Por Álvaro Vargas Llosa.-

El fútbol mundial es desde hace un tiempo otro escenario de la nueva Guerra Fría que están librando Moscú y Washington (más Europa Occidental). La derrota de Blatter es un triunfo de los enemigos de Putin. ¿Pero es definitivo?

La cabeza de Joseph Blatter, presidente de la FIFA, ha rodado por el piso después de que Washington, Londres y Berlín se la cortaran, en contra de los esfuerzos de varios países, especialmente Rusia, para salvarlo.

Que la FIFA está podrida, lo saben todos los que prestan atención a estas cosas desde hace tiempo. Lo que ha cambiado para que ahora esa podredumbre tenga consecuencias traumáticas es que Blatter y compañía desafiaron a demasiados enemigos demasiadas veces. Reino Unido y Estados Unidos querían ser sedes de los mundiales de 2018 y 2022 respectivamente pero las votaciones, rodeadas de sospechas éticas y políticas y de alguna anormalidad de procedimiento, favorecieron a Rusia y Qatar. No fue la única afrenta, pero sí la más importante.

Todo el esquema de Blatter, basado, como sugerí en un texto en Reportajes, era de naturaleza populista. La consecuencia política, a lo largo del tiempo, fue la pérdida de peso de Europa dentro de la estructura y la relativa marginalidad de Estados Unidos, a medida que muchos países e incluso territorios que no tienen ese estatus pasaron a formar parte de ella con voz y voto.

Esto último no es de por sí cuestionable, obviamente. Ocurre que, más que una democratización del fútbol, el sistema pasó a ser una dictadura con votos cautivos basada en una corrupción generalizada. Gracias a ello se dio la increíble circunstancia de que Blatter obtuvo la reelección una vez más el viernes pasado cuando ya la Fiscalía General de Estados Unidos había desatado sobre la FIFA las siete plagas de Egipto.

Pero todo esto no podía continuar. Que la FIFA acabara en manos de la corrupción de un modo abiertamente desafiante no era tolerable. Y menos para enemigos políticos de tanto peso. Facilitó la actuación norteamericana contra Blatter y su gente (no nos engañemos: aunque Blatter no fue arrestado, él era el blanco directo) el hecho de que en Estados Unidos la Fiscalía General sea lo mismo que el Ministerio de Justicia y por tanto de que la fiscal general tenga un cargo de naturaleza política, inserto en la Administración Obama.

Otro factor fue Reino Unido. Si Estados Unidos hubiese tenido que actuar en un escenario en el que Europa, y en particular Londres, hubieran sido aliados de Blatter, no habría logrado hacer rodar su cabeza. Por eso repito: demasiados enemigos juntos.

Rusia ha sido un detonante. El abrazo del oso que le dio Putin a Blatter cuando estalló el escándalo trajo a la superficie unas corriente subterráneas. Me refiero a que el fútbol mundial es desde hace un tiempo otro escenario de la nueva Guerra Fría que están librando Moscú y Washington (más Europa Occidental). La derrota de Blatter es un triunfo de los enemigos de Putin. ¿Pero es definitivo?

No lo sabemos. Si Putin logra impedir una nueva votación para la sede del Mundial de 2018, saldrá bien librado. Si, además, logra que el sucesor de Blatter sea alguien cercano al presidente dimisionario, podrá revertir el revés que ha supuesto la caída del suizo.

Ello no es inverosímil. Si Blatter hubiera renunciado antes de las elecciones del viernes, en medio del escándalo, el presidente sería hoy el jordano Ali Bin al Hussein, su rival. Pero al mantener su candidatura y hacerse reelegir para renunciar desde su nuevo mandato, Blatter se ha asegurado de que lo reemplace un Vicepresidente que forma parte de la estructura cuestionada. Si hay nuevas elecciones, se harán bajo ese gobierno. A menos que todo estalle en mil pedazos, pero eso está por verse.

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