Por Guillaume Faye (Minuto Digital).-

Los países son como un organismo: nacimiento y niñez, adolescencia y juventud, edad madura, vejez y muerte. Cuatro fases, siempre, como las estaciones. Esto vale para los individuos, los pueblos, las civilizaciones, y también para todas las organizaciones.

Francia nació progresivamente durante la alta Edad Media sobre las ruinas de la Galia romana, las invasiones germánicas y el primer cristianismo. Primer rey mítico franco: Clovis, consul romanus, pagano converso, de nombre verdadero Chlodoveigh. Pero las raíces de Francia son mucho más antiguas que las de su Estado franco naciente. Comenzando sus Memorias, De Gaulle escribe: “Francia viene del fondo de los siglos, Francia vive”. El problema es que hoy, bajo sus sucesores, puede morir. La fórmula de De Gaulle significa que el sustrato humano, antropológico de Francia no había cambiado mucho en el curso de los siglos. Muchos otros países europeos están en la misma situación.

1. Francia cambia de rostro. ¿Desfiguración?

Francia puede morir progresivamente al inicio del siglo XXI, y lo puede hacer mucho más rápido de lo que tardó en nacer. Hay que restablecer una verdad incesantemente escarnecida: el territorio francés de las Galias no conoció hasta la mitad del siglo XX ninguna inmigración de importancia y las únicas inmigraciones provenían de poblaciones europeas emparentadas. Siempre se había preservado una homogeneidad étnica. Ahora la ruptura se ha producido, como en otras partes de Europa occidental durante las décadas catastróficas de los 60 y los 70, cuando comenzó un flujo migratorio ininterrumpido y masivo (algo nunca visto en la historia desde hacía milenios) junto con un descenso dramático de la natalidad de los franceses y europeos de pura cepa. Esa inmigración trajo consigo el milenario islam, totalmente incompatible con la civilización europea y en conflicto con ella desde el siglo VII. Frente a ese fenómeno invasor, las élites francesas y europeas no sólo se han mostrado pasivos, sino que lo han favorecido. Las élites europeas colaboran con la invasión. Esto es absolutamente incomprensible para un chino, un japonés, incluso un africano.

Vean las películas y las fotos de la Francia de los años 60. El paisaje humano ha cambiado. Y el proceso está en sus inicios. Un fotógrafo amigo mío ha hecho una broma: ha montado una exposición sobre la vida diaria en África ecuatorial y en el Magreb. En realidad, las fotos fueron tomadas en la región parisina.

En numerosas zonas ya no se trata de “minorías” sino de una mayoría. Si nada cambia, demográficamente, serán los franceses autóctonos (es decir de origen europeo) los que pueden convertirse en minoritarios. Ya lo estamos viendo: con el fracaso de la integración, son los autóctonos los que deben adaptarse, Eso se va a agravar. Los síntomas clínicos de la desaparición de la identidad francesa europea, es decir de la misma Francia, ya están presentes.

Asistimos al empequeñecimiento del sustrato humano de los franceses de pura cepa, de aquellos que se sienten étnica, histórica y afectivamente franceses y europeos. El sistema educativo ya no enseña la historia del país como hacía antaño la “educación republicana”. Está en acción un movimiento general de “desfrancización”, tanto étnico como cultural. Los que protestan contra la americanización se equivocan totalmente. El problema real es la sumisión a las culturas de los nuevos inmigrantes, musulmanes, africanos…

Salvo excepciones y minorías, no se ve ninguna señal de integración a la nación francesa entre las masas de los jóvenes de las nuevas poblaciones inmigradas. Por el contrario, se nota un rechazo masivo, asociado a una secesión, a un principio de reacciones insurreccionales, bajo todos los pretextos. El islam es el principal carburante de este fenómeno. Se trata de un proceso de destrucción viral del organismo, desde el interior antes que del exterior. No hay integración ni asimilación, luego no hay aculturación de las minorías a la mayoría, ya que esas minorías se están convirtiendo en mayorías, y son más jóvenes que los autóctonos. Son éstos últimos los que se aculturan. Es el movimiento inverso el que tiene lugar. Los que se quieren integrar y se sienten franceses no representan más que una minoría, apenas el 5%. Los demás: los indiferentes (asiáticos y otros, inmigración económica) y los hostiles, que son una gran mayoría, para los cuales el islam es el motor central de la revancha y la conquista.

La nueva Francia, Franciarabia, ¿será una simple prolongación del mundo arabomusulmán al término de un proceso invasivo por abajo? El cambio de idioma, de religión, de cultura está en marcha y las élites se tapan los ojos. La verdad es demasiado simple para ser entendida por el espíritu intelectual que prefiere la complicación de la escolástica y su sabia organización de mentiras y de errores. El intelectual es incapaz de adivinar el futuro. Además, una ideología presentista, que niega el enraizamiento, es incapaz de prever el futuro.

2. Etnopolítica e idea de la Nación

Esto concierne a Francia, pero más ampliamente al conjunto de nuestros primos europeos. Un país está hecho de hombres y no de ideas. La causa principal de la muerte probable de Francia es la inmigración masiva de poblamiento de personas extraeuropeas que es como un cambio, un reemplazo de población, como consecuencia de las implacables leyes demográficas. La mayoría de estos inmigrantes, de fecha reciente o de dos o tres generaciones, no se siente para nada francesa y no le importa absolutamente nada Francia. Siguen vinculados a su patria de origen. Asistimos objetivamente a un proceso de invasión “por abajo”. Nada de eso se ha producido nunca con los inmigrantes que han poblado a los EEUU: adoptaban espontáneamente un patriotismo norteamericano, superando sus antiguos orígenes. Todos eran de filiación europea. El “melting pot” norteamericano se limitaba al principio al origen europeo de los inmigrantes. Eso nunca funcionó con otros inmigrantes de origen no europeo.

Defiendo la tesis de la etnopolítica, según la cual la identidad, la personalidad, la esencia de un pueblo, de una nación, de un país, dependen de una base humana y étnica. Las instituciones, la economía, la cultura, las mentalidades son el fruto directo de las raíces. Si estas son cortadas, arrancadas, modificadas, el país desaparece objetivamente, aunque conserve el nombre. Un país vive siempre, aunque no sea políticamente independiente: siempre puede recuperar su soberanía o recuperarse de una ocupación militar. Miremos el ejemplo de Polonia, durante largo tiempo absorbida por el Imperio Ruso, después brevemente incorporado al Tercer Reich, y después parte del protectorado soviético. En cambio, un país desaparece si su sustrato étnico, es decir antropológico y cultural es trastocado. Eso es lo que nos está pasando. Es por eso que la demografía es, de entre todas las ciencias humanas, la más importante.

No es de la Unión Europea supranacional, que restringe y carcome su soberanía, que Francia puede morir, sino de la transformación étnica de su población, es decir a la vez en los terrenos antropológicos, culturales y religiosos. Quizás siempre se llame Francia, pero ya no será más que un envoltorio, una Francia simulada. Como una botella que lleva la etiqueta “burdeos” pero contiene otro tipo de vino.

No son las crisis económicas ni las derrotas militares que derriban a un país, sino el debilitamiento y la fragmentación de su germen, de su columna vertebral antropológica. O sea las raíces del árbol. ¿Nos imaginamos un Japón poblado a 50% de africanos “niponizados”? Incluso Israel está más amenazado por el crecimiento de los árabes en su territorio que por un peligro militar. Esto vale para todos los países.

Una Francia que no sólo estaría masivamente islamizada, sino que además una parte creciente de la población no fuera de estirpe europea, simplemente ya no sería Francia. ¡Ni siquiera sería su heredera! Al igual que el Egipto actual no es heredera de las de los faraones, ni el Perú de hoy es el heredero del de los incas.

3. La impostura de la ideología republicana francesa

El gran error de la ideología republicana, compartida por todos los partidos, ha sido creer que la esencia de Francia (o de cualquier otro país) es intelectual, es decir únicamente fundada en la adhesión a unas ideas, a unos valores, a un proyecto. Esto sólo es verdad en parte. La esencia de un país es ante todo su cohesión “física”, “carnal”, es decir el parentesco étnico que es una cosa concreta y no una abstracción. Aristóteles hablaba de philia (amistad intraétnica de los ciudadanos de un mismo origen) indispensable a la existencia estable de una polis. De Gaulle, de manera muy contraria a la ideología republicana oficial, explicó en su día el fondo de su pensamiento: “Francia es un país de raza blanca, de religión cristiana y de cultura grecorromana y no puede acoger más que pequeñas minorías de otros orígenes.” Esta posición de sentido común es hoy rechazada por todos los “republicanos”, incluidos los pseudo gaullistas de la UMP, para quienes Francia es un “melting pot” (un crisol) que debería ser milagrosamente cimentado con la idea casi metafísica de República. Este concepto es peligrosamente idealista y nunca funcionará.

En un artículo de Le Figaro, “La República contra la Nación”, Jean Raspail explicaba que la ideología republicana francesa estaba en conflicto con la idea nacional en el sentido étnico, por su universalismo desatado. Preveía que al final habrá una guerra civil étnica, que consideraba perdida de antemano (lo que no es mi opinión, como veremos más adelante). La República se impone como una ideología (cuando sólo debiera representar una forma de gobierno) contra la patria y Francia. Esta abstracción no es sostenible.

Como admirador de Aristóteles que soy, no me opongo, claro está, a la república como forma de gobierno ni a la democracia como principio, pero sí a la ideología republicana francesa que desvía el sentimiento popular de la etnicidad, fundamento de la democracia. Al desviar la idea de república, el republicanismo actual se acerca a la ideología soviética que consideraba a los hombres como ladrillos indiferenciados, provenientes de todos los orígenes pero federados por el dogma marxista-leninista del materialismo dialéctico.

Nacida en una época en la que no había inmigración de poblamiento, la ideología republicana podía repetir gratuitamente todos los eslóganes más estúpidos: “Todos los hombres tienen dos patrias: la suya y Francia”. O bien adherir a la idea idiota de Renan: Francia como una idea, como un proyecto opuesto a Alemania, basada ésta sobre la etnicidad. En realidad, todas las naciones, todos los pueblos, todos los países, aunque lo nieguen por ideología, tienen como fundamento la etnicidad, sobre el parentesco étnico. De otra manera, la cosa acaba por explotar.

Además, esta ideología republicana o seudo republicana no mantiene la soberanía del Estado defensor, sino solamente su peso como Estado providencia (o Estado del bienestar), protector en primer lugar de los extranjeros, incluidos los clandestinos e ilegales. Lo sorprendente, desde los años 80, y que es una señal inquietante de la descomposición de Francia (como en los momentos de la caída del Imperio Romano) es el debilitamiento del Estado, en todos los terrenos que son prerrogativas del Estado: laxismo judicial, fuerzas del orden paralizadas, impotencia creciente frente a la criminalidad, legislación ya sea impuesta por Bruselas, ya sea redundante, inextricable, inaplicable, retrocesos constantes frente a las corporaciones sindicales y otras, impotencia completa frente a la inmigración clandestina, ausencia total de control de las fronteras, etc… En definitiva, el declive de la autoridad pública. Pero paradójicamente, este Estado impotente en el terreno de sus funciones exclusivas demuestra ser un paquidermo invasor en los terrenos reglamentario, burocrático y fiscal. Eso es exactamente lo que ocurrió en el siglo IV. El Estado romano brillaba con los últimos fuegos de su grandeza antes de derrumbarse estrepitosamente.

4. El mal fontanero y el mal médico

El problema principal, tanto francés como europeo (sin incluir a Rusia) es la mediocridad general de la clase política, tantos los representantes como los gobernantes, salvo excepciones, muy acentuada desde la muerte de Georges Pompidou. Globalmente, no se preocupan de la cuestión fundamental, atronadora, de la colonización migratoria y la islamización que nade detiene y que nadie trata de resolver más que con “remedios de la abuela”, sin dejar de mentir descaradamente al pueblo autóctono, todavía mayoritario (por ahora) sobre lo que le espera. El mal fontanero propone, no de cortar el agua para arreglar la fuga, y después solucionar la inundación, sino de hacer unas chapuzas con los tubos y utilizar la bayeta. El mal médico teme revelar a su paciente la amplitud de su mal. Si lo ignora, le prescribe medicamentos caros pero inoperantes, o bien niega el mal y le prescribe ansiolíticos para calmar temporalmente sus dolores. El problema central sigue sin resolverse. La agravación del mal es ineluctable. La clase política es así: no piensa más que a muy corto plazo. La idea de “patria” queda muy lejos de sus preocupaciones. La patria es a la vez torpedeada por la ideología dominante y paralizada por sus ventajas económicas, la “corrupción legal”. Pero aún: aunque esté todavía apegada a la idea de Francia, no la entiende más que en un sentido limitado, intelectual y no entrañable, de manera abstracta y no concreta.

Al margen de toda polémica, hay que reconocer que De Gaulle (único oponente de derecha desde 1940 al Tercer Reich mientras que los colaboradores de Vichy provenían de la izquierda en un 80%) defendió una visión etnicista de Francia. Es por eso que quiso la descolonización y la independencia de Argelia. De Gaulle consideraba que la convivencia entre europeos y musulmanes era imposible y se oponía a toda inmigración norteafricana hacia Francia. Evidentemente no se imaginó nunca lo que ocurriría después de él. Hoy, el FN, que parece acercarse del gaullismo después de haberlo combatido durante mucho tiempo, se acuerda de unas de las bases fundamentales del gaullismo: la identidad étnica, llamada “nacional”, que tiene exactamente el mismo origen etimológico.

5. Dirigentes asustados o cínicos

Los dirigentes políticos, periodísticos, intelectuales, económicos, hacen como si nada estuviera ocurriendo. El nivel del agua sube en el Titanic, pero se reacciona como si nada grave estuviese ocurriendo. La orquesta sigue tocando. ¡Champaña! Siempre se prefiere el corto término al porvenir. El falso optimismo (“no, no, no estamos hundiéndonos, todo va bien, vamos a salir de ésta por la integración republicana”) compite con la mentira de los cobardes y los idiotas útiles (“la inmigración, una oportunidad para Francia”) y al cinismo de aquellos que quieren claramente la desaparición de Francia (y de Europa) en su identidad histórica porque están motivados por un sentimiento turbio, a la vez masoquista, lleno de odio y xenófilo.

Señalemos los razonamientos sesgados de las élites, basados en la negación de la realidad y sobre diagnósticos falsificados:

1. La inmigración de poblamiento o bien no es tal, o bien constituye una oportunidad y una ventaja. En cuanto al islam, éste sería un enriquecimiento, y el islamismo, un fenómeno limitado y bajo control.

2. Gracias a la “integración” o a la “convivencia” sin integración, la nueva Francia será más rica en su “diversidad” (palabra fetiche). ¿Por qué esta falsificación de la realidad por las élites?

a) A causa de la ideología humanitarista, antirracista, antietnista (sólo para los europeos) y de una visión falsificada de la nación por un republicanismo delirante que escarnece los intereses y la opinión del pueblo autóctono. Este último es despreciado y acusado de dejarse halagar por los “populismos”. Una desagradable contradicción aparece aquí: más allá de un cierto umbral, si esto sigue así, en el transcurso de este siglo la Francia multicolor y en vía de islamización no será para nada una república democrática, pero se parecerá al Líbano, al Magreb y a sus regímenes.

b) El miedo, para los políticos, de las nuevas poblaciones, juzgadas peligrosas sin que se atrevan a decirlo abiertamente, miedo acompañado de reflejos electoralistas.

c) La necesidad de tranquilizarse, de cegarse a sí mismo, de mentirse a sí mismo

d) El terrible espíritu colaboracionista de sumisión que es desgraciadamente recurrente en la historia de Francia.

6. ¿Carrera hacia el abismo o simple enfermedad?

Por supuesto, Francia tiene todavía enormes posibilidades: dinamismo de los emprendedores (a pesar de una fiscalidad delirante), éxito de las multinacionales (que crean, sobre todo, empleo en el extranjero), alto nivel de formación, riqueza del patrimonio. ¿Pero acaso no se trata de restos de nuestra pasada grandeza? ¿Algunos árboles vivos no esconde acaso un bosque que se está muriendo?

La situación económica y financiera catastrófica de Francia, provocada por la gestión socialista, agrava todavía más las cosas. Mencionemos por ejemplo la fuga de cerebros, los jóvenes diplomados autóctonos reemplazados por analfabetos llegados de fuera: las fuerzas vivas que emigran y otras “fuerzas” que inmigran… El estado de la enseñanza nacional tampoco prepara un porvenir sonriente para las generaciones futuras. Francia tiene todavía recursos (investigación científica, sectores competitivos, etc), pero todo esto se está erosionando. Como un hermoso cuadro que no es restaurado y pierde su brillo poco a poco. Sin embargo, una crisis económica explosiva podría tener un efecto imprevisto positivo, revolucionario, que podría darle vueltas a la situación. Como ya lo he dicho en un artículo precedente, la cuenta atrás de acontecimientos insurreccionales muy graves probablemente ya ha comenzado, preludio de una posible guerra civil étnica. Esta última, aparejada a una depresión económica, puede inaugurar un ciclo revolucionario del cual todo puede salir.

Las nuevas poblaciones no quieren saber nada de Francia ni de su historia. Con la complicidad y/o la ceguera de una parte de las élites, la colonización de poblamiento y la gran sustitución ya están avanzadas. La matemática demográfica ya está en camino, implacable. Se puede integrar minorías, es decir, absorberlas, pero no a masas que se convierten poco a poco en mayoritarias en zonas cada vez más numerosas y que imponen objetivamente sus costumbres. Los cambios de idioma, de religión, de cultura, están en marcha. La historia ofrece muchos ejemplos de esto. ¿Por qué Francia y Europa escaparían a esa deriva? Los que nos cuenta, tanto desde la izquierda como de la derecha, que la integración funciona o debe absolutamente funcionar son unos miopes o unos mentirosos. Al contrario, lo que funciona es la separación y el odio de Francia (lo mismo para nuestros vecinos). Todos los acontecimientos recientes lo demuestran. Errare humanum est, act perseverare diabolicum, equivocarse es humano, pero perseverar en el error es diabólico.

El islam es un factor relacionado y agravante. Contrariamente a la mentira de Estado, el islam no ha sido nunca parte de la historia de Francia. Incluso es lo contrario por esencia, antes y después de 1789. La hostilidad del islam a los valores europeos, ya sean cristianos o laicos, es un hecho histórico constante y estructurante. La voluntad universalista del islam de conquista (y de revancha) es una constatación objetiva. La criminalización de “la islamofobia” por la jurisprudencia es una clara señal de sumisión (y de permiso) enviada a los agentes de la islamización en Francia. Cuando los musulmanes hacen sus oraciones en plena calle, eso quiere decir, muy claramente: ahí donde están los musulmanes, ésa es tierra de islam. Cuando reafirmamos la identidad nacional, somos acusados de racismo. La palabra “islamofobia” se ha convertido en un medio de asimilar toda crítica del islam al racismo. En cambio, nadie habla de cristianofobia.

La catástrofe militar de 1940, que no ha sido la primera en la larga y pesada historia del país, fue una picadura de avispa en comparación de lo que nos está ocurriendo actualmente, es decir, la destrucción progresiva de nuestras raíces y de nuestra identidad francesa y europea, de manera quizás irreversible. El ejemplo de Japón es elocuente: aplastado en 1945, como nunca ningún país lo fue, único en haber padecido en la historia el fuego nuclear, el Imperio del Sol Naciente se ha levantado y persiste. ¿Por qué? Porque se ha protegido de toda inmigración extranjera, porque sus valores ancestrales, históricos, espirituales, nacionales y étnicos, han prevalecido y eso a pesar de la sociedad de consumo y del materialismo. Japón ha hallado en su alma ancestral la fuerza de seguir siendo él mismo, ha tenido la inteligencia de no compensar erróneamente su desnatalidad con una inmigración extranjera que hubiera desnaturalizado su sustancia, su germen. El ejemplo del Japón invalida el argumento repetido según el cual las sociedades “cerradas” serían improductivas. Al contrario, son las sociedades demasiado abiertas quienes lo son, ya que están amenazadas de explosión. Los japoneses han tenido la lúcida inteligencia de comprender que a pesar de su desnatalidad, la inmigración no era la buena solución. Manifiestamente, los japoneses han sido más inteligentes que nosotros.

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