Por Álvaro Vargas Llosa.-

La oposición venezolana ha convocado una marcha masiva para el 1 de septiembre, a fin de forzar al gobierno de Nicolás Maduro a desbloquear el proceso que debería conducir al referéndum revocatorio este año.

Esta marcha, convocada dentro de la legalidad y en espíritu pacífico con la intención de que se cumpla la Constitución del propio chavismo, que consagra la consulta como mecanismo para revocar al presidente, es un salto cualitativo para los que resisten contra la dictadura. Recordemos que hace dos años y medio tres líderes prominentes -Leopoldo López, María Corina Machado y Antonio Ledezma- proclamaron una iniciativa a la que llamaron “La salida”, basada en la resistencia civil. Enfrentaron el escepticismo de muchos miembros de la Mesa de la Unidad Democrática, que los veían como ambiciosos adversarios con pretensiones de apoderarse del movimiento y mediocres estrategas que querían llevar la lucha a un territorio en el que el gobierno se movía como pez en el agua. El propio Henrique Capriles, a quien Maduro había vencido en unas elecciones presidenciales plagadas de indicios de fraude, se distanció de ellos.

A pesar de esta división y de la respuesta feroz del régimen, los venezolanos se lanzaron a las calles. En esa respuesta ciudadana se destacaron especialmente los jóvenes estudiantes. La chispa se encendió primero en Táchira, en la localidad de San Cristóbal, y luego prendió en todo el país, donde, haciéndose eco de grandes gestas cívicas contra gobiernos dictatoriales, un sinnúmero de venezolanos desesperados hicieron saber al gobierno y al mundo que estaban hartos de tanto sufrimiento y humillación.

El resultado, tras la arremetida violenta del Estado, fueron 43 muertos, más de 400 heridos y casi dos mil detenidos. Desde entonces han pasado muchas cosas que se resumen en una: un descenso acelerado del país hacia el infierno y una abrumadora repulsa ciudadana contra el régimen, incluidos millones de personas que tuvieron simpatía por el chavismo. Ciertos símbolos de aquella represión, como el de Leopoldo López confinado en el ergástulo chavista, nos recuerdan cada día que algo importante cambió en esas jornadas de protesta. Se le perdió el miedo a la dictadura dentro del país, prueba de lo cual fue la aplastante victoria opositora en las elecciones legislativas de diciembre pasado. También se le perdió el miedo en el exterior: los complejos que llevaban a tantas instancias internacionales a desentenderse (cuando no a hacerse cómplices) de la situación mudaron en una actitud crítica y más vigilante por parte de la comunidad internacional.

La marcha que han convocado los opositores al régimen, aunque no lo admitiría nunca la MUD y aunque no haga falta decirlo, es una continuidad de aquella convocatoria a la resistencia civil que hicieron López, Machado y Ledezma. Ha quedado demostrado que no hay más alternativa que la empleada en todas las grandes gestas cívicas que lograron devolver la libertad -o la independencia- a sus países: movilizarse usando todas las armas de la legalidad y la moral pública para presionar a las autoridades a ceder el paso a la democracia y el estado de derecho. De otro modo, no lo harán nunca.

Por tanto, es importante que aquellas instancias nacionales e internacionales que no entendieron en su día por qué “La salida” era una opción legítima y en cierta forma inevitable comprendan ahora que no hay más remedio, aun con los costos potenciales que algo así tiene, que salir a las calles contra Maduro, en actitud pacífica pero resuelta, a exigir que se ponga en marcha la segunda fase del proceso revocatorio. Cualquier otra consideración es renunciar a toda posibilidad de cambio o dejar en manos de la Providencia la posibilidad de que a Maduro lo inhabilite una enfermedad, o esperar a que a algún militarote chavista se le ocurra darle un golpe para hacerse fuerte él mismo.

La salida sólo puede ser democrática y para ello, en teoría, hay dos mecanismos. Uno es la negociación de buena fe. El gobierno, que acaba de ratificar la condena contra Leopoldo López a casi 14 años de cárcel, a pesar de que el fiscal admitió que se usaron pruebas falsas contra él y que ha utilizado el Supremo Tribunal de Justicia para anular las decisiones tomadas en siete sesiones de la Asamblea Nacional en abril y mayo pasados, ha demostrado hasta la saciedad que no negociará nada importante. Lo que queda, es la otra vía: la resistencia civil hasta que el gobierno, como tantos otros que decían lo mismo, acabe aceptando lo que dice ahora que nunca aceptará.

Felizmente, cada vez más instancias internacionales lo ven así de claro también. El secretario general de la OEA, Luis Almagro, que ha tomado un admirable liderazgo en la denuncia de los atropellos a la libertad y los abusos contra los derechos humanos en Venezuela, ha llamado “el fin de la democracia” a la ratificación de las condenas contra los presos políticos. Quince gobiernos del hemisferio occidental que pertenecen a la OEA han exigido a Maduro que permita la realización del referéndum revocatorio este mismo año. Los gobiernos y parlamentos que reciben con frecuencia a los familiares de los presos ya no tienen el pudor de antaño a la hora de proclamar la necesidad de que Venezuela transite a la democracia.

El error de los tres presidentes que han intentado llevar las cosas por la vía de una negociación -Rodríguez Zapatero (España), Leonel Fernández (República Dominicana) y Martín Torrijos (Panamá)- es no haber entendido que tenían sus tiempos invertidos. Se negocia cuando las partes quieren negociar, o porque lo ven deseable o porque no tienen más remedio (como negociaron las Farc, por ejemplo, cuando el Estado colombiano las forzó, asestándoles duras derrotas, a acudir la mesa de diálogo en Oslo, primero, y La Habana después). Ojalá que en algún momento la debilidad de Maduro y compañía los lleve a negociar la transición. En ese momento serán muy necesarios mediadores con tiempo libre. Pero hay una condición previa que no se ha cumplido: el deseo o la necesidad por ambas partes de pactar la salida.

Hasta que ese clima psicológico surja, no hay otra opción que ejercer la máxima presión sobre Caracas, interna y externamente.

¿Qué más tiene que suceder para que esto se entienda? Hemos visto a casi 400 mil venezolanos cruzar la (reabierta) frontera con Colombia en pos de comida y medicina; hay cada vez más venezolanos que buscan salvarse cruzando la frontera con Guyana, el segundo país más pobre del Caricom; ya hay informaciones acerca de venezolanos muertos tratando de llegar en balsa a la isla de Aruba. Para no hablar de que se está enterrando a los muertos con ataúdes de cartón en vista de la ausencia de madera. Los carteles mostrados por venezolanos de a pie hablando de “hambre” que han dado la vuelta al mundo lo dicen todo. No me quito de la cabeza que cuando yo era muchacho, mis parientes emigrados a Venezuela eran recibidos con oídos impacientes cada vez que volvían a visitar a la familia y contaban cómo era ese país superior…

A medida que las cosas se han agravado, mayor ha sido la represión y la militarización, síntoma inequívoco de que el chavismo ha optado por la huida hacia adelante. No contentos con tener más de la mitad de los ministerios, y controlar PDVSA y un banco, los militares ahora han tomado también a su cargo la economía. Maduro ha otorgado poderes extraordinarios a Vladimir Padrino López, el ministro de Defensa, y lo ha puesto a cargo de la distribución de alimentos. Al mismo tiempo, la ofensiva contra los civiles ha arreciado: ahora Maduro ha prohibido que ejerzan sus cargos aquellos funcionarios elegidos que firmaron la solicitud del revocatorio.

Todo esto se da en medio de una hecatombe financiera. Como el país no produce casi nada y la industria petrolera, otrora poderosa, está en estado calamitoso, el gobierno no tiene divisas para pagar a sus acreedores extranjeros. Ha recortado drásticamente las importaciones de cosas básicas, como los alimentos, para ahorrar divisas porque cree que si declara la suspensión de pagos y se le cierra por completo el acceso al financiamiento exterior, la revolución, o lo que queda de ella, se hará trizas. Venezuela ha hecho, en promedio, pagos de más de 15 mil millones de dólares anuales durante mucho tiempo, pero ahora que debe pagar cerca de cinco mil millones no puede afrontar sus compromisos, y menos hacerlo si al mismo tiempo entrega divisas para comprar alimentos.

Así, la revolución prefiere que los venezolanos mueran de hambre haciéndoles creer que el problema son los especuladores y el boicot de los fascistas (de allí la entrega de la responsabilidad alimenticia al general Padrino López, un firme candidato al Nobel de Economía decidido a hacer aparecer los alimentos a punta de fusil…). Eso sí, los acreedores internos no importan, sólo los externos: el gobierno está sustituyendo las deudas comerciales con sus proveedores locales con (impagables) deudas financieras.

Nada de esto debe extrañar. El PIB lleva 10 trimestres consecutivos con crecimiento negativo (la tasa, a mediados de este año, es de -12%), la inversión, que era raquítica, ha descendido otro 26% este año y el consumo, que ya era de supervivencia, ha caído otro 16%. El gobierno, cuyo gasto ha descendido un 50%, ya no puede mitigar este desastre con dinero del petróleo, pues ha arruinado esa industria también: en 2015 los ingresos fiscales de origen petrolero fueron 915 mil millones de bolívares, mientras que en los primeros cinco meses de este año no llegan a 160 mil millones. A pesar de contar con reservas ocho veces superiores a las de Estados Unidos, Venezuela tiene que importar petróleo porque le cuesta más refinar el suyo propio, que es más denso, un lujo que ya no puede darse.

En lo que constituye una alucinante ironía, Maduro, necesitado de divisas, ha llegado a entregar, sin ninguna información pública, vastos territorios del llamado “Arco del Orinoco”, zona muy sensible desde el punto de vista ambiental, a compañías mineras a las que antes calificaba de tiburones imperialistas.

Este es el contexto en el que millones de venezolanos y muchos gobiernos extranjeros han concluido que urge iniciar la segunda fase del proceso revocatorio, es decir la recogida de unos cuatro millones de firmas, para fijar la fecha y llevar a cabo la consulta. Ese mecanismo pacífico y ordenado permitiría, como lo establece la Constitución, la salida de Maduro y la convocatoria de elecciones siempre y cuando se realizara este año. De realizarse el próximo, Maduro sólo sería reemplazado por su vicepresidente y el chavismo se mantendría en el poder hasta 2018, una verdadera eternidad desde la perspectiva angustiosa de hoy. Sin garantía, por cierto, de que ese año el gobierno convoque las elecciones presidenciales o de que, convocándolas, respete el resultado.

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