Por José Leopoldo Decamilli.-

Cuando se examina el código genético de esa singular casta de revolucionarios marxistas que pululan por Hispanoamérica se constata -si no una total identidad de comportamiento- sí una sorprendente similitud. Todos ellos abrigan la convicción de que han sido elegidos para implantar la felicidad en las comunidades humanas de nuestro planeta. Curiosamente, en esta vocación de perpetuidad en el mando, coinciden con todos los dictadores de derecha (Somoza, Strossner, Pinochet). Los feligreses de los movimientos de la izquierda revolucionaria arguyen sin embargo que existe una diferencia fundamental, que reside en la nobleza de sus fines. Una argumentación puramente retórica -como bien se sabe- ya que en la práctica los pretendidos ascetas del poder revolucionario han demostrado asazmente que su voracidad de consumo personal de los bienes materiales es idéntica a la de sus congéneres de la derecha.

Nicaragua es una de las naciones hermanas de Hispanoamérica en la que se representa la misma disparatada comedia. A los aciagos anos de la dictadura somocista -que justificaba su poder omnipotente con la garantía de la paz social y de una pobreza controlada- y después de una guerra civil que ensombrece el maravilloso paisaje de ese país con un bosque de cruces, sigue una etapa en la que parecía que el país había encontrado el cauce democrático para una convivencia pacífica y libre. Por desgracia no fue así. Enarbolando utopías revolucionarias carcomidas por el tiempo, algunos veteranos de la revolución sandinista reivindicaron para sí, veladamente, el derecho de perpetuarse en el poder para garantizar „el bien del pueblo“. Sabemos lo que eso realmente significa: la imposición de un orden que asegure la docilidad de los miembros de la sociedad para permitir a los gobernantes el tranquilo usufructo de los bienes comunes.

En las “elecciones” que tendrán lugar en noviembre todo está preparado para asegurar una vez más el triunfo del veterano sandinista Daniel Ortega. Las instituciones supremas del Estado están a su servicio e impiden toda oposición real. El Consejo Supremo Electoral arma y desarma el panorama electoral a su gusto y placer. Se anula la candidatura de los dirigentes de la oposición, se expulsa a diputados del parlamento (¡28 en total!), se impide la presencia de observadores internacionales… Es comprensible que, en tales condiciones, la Coalición Nacional por la Democracia haya desistido a participar en un evento político que debe calificarse lisa y llanamente como una farsa electoral.

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