Por Hernán Andrés Kruse.-

Los graves hechos que están sacudiendo a Bolivia provocaron la irrupción en el ámbito de la opinión pública de temas que parecían, al menos en nuestro país, enterrados en el baúl de la historia. Me refiero a expresiones tales como “golpe de Estado”, “revolución”, “crisis institucional”, insurrección”, etc. ¿Qué paso con Evo Morales? ¿Hubo un golpe de Estado o el pueblo hizo valer el derecho a la insurrección contra un poder dictatorial? Estos temas, muy caros a la ciencia política y a la ciencia del derecho constitucional, difícilmente pueden ser encarados objetivamente, es decir, con absoluto rigor científico, por una sencilla y contundente razón: están fuertemente imbuidos por la ideología. Hay quienes sostienen que en Bolivia hubo un golpe de Estado, como los partidarios de Cristina Kirchner, por ejemplo. Hay otros, en cambio, que se niegan a hablar de golpe de estado, como los partidarios de Mauricio Macri. La objetividad absoluta es, por ende, imposible. Sin embargo, un hecho tan grave como la “renuncia” de Evo Morales puede ser abordada con cierto rigor científico aunque ello no implique el abandono de la ideología. De ahí la importancia de tener una idea de lo que significan el golpe de Estado, la rebelión y el derecho a la insurrección. Para ello lo más sensato es aprender de quienes estudiaron estos temas en profundidad, para luego extraer las enseñanzas que nos permitan comprender lo que sucedió realmente en Bolivia.

¿Qué se entiende por “golpe de Estado? Quien respondió con rigor científico esta pregunta fue, por ejemplo, el doctor Rafael Martínez, catedrático de Ciencia Política y Administración de la Universidad de Barcelona, quien en 2014 publicó, luego de consultar una extensa bibliografía, un ensayo sobre este tema por demás esclarecedor y didáctico.

Subtipos de golpes de Estado. Transformaciones recientes de un concepto del siglo XXI

¿Qué es el Golpe de Estado?

En el siglo xvii, concretamente en 1639, por encargo del cardenal Richelieu, Gabriel Naudé –que después fue el reconocido bibliotecario del cardenal Mazarino– escribió su obra Considérations politiques sur les coups d’État, en la que, por primera vez en la historia de la humanidad, hay constancia escrita de la locución «Golpe de Estado». En pleno absolutismo, el texto de Naudé no deja de ser una guía de consejos para que el príncipe mantenga el Estado, es decir, el gobierno de sus pueblos. Y es en ese ámbito donde le anuncia tres elementos principales de actuación: (i) las reglas de fundación y conservación del Estado, que son las aceptadas de manera universal (solo hay un Dios, unos gobiernan y otros obedecen); (ii) las máximas (o razón) de Estado, que se legitiman porque en ellas la utilidad pública pasa por encima de la particular (así, por ejemplo, no se puede dañar a quienes bajan las armas e imploran misericordia, pero si no se les puede fácilmente guardar y alimentar está permitido matarlos pues podrían ocasionar hambre al ejército propio); y, por último, (iii) los golpes de Estado, «actos osados y extraordinarios que los príncipes se ven obligados a realizar en asuntos tan difíciles como desesperados, en contra de la ley común y con independencia de cualquier ordenamiento o forma de justicia, poniendo en juego el interés particular para beneficio del bien común». Según nuestro célebre bibliotecario, dos eran los rasgos que diferenciaban el Golpe de Estado de la razón o máxima de Estado: el factor sorpresa y el secreto en la gestación. En la máxima, el proceso es previo a la ejecución; aquí primero se ejecuta. Naudé advierte tanto de efectos inherentes al Golpe, e inevitables una vez que se produce, como de las precauciones que han de adoptarse al aplicarlo para que este sea guiado por el honor, la justicia, la utilidad y la honradez. Así, entre los efectos destaca el hecho de que, una vez iniciado, su curso no cesa y que, para alcanzar cambios mayores, no hace falta remover a todo el mundo. Entre las precauciones subraya que no se haga de esta práctica una rutina, que no haya ensañamiento, que su necesidad sea ineludible y que se opte siempre por los medios más «dulces» y fáciles. Considerando todas estas precauciones y advertencias, las coyunturas en las que utilizar el instrumento del Golpe son las siguientes: (i) la fundación, nacimiento o cambio de un Reino; (ii) la conservación, restablecimiento o restauración de un Estado que se ve amenazado por la caída; (iii) debilitar derechos o privilegios de algunos súbditos que disminuyen la autoridad del príncipe; (iv) establecer alguna ley importante o algún reglamento o decisión de envergadura; (v) destruir alguna potencia que, por ser demasiado grande, numerosa o extendida en diversos lugares, no se puede abatir fácilmente por procedimientos ordinarios; (vi) dar autoridad o prestigio a un príncipe, y (vii) limitar o destruir el poderío excesivo del que quiera abusar de él en perjuicio del Estado. Finalmente, Naudé explicita una tipología de Golpe de Estado o, mejor dicho, cinco criterios dicotómicos clasificadores de los golpes: a) justos e injustos; b) que conciernen al interés público o solo al particular; c) fortuitos o causales; d) simples (de un solo Golpe) o complejos, y e) realizados por príncipes o por sus ministros.

Más de trescientos años después, el ya clásico estudio de Finer (1962) determina que el Golpe de Estado es el secuestro y eliminación del jefe del Estado con el objeto de que cambie el Gobierno, lo cual requiere mucha preparación y que las fuerzas políticas lo valoren positivamente. Finer integra el Golpe como una intervención militar violenta con ánimo de suplantación del Gobierno civil prototípica de sociedades con nivel mínimo de cultura política. No en vano, arranca su obra afirmando que, al observar todos los países en los que hay golpes, ve que, por un lado, los estados en los que los militares interfieren reiteradamente en el Gobierno son diferentes de las democracias liberales; se trata de países con menor relevancia estratégica (David, 1987). En palabras de Friedrich (1968: 683), «el Golpe de Estado es típico de los sistemas monocráticos inestables». Por otro lado, en estos estados los militares constituyen una fuerza política independiente y profundamente asentada. Y será esta premisa la que llevará a Finer a analizar cuándo, por qué y cómo intervienen estos militares en política; lo cual no consiste exclusivamente en echar al poder civil y ponerse ellos en su lugar. Solaún (1969) entiende que, en un Golpe de Estado, no es consustancial al mismo que sea llevado a cabo por los militares; de hecho, entiende que son unas instituciones del Estado (que pueden ser o no militares) las que (con o sin violencia) expulsan, de manera ilegal, al poder político legítimo. El Golpe de Estado es, por tanto, un conflicto no regulado que quebranta todas las reglas y que reformula los poderes del Estado; pero que, en todo caso, siempre termina atribuyéndole más poder a las fuerzas armadas. Según Finer (1962), es una madeja de motivos y estados de ánimo la que determina la disposición militar a intervenir. A esa disposición se le agrega, o no, la oportunidad. La intervención no es habitual si no existe disposición ni oportunidad, y es muy probable si confluyen ambos aspectos. Putnam (1967) intentó determinar empíricamente –mediante la creación del Index Military Intervention– las causas que explicaban la intervención militar en política, y pudo demostrar que las tradiciones militaristas tenían un papel importante en el intervencionismo militar y que, en cambio, la movilización social incrementaba las perspectivas del poder civil por encima del militar. Por contra, los elementos de fortaleza institucional tales como la alta participación electoral, partidos y grupos de presión fuertes y estar libres de violencias políticas no son condición ni necesaria, ni suficiente para el absentismo militar.

Para Solaún (1969) son el sectarismo –bien se manifieste a través de un radicalismo moral o ideológico–, la violencia, la baja institucionalización política y la pérdida de prestigio de la élite política las causas que predisponen al Golpe y conducen a los militares a convertirse en el grupo dominante. En cambio, los altos niveles de desarrollo económico, cultural, institucional o democrático son factores que dificultan y previenen que se dé un Golpe. Zimmermann (1979) llegó a proponer un modelo causal de lo que podríamos llamar «factores de proclividad» y de las redes de interacciones que se desarrollan entre ellos. Luttwak (1979), por su parte, entiende que las precondiciones para que se dé un Golpe son el atraso económico, la independencia política y una unidad orgánica; es decir, ni el subdesarrollo o el desarrollo generalizados implican o evitan el Golpe. La situación social y económica ha de ser de tal condición que reduzca la participación política a una pequeña fracción de la población. La independencia supone que no existe una influencia de poderes extranjeros a los que hay que derrotar, pero también que no haya un gran poder que tenga a su servicio a unas fuerzas armadas (FAS) significativas. Por último, el Estado debe tener una política central que permita que el poder se concentre en unas pocas manos, la élite, a las que poder responsabilizar de generar el retraso económico. En cambio, si el poder está difuminado en sofisticadas unidades, las posibilidades de éxito disminuyen. Para Lutttwak, las estructuras de los países más desarrollados son, por lo general, muy resistentes a los golpes, pero aprecia tres factores temporales que pueden debilitar esos sistemas: severas y prolongadas crisis económicas con desempleo e inflación; una larga e infructuosa guerra o una derrota militar o diplomática, y la inestabilidad crónica del sistema de partidos.

Para Finer (1962), en cambio, es el nivel de cultura política del país el que determina los niveles de intervención. Así, en los países con niveles desarrollados de cultura política, los mecanismos de transferencia de poder son ampliamente aprobados, hay un amplio reconocimiento de quién es la autoridad soberana y la sociedad está cohesionada y organizada en asociaciones privadas. El máximo grado de intervención será la legítima influencia: «Las fuerzas armadas pueden tratar de convertir las reglas según su propio punto de vista. Ellos tienen el derecho y el deber de intentarlo. No están en la mejor, pero, sin duda, tampoco en una posición moral peor que cualquier otro departamento de la administración civil» (ibídem: 141). En el otro extremo, en países con niveles poco desarrollados de cultura política, la principal característica es que no hay gente capaz, ni dispuesta, a sostener ideas políticas. Solaún (1969) también cree que el escaso universalismo, la desconfianza, la no secularidad, el personalismo, el nepotismo y el mesianismo son factores que denotan una configuración cultural antidemocrática y favorecen el golpismo. No obstante, O’Kane (1987) no cree que el nivel de cultura política sea el factor determinante; considera que la economía es crucial, pero también la efectividad de los gobiernos. En su opinión, la responsabilidad más importante de un Gobierno es la economía. Los fallos en este ámbito son los que conllevan las acusaciones de incompetencia o corrupción que suelen preceder a los golpes y que se usan para justificarlos. Esto no implica que la tarea de un Gobierno sea solo el desarrollo económico, pero sí que este es el que luego le va a permitir afrontar planes sociales. Además, la pérdida de control de sus economías acarrea a los gobiernos acusaciones de incompetencia y, si existen intensos cleavages sociales, puede añadir un plus de volatilidad a la inestabilidad económica y provocar que los gobiernos reciban incluso acusaciones de corrupción porque se estime que su deficiente gestión no es incompetente, sino intencionada en detrimento de determinados grupos. Pese a todo, O’Kane (1987) insiste mucho en que es difícil hacer generalizaciones al hablar de golpes de Estado, ya que similares efectos económicos pueden generar diferentes golpes y diferentes situaciones económicas pueden provocar idénticos golpes. En definitiva, las influencias económicas están ahí, pero no son efectos determinantes.

Tanto Luttwak (1979) como O’Kane (1987) coinciden, por tanto, en percibir las dificultades económicas severas y sostenidas como un elemento de proclividad a un Golpe de Estado. En cambio, Dix (1994) cree que ni las explicaciones económicas, ni las de bajo nivel de movilización social que tradicionalmente se han usado, y que funcionaron con el índice de intervención militar de Putnam (1967), explican por qué, a partir de la década de los ochenta, en América Latina, con una economía en recesión, un subdesarrollo elevado y una movilización escasa, dejó de haber golpes militares. Dix plantea otras razones a explorar, como el hecho de que las políticas de liberalización económica y privatización de servicios adelgazaran el Estado y con ello dejaran poco espacio de poder a unos militares que son muy estatalistas (Martínez, 2007). Además, las FAS hoy en día ya no están tan aglutinadas en torno a sus mandos como lo estuvieron en el pasado, y en ello tiene mucho que ver el hecho de que los gobiernos están ahora más pendientes de las necesidades de los ejércitos y sus integrantes. Hay, así mismo, un punto de escarmiento político. El haber sido gobernantes y haber tenido que tomar decisiones en otras áreas, les ha provocado demasiados conflictos y la convicción mayoritaria de que es mejor dedicarse a lo suyo y reclamar por ello, que arreglar lo de los demás y no solo no recibir el agradecimiento esperado, sino encima recibir críticas por el fondo y/o las formas. Finalmente, el clima internacional ya no es propicio a los golpes; el contexto de los años sesenta y setenta del siglo pasado facilitó los golpes, pero desde finales de los ochenta la situación ha cambiado (Andrés, 2000 y 2004). Ello no significa, no obstante, que los militares hayan dejado de tener una altísima capacidad de influencia y autonomía (Dix, 1994). Para Finer (1962), es en la determinación de los métodos que las FAS utilizan para llevar a término esos niveles de influencia donde aparece el Golpe de Estado, en concreto, como uno de los tres tipos posibles de método violento con el que conseguir la suplantación del Gobierno: Golpe de Estado, cuartelazo y combinación de ambos (se inicia con un Golpe que culmina en cuartelazo). El Golpe difiere del cuartelazo en que este último tiene un patrón clásico de actuación y requiere mucha preparación previa.

Es lo que Luttwak (1979), cuando enumera los diferentes procedimientos por los que se cambia el liderazgo político de manera ilegal, denomina «pronunciamiento». Pero es precisamente esta enumeración de Luttwak de diferentes modos ilegales de suplantación del Gobierno, en la que participan o no militares, la que nos adentra en un terreno de debates interesantes: ¿es el Golpe de Estado un método de intervención política exclusivo de militares? ¿El Golpe de Estado requiere violencia? ¿Los golpes de Estado obedecen a una ideología concreta? La definición de «Golpe de Estado» del Political Science Dictionary (1973) ya nos resuelve alguno de estos interrogantes, puesto que dice que este es un ataque decisivo al poder del Estado realizado por un grupo político o militar, que ni tiene base popular ni busca la transformación social, aunque puede que realice algunos cambios; sin embargo, sí que busca rápidamente capturar o matar al líder político y controlar los diferentes edificios y ámbitos de poder. Por lo tanto, cuando menos, hay violencia potencial. Pero también la voz del diccionario nos adentra en la justificación, en la necesidad de los golpistas de encontrar legitimación. De ahí que también nos advierta de que utilizan a los medios de comunicación para calmar a la sociedad y ganar adeptos. The Dictionary of World Politics, que circunscribe el Golpe de Estado a una práctica de países del Tercer Mundo, insistirá en los mismos argumentos (Evans y Newnham, 1990). Un Golpe de Estado se caracteriza por: (i) ser llevado a cabo por un grupo pequeño; (ii) capturar al líder y controlar las arterias del poder; (iii) posibilidad de usar la violencia según se defienda el líder –por ello la participación de los militares es esencial, para poder crear ese nivel de violencia, y de ahí que si los militares dan el Golpe este suela ser breve por su alta capacidad de coerción, en cambio, si no se cuenta con ellos y estos defienden al líder, el Golpe puede derivar en guerra civil–; finalmente, (iv) una vez culminado el Golpe, se suele buscar el reconocimiento y una cierta legitimidad. Es decir, los militares no son imprescindibles para dar un Golpe, pero sí se necesita una alta capacidad de violencia que se utilizará, si ello es posible, solo como amenaza e, inmediatamente alcanzado el poder, se buscarán elementos que legitimen la ostentación.

Como afirma Luttwak (1979), el Golpe es una infiltración de un pequeño, pero crítico, segmento del aparato estatal que es utilizado para desplazar al Gobierno del control del resto. Para ello, ni se necesitan masas populares, ni al Ejército, ni tampoco es necesaria una orientación política concreta. Algo que ya advirtió Malaparte (1931) cuando afirmó que las circunstancias favorables a un Golpe no son necesariamente de naturaleza política o social, no dependen de la situación general del país, sino que son condiciones técnicas: «un puñado de hombres dispuestos a todo, adiestrados en la táctica insurreccional, acostumbrados a golpear rápida y duramente, los centros vitales de la organización técnica del Estado». Suele ser habitual, no obstante, que los golpes estén promovidos por una ideología concreta, pero tampoco suele haber problemas en racionalizarla al servicio de ambiciones personales; la ideología puede ser variable dependiente o independiente (Carlton, 1997). «Golpe es la ejecución de una estrategia ilegal para derribar a un Gobierno. La esencia de la estrategia es atacar el corazón de la Administración bajo la amenaza de usar la violencia por parte de un grupo conspiratorio de dentro del aparato estatal» (O’Kane, 1987). Para Marshall y Marshall (2012), el Golpe de Estado es definido como «ataque enérgico a la autoridad ejecutiva por parte de una facción disidente/oposición dentro de gobernantes o élites políticas del país, que se traduce en un cambio sustancial en la jefatura del Ejecutivo y en las políticas del régimen precedente (aunque no necesariamente en la naturaleza de la autoridad del régimen o modo de gobierno)». Si se instala en el poder un Gobierno elegido por los propios conspiradores, el Golpe será satisfactorio. De ahí, la naturaleza que les atribuye Carlton (1997): «como medio para obtener poder, el Golpe es una estrategia de alto riesgo y bajo coste». Esa estrategia tendrá más posibilidades de éxito si obtiene la cooperación de las FAS, la simpatía popular y la indiferencia o, al menos, la no intromisión de la opinión internacional.

Mientras que las técnicas de ejecución de un Golpe pueden ser muy variadas, su ejecución depende según Carlton de tres factores: timing, sequence y panache (el calendario, cómo se desarrolla y el estilo de desarrollo). Los resultados de un Golpe varían tremendamente dependiendo de multitud de circunstancias y, por ello, el impacto en la sociedad difiere según el tipo de Golpe. Así, uno palaciego no tiene un gran efecto en la sociedad y, en cambio, uno militar genera a menudo una serie de repercusiones negativas (ibídem). En todo caso, parece común considerar que el objetivo es el Gobierno «sin aspirar a modificar sustancialmente el régimen político, la organización económica o el sistema social y cultural» (González Calleja, 2003). Solaún (1969) intenta responder a por qué se da un Golpe explicitando, más allá de las causas que pueden predisponer a su desarrollo, cuál es su pretendida justificación y qué argumentos son los argüidos para legitimar su necesidad imperiosa; estos los cifra en doce. Puede que O’Kane (1987) tenga razón y «los motivos detrás de cada Golpe se entremezclen», o bien sean ilimitados (David, 1987). No hay correlaciones y cada Golpe es un mundo, algo que también reconoce Carlton (1997), lo cual no le impide especificar los seis motivos que pueden estar tras un Golpe de manera individualizada o entremezclados.

Cambios y constantes en el concepto de Golpe de Estado

Intentando hacer un balance de lo expuesto y buscando el mínimo común denominador entre Naudé (1639) y la literatura contemporánea, creo que el concepto de Golpe de Estado del primero se condensaría en que se trata de una acción extraordinaria, rápida, breve, violenta, muy eficaz y sorpresiva fuera de toda cobertura legal, que se precipita por una situación previa de alarma y que se justifica por el bien común alcanzado. La definición más moderna de Golpe de Estado que he repasado no negaría ninguno de estos extremos. ¿Dónde reside entonces la diferencia? La diferencia es que Naudé está narrando lo que puede hacer un príncipe absoluto para mantener su statu quo libre de amenazas; aun así, pese a tratarse de la defensa de un poder que proviene de Dios y no del pueblo, le recomienda que haya beneficio global al desarrollar un golpe. En cambio, todos los autores de los siglos xx y xxi que he revisado se refieren a un fenómeno que pasa en democracia y que acaba con ella. Es decir, mientras Naudé inventa el Golpe de Estado como un instrumento extraordinario de poder absolutista con el que mantener el dominio del príncipe frente a las amenazas externas e internas del Estado, el moderno Golpe de Estado no es un acto de defensa o protección del sistema, en este caso de la democracia, es más, es un acto que termina con ella. En otras palabras, hoy se mantienen todas las características definitorias del hecho aportadas por el bibliotecario francés (extraordinario, rápido, sorpresivo, ilegal y justificable); pero no su esencia (es el poder el que se defiende). Frente al Golpe de Estado como protección del poder (absolutista) surge el Golpe de Estado como ataque al poder (democrático). Es decir, lo que algunas veces se ha calificado como «autogolpe de Estado», o incluso otro tipo de actuaciones de los gobiernos tan alejadas de los golpes de Estado como las denominadas «guerras sucias», responderían más y mejor al naudeniano concepto de Golpe de Estado que no el actual Golpe de Estado, que no deja de ser una simple trama conspirativa contra el poder, tan antigua como la existencia misma del poder.

Pero, centrándome en la actual concepción de Golpe de Estado, me atrevo a definirlo como las acciones concatenadas y realizadas en un corto espacio de tiempo (exitosas o no) encaminadas, mediante la amenaza (creíble pero no forzosamente materializada), a remover (o a impedir que se alcance) el poder ejecutivo, por parte de un pequeño grupo con alta capacidad de disuasión que utilizará cauces ilegales –no siempre agresivos, aunque pueden serlo llegado el caso, pero sí que violentan–, que luego tratará de justificar arguyendo la defensa de unos intereses propios a ese grupo que se revisten de colectivos y que vienen a paliar el desastre al que abocaba la acción del Gobierno depuesto. Intentando desmenuzar las condiciones necesarias que componen esta definición aparecen, en primer lugar, los factores de proclividad: unas precondiciones sociales, económicas y políticas que lo hacen más probable. En segundo término, en ese escenario se darán una o más razones, según los golpistas, que actuarán de desencadenante: los factores de explicación. Las razones por las que se da un Golpe son variadísimas y entendemos que pretender determinarlas es un trabajo imposible. Lo que sí es seguro es que siempre habrá una razón de alcance global que servirá para despachar la idea de capricho o de intereses particulares. Esa razón –o razones– vaticinará tal caos que justificará la necesidad imperiosa de frenar una deriva estatal calamitosa para la que las leyes no tienen respuesta. De ahí surge una tercera condición, la imponderable necesidad de actuar en los márgenes de la ley pero en pro de un bien mayor que legitima suficientemente la vulneración legal. Se asumía la ilegalidad de lo acontecido, se buscaba con urgencia demostrar la legitimidad del Golpe –mediante la teoría del mal menor– y se articulaba, con una cierta rapidez, un nuevo marco, normalmente fuera de las reglas y tradiciones de esa sociedad, que legalizara el nuevo poder ejecutivo resultante.

Sin embargo, los golpistas han entendido que esa asunción que hacían de la ilegalidad, por razón de un bien colectivo que lo legitimaba todo, nunca ha sido aceptada: ni por los defensores del poder legítimo depuesto, ni por el sistema político internacional, ni por la historia. Y ahí ha surgido su sofisticación. Hoy lo más frecuente es que todos los golpistas centren sus esfuerzos ya no en legitimar a posteriori su acción –que reconocían ilegal–, sino en demostrar la legalidad de todos y cada uno de los actos que han llevado a término para suplantar al poder ejecutivo. Algo de lo que, por otro lado, ya nos advirtía Malaparte (1931). Con ello, la justificación pasa del final al principio del proceso y se elude la calificación de Golpe, puesto que no se asume la ilegalidad e incluso se rebate a quienes la insinúan. Del Golpe como acto de ilegalidad necesaria y legítima, hemos llegado al Golpe de Estado «con todas las de la ley», a la legalidad forzada. La cuarta condición nos habla de quiénes son los ejecutores: un grupo pequeño, perteneciente a la élite del poder, que desaloja al poder ejecutivo; algo que será complejo al intentar operacionalizar la condición. Aquí también se está produciendo un cambio en el destinatario del Golpe y lo que antes era la norma ha pasado a ser la excepción, y al contrario. Es decir, lo habitual han sido golpes para echar al poder ejecutivo y, lo anodino, golpes para evitar que quien había ganado unas elecciones pudiese desempeñar el poder. De nuevo la sofisticación ha actuado y el golpista ha comprendido que resulta mucho más fácil asumir socialmente que alguien no llegue al poder que suplantar a un presidente o un primer ministro. Los futuribles no son tangibles. Pero es que, además, se ha entendido que los golpistas eran un pequeño grupo de la élite del país que se removía frente a la elite gobernante; sin embargo, en un mundo cada vez más globalizado y con las economías más conectadas –aunque no así los poderes ejecutivos que siguen todavía en dinámicas estatales–, también puede ocurrir que sea un pequeño grupo, pero de una élite externa al Estado, el que desarrolle la actividad golpista necesaria para echar al poder ejecutivo existente o para conseguir que alguien, con posibilidad cierta de llegar, no llegue al poder. Se trataría, por tanto, de un Golpe desde el exterior y un Golpe de anticipación.

La quinta condición no ha cambiado. Se refiere a la excepcionalidad y vertiginosidad del golpe. Parte de su eficacia reside en que se trata de un acto rápido, breve y certero, ya que apunta a centros neurálgicos, lo que le permite muchísima eficacia en sus propósitos con muy pocos efectivos, sin dar lugar a una réplica inmediata de los afectados cogidos por sorpresa. La presencia militar en este grupo no es obligada pero tampoco es extraña; y lo que no suele ser frecuente es un Golpe exclusivamente militar, sin trama civil. La sexta y última característica es la violencia. Más que violencia física –que es la tradicionalmente usada y está cada vez más en desuso por el alto nivel de rechazo interno y externo que provoca–, se ejerce un altísimo, e ilegal, nivel de amenaza materializable, sostenido, si fuera necesario, con violencia física. En todo caso, estamos más allá de la presión, estamos fuera de la ley y en escenarios y ante actores con una elevada capacidad de violencia que antaño se demostraba por si acaso, y que ahora se prefiere mantener latente. En definitiva, el Golpe es una acción que violenta a quien la recibe; pero a quien la emite puede bastarle con la amenaza de un perjuicio todavía mayor que el abandono del poder, y con ello no tener que recurrir a la violencia física de la que, por descontado, es capaz, pero que prefiere evitar porque esta enturbiaría la aspiración de legalidad.

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