Por José Miguel Vivanco* | EM.-

Simpatizantes del opositor venezolano Leopoldo López, durante una marcha de protesta en las calles de Caracas (CORBIS).

Uno podría preguntarse por qué, en un país como Venezuela, con instituciones democráticas abyectas, la mirada internacional está puesta en las elecciones legislativas. No se trata simplemente de un plebiscito sobre la popularidad del presidente Nicolás Maduro o del chavismo. Lo que está en juego es la posibilidad de revertir el gravísimo deterioro en materia de derechos humanos, estado de derecho e institucionalidad democrática que se ha ido agudizando en los últimos años. Desde el 2004, cuando el ex presidente Hugo Chávez y sus aliados en la Asamblea Nacional coparon políticamente el Tribunal Supremo de Justicia-aumentando de 20 a 32 sus magistrados con un grupo de incondicionales- la falta de independencia judicial ha sido una premisa esencial del sistema para avalar sus abusos y buscar consolidarse.

Durante el Gobierno de Maduro, las autoridades venezolanas han detenido de manera arbitraria a líderes de la oposición, que luego fueron procesados y condenados con violación al debido proceso, sin evidencias, y por motivaciones políticas. Varios fueron convenientemente inhabilitados para postularse a cargos públicos en estas elecciones legislativas. El Gobierno también ha acosado a defensores de derechos humanos y perseguido a periodistas y directivos de los pocos medios independientes que aún quedan, como ‘El Nacional’, ‘Tal Cual’ y ‘La Patilla’. Las fuerzas de seguridad han detenido arbitrariamente, golpeado y torturado a manifestantes en su gran mayoría pacíficos, y no han rendido cuentas por estos hechos. No sorprende, entonces, que el Gobierno se haya negado a colaborar con organismos internacionales de defensa de los derechos humanos. Durante más de una década, ha prohibido que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y relatores especiales de la ONU visitaran Venezuela. Se retiró del principal tratado de derechos humanos de la región en 2012, y privó así a sus víctimas de acudir a la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Consistente con lo anterior, Venezuela cuenta con uno de los peores récords de votación en el Consejo de Derechos Humanos, amparando a las peores dictaduras, y ha promovido una política exterior que protege a los gobiernos ideológicamente afines sobre la base de la no injerencia y el arcaico concepto de soberanía nacional. Es imposible revertir el profundo daño causado a las instituciones democráticas venezolanas en una década y media de chavismo de la noche a la mañana. Sin embargo, las elecciones legislativas podrían ser una oportunidad para comenzar a hacerlo. Si la oposición ganase 84 escaños de un total de 167, obtendría una mayoría simple que le permitiría la aprobación de legislación ordinaria. Si ganasen 101 escaños, en cambio, podrían derogar leyes habilitantes otorgadas al presidente para legislar por decreto, una práctica habitual en Venezuela. Y si ganasen 112 escaños, tendrían una súper mayoría que les permitiría modificar leyes orgánicas -como la desastrosa ley de 2004 que facilitó el copamiento político del Tribunal Supremo-, reformar la Constitución y nombrar al fiscal General, al Defensor del Pueblo, y a miembros del Consejo Nacional Electoral (CNE). En un país donde la concentración de poder es total y no existen frenos y contrapesos que prevengan o sancionen los abusos del ejecutivo, es clave que los ciudadanos puedan votar sin miedo. Debido a la grotesca desigualdad en la campaña electoral, la intimidación contra la oposición, la falta de independencia del CNE y la ausencia de una genuina observación internacional de las elecciones, es muy importante verificar en el terreno con qué libertad votan los venezolanos. Asimismo, será clave observar qué ocurre después de las elecciones. El respeto de la voluntad popular supone no sólo la ausencia de fraude, sino que no se desvirtúe el rol constitucional de la Asamblea Nacional. Esto podría darse, por ejemplo, con una ley habilitante adoptada por la actual Asamblea, de mayoría oficialista, hipotecando las funciones del próximo Congreso al permitirle a Maduro «legislar» por decreto a partir de 2016. El Tribunal Supremo, que responde al Gobierno, podría también anular aquellas leyes que no le gusten adoptadas por un Congreso con mayoría de oposición. El Gobierno venezolano está cada vez más aislado y desprestigiado, con menos espacio a nivel internacional para seguir violando sus obligaciones democráticas y de derechos humanos. Son muy pocos los que lo defienden. Al contrario, han surgido voces como la del secretario general de la OEA, Luis Almagro, quien criticó valientemente la situación en Venezuela invocando principios jurídicos colectivos, hasta ahora olvidados en esta región. Almagro le está restituyendo a la OEA la credibilidad que había perdido, y podría transformarla en un importante actor para asegurar que se respete la voluntad popular después de las elecciones y apoyar el restablecimiento de la institucionalidad democrática en Venezuela.

* José Miguel Vivanco es director Ejecutivo de la división Américas de Human Rights Watch.

Share