Por Yoani Sánchez (El Nuevo Herald).-

Al llegar a Panamá un taxista me observó por el espejo retrovisor cuando pronuncié la primera frase. “¿Cubana?”, preguntó y me tardé unos segundos en responder. Ya habían comenzado los piquetes progubernamentales de la isla a boicotear el foro de la Sociedad Civil y la vergüenza ajena me embargaba. Entonces el hombre fue más allá e indagó “¿Cubana de Castro o cubana libre?” y solo atiné a decirle que era periodista. Su observación fue clara y concluyente “ah… entonces, eres una cubana libre”.

La ciudad de Panamá es como un ser que ha pasado de la infancia a la adolescencia muy rápido y alterna el rostro imberbe con la experiencia democrática de los últimos años. Los pequeños comercios conviven con las grandes cadenas de mercados y los rascacielos están al lado de casas más pequeñas y tradicionales. Es América Latina a pulso y el sentir general es que el país avanza, crece y hay esperanzas para el futuro. En medio de ese contexto, concluyó hace algunos días la Cumbre de las Américas, una cita histórica que algunos prefieren olvidar y otros reevaluar pasados los días.

Cubanos de muchas partes y diversas tendencias asistimos a los eventos paralelos a la cita de mandatarios o cubrimos desde la prensa el tan esperado encuentro. Toda la ciudad y el país estaba en función de un evento que atrajo a más de 12,000 visitantes, demandó grandes esfuerzos de seguridad y generó verdaderos retos organizativos. En medio de ese colosal empeño, la causa cubana era una de las tantas que esperaban ser escuchadas por presidentes y activistas.

Sin embargo, la represión tiene brazos largos y a veces se salta las fronteras. De manera que el castrismo terminó por exportar hacia la nación istmeña sus tropas de choque, disfrazadas de sociedad civil, para que reventaran algunos de los foros paralelos a la Cumbre. En medio de su algarabía, los medios informativos apenas captaron los varios momentos gloriosos que vivió el sector independiente de la isla.

La excelente exposición de los jóvenes representantes de la Unión Patriótica de Cuba (Unpacu) quedó relegada de los titulares, en los que tuvieron amplia cobertura los golpes y los gritos de los más intolerantes. Una exposición sobre la participación de la mujer cubana en el activismo social, magistralmente desmenuzada por la analista Miriam Celaya, tampoco encontró eco en un periodismo que buscaba más el insulto y la querella, que las propuestas para el presente y el futuro cubano expresadas durante las discusiones.

De manera que la Cumbre de las Américas, no solo fue el contexto para mostrar la violencia revolucionaria que tanto hemos denunciado desde Cuba, sino que funcionó como una cortina de humo para tapar el discurso articulado, propositivo y maduro de nuestra sociedad civil independiente. Los alborotadores ganaron, al imponerse por la fuerza. Una cuestionada victoria que les dejó el calificativo de vulgares y burdos.

Sin embargo, aquellas turbas solo fueron la “carne roja” lanzada a los perros de la intolerancia que miraban el espectáculo desde la isla. Algunos consideran que sirvieron como maniobra de distracción, con la que esconder toda la gestualidad servil y el discurso de la entrega que desarrolló Raúl Castro frente al presidente de Estados Unidos Barack Obama. El teatral rechazo escondía así el verdadero sometimiento.

A pocas horas de que sus tropas de choque gritaran hasta el delirio en el lobby del hotel El Panamá, el general presidente reía nerviosamente ante el inquilino de la Casa Blanca. Él le estrechaba la mano y lo llamaba un “hombre honesto”, mientras una jauría enloquecida gritaba ¡asesinos! a esos cubanos que jamás han disparado contra alguien. Una estrategia estaba pensada para complacer a la Casa Blanca, a la par que la otra iba dirigida a los halcones de la Plaza de la Revolución.

Castro lograba así complacer a las dos partes. A su hermano, convaleciente pero vigilante, le enviaba el mensaje de que no hay claudicación posible, pero al gobierno estadounidense le confirmaba que podrían “hablar de todo, pero con paciencia”. Ese militar de doble cara, olfato aguzado y del que no se despegaban los guardaespaldas, demostró que puede llevar al unísono el discurso del cambio y el del inmovilismo, la flexibilidad de pactar con el “enemigo” exterior y la verticalidad de no sentarse a negociar con su disidencia interna.

La noche en que la Cumbre terminó, salí a la calle. La ciudad de Panamá, al caer el sol y concluir el evento oficial, tenía un rostro auténtico y familiar. Alguien se me acercó para proponerme un viaje al otro día por todo el canal, pero apenas me quedaba un par de horas para hacer las maletas. “¿Cubana?” indagó la señora al escuchar mi acento. No esperé su próxima pregunta. “Sí, señora, soy cubana libre, no he venido aquí a gritar sino a aprender”.

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