La pasión morbosa por las condenas anticipadas y la avidez por los juicios mediáticos sumarios tienen un límite que va más mucho allá del respeto a la presunción de inocencia de las personas.

Este límite, que debería ser infranqueable para todos, está constituido por el deber de preservar las herramientas que el Estado de Derecho pone a disposición de los ciudadanos y de los órganos especializados para la averiguación de la verdad.

Si, por ansiedad, precipitación o interés, los ciudadanos, los medios de comunicación, los fiscales o los magistrados hacen un uso desviado de aquellas herramientas, su utilidad decae de forma vertiginosa y la credibilidad de las instituciones se deteriora sin remedio.

Con la verdad no se juega y mucho menos con los instrumentos de que la sociedad dispone para esclarecer los hechos oscuros y juzgar las ofensas que se dirigen al corazón de nuestra convivencia.

En estos días se ha dicho y escrito mucho acerca de la situación que enfrenta el Juez Federal de Orán, Raúl Juan Reynoso, suspendido de forma preventiva por el Consejo de la Magistratura, por unos determinados hechos, y procesado por otro Juez Federal, por hechos bien diferentes.

La casualidad o el cálculo han querido que las dos decisiones se hayan conocido casi al mismo tiempo, lo que ha provocado que una mayoría de medios de comunicación y opinadores profesionales mezcle sin rigor los hechos y los procesos y dé por sentado que la suspensión de Reynoso obedece a su procesamiento por graves delitos, cuando esto no es cierto.

Si hoy el juez Reynoso no puede ejercer su cargo no es porque el Consejo de la Magistratura haya advertido que mantiene una relación de complicidad con el narcotráfico. Esto habría que dejarlo claro desde el principio.

Reynoso ha sido suspendido porque los consejeros, en decisión dividida, han entendido que el magistrado practicó una detención ilegal y violó en consecuencia las garantías constitucionales de un ciudadano. Si bien la conducta que se imputa al juez en este caso puede tener relevancia penal, lo cierto es que no hay ningún proceso judicial abierto en su contra por estos hechos; y, si lo hubiere -es decir, si alguna autoridad le hubiera imputado la comisión de un delito- el juez aún no ha sido citado a ejercer su derecho de defensa.

El descargo escrito presentado por Reynoso ante el Consejo de la Magistratura, si bien no consigue despejar todas las dudas acerca de la legalidad de su actuación en el caso Mazzutti, deja bastante claro que su responsabilidad es menor de la que se le atribuye.

Si para el Consejo de la Magistratura constituye una enorme «gravedad institucional» el hecho de que Reynoso impidiera la intervención del Ministerio Público Fiscal en el caso Mazzutti «y con ello la consecuente frustración de sus cometidos constitucionales esenciales», no se explica que el Consejo no haya procedido también contra el Fiscal, ya que éste tenía a su disposición todas las herramientas procesales necesarias para asegurar ex-post el control de la legalidad de la detención del señor Mazzutti y sin embargo no las utilizó.

La arbitrariedad de un juez singular jamás se puede juzgar aislada del entramado institucional que soporta el ejercicio de la función jurisdiccional. Si es verdad que Reynoso procedió contra Mazzutti «por las suyas» (es decir, sin dar cuentas a nadie y en contra de lo que manda la ley), su responsabilidad personal va ligada, de forma indisociable, a la de todos aquellos órganos llamados a velar por el imperio de la Ley, incluido el Ministerio Público Fiscal, los defensores oficiales, la Gendarmería Nacional y la misma Cámara Federal de Apelaciones.

En otras palabras, que si el señor Mazzutti fue víctima de una detención ilegal (lo cual es bastante posible), es sumamente dudoso que se pueda atribuir la responsabilidad por este hecho a una sola persona, por muy Juez Federal que sea. Sostener lo contrario supone admitir que los jueces federales (todos, no solo Reynoso) son auténticos señores feudales que, llegado el caso, pueden decidir sobre la libertad o el patrimonio de una persona como si de vasallos suyos se tratase.

Sin embargo, este de la responsabilidad personal y singular ha sido el criterio seguido por el Consejo de la Magistratura al adoptar el dictamen Cabral, un instrumento pomposo y deficiente, que se descalifica a sí mismo desde el momento en que renuncia a investigar la responsabilidad de otros sujetos y pone de relieve tanto el carácter selectivo del ejercicio del poder disciplinario (o acusatorio) de este órgano constitucional como su marcado sesgo político.

ATAQUE QUIRÚRGICO

Ahora mismo no se puede descartar que el juez Reynoso sea culpable de todos los cargos que se le imputan. Sería precipitado predicar su inocencia, más allá del disfrute de la presunción constitucional.

Pero hay elementos que hacen sospechar que, con independencia de su responsabilidad, está siendo víctima de un ataque quirúrgico, de una operación de acoso y derribo diseñada milimétricamente para abatir solo al juez (quizá para dejar expedito el camino para la designación de un juez amigo a cargo de un juzgado probadamente «rentable»), pero también para dejar intacto el entramado institucional del que el magistrado forma o, mejor dicho, formaba parte.

Hay muchos motivos que inclinan a pensar en una operación concertada, pero el más llamativo es el auto de procesamiento firmado por el Juez Federal subrogante Julio Leonardo Bavio, en el que se afirma (con un grado de certeza verdaderamente impropio de una etapa caracterizada precisamente por las verdades inestables, como es la fase de instrucción de un proceso penal) que el juez es el jefe de una asociación de malhechores y que es culpable de los delitos de prevaricación y de exacciones ilegales.

Dejando de lado el hecho de que en todo el expediente (de varios cuerpos y miles de folios) no hay (todavía) un solo elemento de convicción serio que permita afirmar que el juez investigado recibió los sobornos (no hay ninguna acreditación, ni siquiera indiciaria, de la entrega material de bienes y del consecuente acrecimiento patrimonial), lo cierto es que la calificación de «concusión» (artículo 266 del Código Penal) que realiza el juez de la causa es perversa y deja en evidencia, en toda su malvada dimensión, la manipulación de los hechos y las calificaciones jurídicas.

En efecto, la conducta que se imputa a Reynoso debió ser calificada como cohecho pasivo, en los términos del artículo 257 del Código Penal, que castiga con prisión o reclusión de cuatro a doce años e inhabilitación especial perpetua, al magistrado del Poder Judicial o del Ministerio Público que por sí o por persona interpuesta, recibiere dinero o cualquier otra dádiva o aceptare una promesa directa o indirecta para emitir, dictar, retardar u omitir dictar una resolución, fallo o dictamen, en asuntos sometidos a su competencia.

Al calificar el supuesto delito como concusión o exacción ilegal, el juez instructor lo que hace es liberar a los fiscales de su deber de perseguir a quienes supuestamente han satisfecho al juez investigado unas cantidades de dinero ilegales. Si el juez instructor hubiese seguido la línea argumental de su propio auto, de la que se desprende con toda claridad que las cantidades supuestamente percibidas por Reynoso no tenían otro fin que el de beneficiar injustamente a ciertos detenidos con resoluciones judiciales favorables (generalmente a su libertad personal), jamás debió procesar por el artículo 266.

En el ánimo del juez -y seguramente en el de los fiscales- estaba el no molestar ni inquietar a los delincuentes o presuntos delincuentes que afirmaron en el expediente haberle llevado dinero al juez, sin que ninguno consiguiera demostrar que se lo habían entregado personalmente. Si, en vez de procesar a Reynoso por concusión, Bavio lo hubiera hecho por cohecho pasivo, como correspondía hacerlo, inmediatamente los fiscales habrían incurrido en delito, al omitir la persecución de los autores de las supuestas dádivas, en los términos del artículo 258 del Código Penal.

La figura de la exacción ilegal deja sin castigo a los presuntos corruptores, porque parte del supuesto de que la iniciativa criminal corresponde exclusivamente al sujeto activo y que el exigido ilegalmente no pide, no espera, no recibe ningún beneficio a cambio de la entrega injusta. Esta postura, además de absurda, es frontalmente contraria al relato fáctico y a la línea argumental del auto de procesamiento del juez Bavio. Tanto lo es que, de admitirse que se han cometido exacciones y no sobornos, quedaría sin sustento la acusación de asociación ilícita.

El haber procedido de esta manera deja la muy pobre (y preocupante) impresión de que los fiscales del caso «utilizaron» a los delincuentes o presuntos delincuentes para incriminar al juez; que rascaron en la basura hasta obtener lo que buscaban, sin preguntarse, ni antes, ni durante ni después por la legalidad o la moralidad de las conductas de quienes dicen haber entregado dinero al juez a cambio de beneficios procesales. La sola constatación de que alguien fue beneficiado por un dinero que previamente entregó es o debería ser suficiente para excluir totalmente la figura de la exacción, ya que ésta se caracteriza precisamente porque el exigido experimenta una detracción o un menoscabo, pero nunca un beneficio.

Aquí reside el secreto del ataque quirúrgico al juez Reynoso. De lo que se trata es de que la sangre no salpique, no solo a fiscales y a jueces, sino tampoco a los delincuentes narcotraficantes que debieron permanecer en prisión pero que supuestamente Reynoso liberó a cambio de dinero.

LA PROBABLE CULPABILIDAD

Reynoso puede ser culpable de cooperar con los narcotraficantes a través de resoluciones premeditadamente injustas, y de haberse beneficiado económicamente con ellas. De probarse esta conexión, debería ser destituido, sin lugar a la menor duda.

Ahora bien; si esta circunstancia se produjera; es decir, si se probara de forma fehaciente y contundente aquella cooperación espuria, alguien debería investigar a fondo por qué durante más de once años las decisiones de un juez prevaricador fueron acompañadas, cohonestadas y refrendadas por fiscales, defensores oficiales y magistrados superiores, sin mencionar el silencio cómplice y temerario de las fuerzas de seguridad.

Es imposible juzgar a un juez de la Nación por delitos de semejante gravedad sin tener en cuenta que esa actividad delictiva se desplegó desde las entrañas mismas del Estado y por un sujeto sometido a una muy compleja red de controles de legalidad.

Si de verdad Reynoso es el autor en solitario de todas las fechorías que los fiscales le atribuyen, habría que pensar que no solamente estamos ante un funcionario público delincuente sino también frente a un auténtico genio de la ingeniería judicial, con una enorme capacidad para subvertir las instituciones desde su raíz sin que nadie se dé cuenta.

El ataque a Reynoso puede ser «quirúrgico», pero jamás podrá ser «mínimamente invasivo». Habrá sangre y mucha. Porque un juzgado de frontera está lejos de ser una isla o un feudo. Y porque once años son muchos para pensar que un solo juez pueda campar a sus anchas y delinquir a su antojo, sin que nadie de los que -por ley- están obligados a revisar sus papeles y juzgar la justicia de sus resoluciones hayan dicho nada en todos estos años. (Iruya)

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