoy tendríamos en las torres de las iglesias, en los altares, en las tapas de las biblias y en el cuello de la gente: ¿se habría representado al Redentor ahorcado con la lengua afuera?

El presidente de Bolivia, creo yo, ha querido des-demonizar la hoz y el martillo adosándola a un crucifijo y al hacerlo, sin darse cuenta, ha incurrido en un reconocimiento al que los comunistas siempre se negaron: el de su herencia religiosa judeocristiana, del que ellos son los últimos herejes.

El marxismo suele reconocer sus deudas ideológicas: los socialistas utópicos, los economistas ingleses, la filosofía hegeliana; pero ni al positivismo ni al cristianismo los contaba entre sus acreedores, cuando le debe al primero su interpretación de la historia y al último el ingrediente apasionado de la justicia social, sin el cual El Capital y sus exégesis serían poco menos que una ciencia hermética.

La inconformidad con las habituales desigualdades del mundo es nuestra herencia judía que, para bien y para mal, nos llega por vía del cristianismo. El clamor contra los ricos opresores y las promesas de recompensas y castigos que subviertan radicalmente el orden social (“los últimos serán los primeros y los primeros, los últimos”, “a los pobres llenó de bienes y a los ricos envió vacíos”) están en nuestro libro sagrado y de ahí nutren las ideas socialistas contemporáneas. La piadosa solidaridad y el celo justiciero en cuyo nombre se han cometido tantos crímenes y desmanes tienen el mismo origen. La síntesis que le ha propuesto el presidente Morales al papa Francisco con su inusual regalo no es, pues, del todo disparatada y acaso podría encontrar mayor aceptación si no tuviera una apariencia tan grotesca.

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