Por Hernán Andrés Kruse.-

El Poder Judicial es uno de los poderes del Estado con peor imagen. El pueblo no cree en los jueces. Así de simple. Así de dramático. Razones sobran para explicar semejante descreimiento. Desde hace mucho tiempo los jueces han demostrado carecer del más mínimo grado de autonomía acorde con la jerarquía del cargo que detentan. Vemos con estupor cómo los jueces -la mayoría, al menos- dictan sentencias en función del humor político reinante. Si predomina el garantismo serán garantistas. Si predomina la mano dura serán partidarios del endurecimiento del Código Penal. Pero eso no agota el problema. En los últimos tiempos se popularizó el vocablo “lawfare” para describir la connivencia de algunos jueces y fiscales con los servicios de inteligencia y periodistas de renombre para perseguir fundamentalmente a ex funcionarios del kirchnerismo. También tomó estado público la “doctrina Irurzun” en homenaje al juez que dispuso la prisión preventiva para aquellos ex funcionarios K acusados de actos de corrupción pero sin sentencia firme.

El Poder Judicial está inmerso en una profunda crisis. Los jueces están muy lejos de brindar a la población garantías de probidad y decencia. Vivimos, por ende, en un estado de derecho famélico, raquítico. En 2004 el constitucionalista Jorge Reinaldo Vanossi brindó una conferencia en la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas titulada “¿Qué jueces queremos?”. Sería aconsejable que el presidente Alberto Fernández, colega del doctor Vanossi, leyera o releyera su contenido. Seguramente le sacará mucho provecho.

Jorge Reinaldo Vanossi

¿QUÉ JUECES QUEREMOS?

Lo primero que llama la atención y quiero resaltar es que en momentos en que la vida del país transcurre en un tramo de alto voltaje de tensión y confusión, siguen pendientes del debate concreto, positivo y constructivo las propuestas para los grandes temas que interesan a la Nación, por parte de las Academias Nacionales se haga el enorme esfuerzo de asumir esa responsabilidad, que no se observa en otros ámbitos. Y esto merece realmente no sólo una felicitación sino una expresión de gratitud, porque lo que está en juego detrás del tema aparentemente inocente del perfil del juez es cómo mejorar la calidad de vida institucional de los justiciables en particular y del pueblo en general, porque todo el pueblo es potencialmente un justiciable. Esto no es poca cosa y debería ser parte de un tema que abrazaran, como el de la educación y otras cuestiones que están ausentes, todas las fuerzas y sectores que se disputan el acceso al poder. Creo que el ser o no ser de la Justicia consiste fundamentalmente en asumir o no su condición de ser uno de los poderes del Estado. Y allí está el meollo de la cuestión. Por desgracia, hasta el lenguaje nos ha llevado subconscientemente a subestimar esta enorme importancia que tiene la selección del juez y la búsqueda del perfil del magistrado que debe ser seleccionado. Durante mucho tiempo se habló de la “administración de justicia” siguiendo un lenguaje europeo ajeno a la tradición americana, donde el Poder Judicial se inició como un órgano que aplicaba la ley, de manera distinta, pero como también lo hacía el Poder Ejecutivo en la órbita de sus incumbencias. El juez podía ser independiente, pero no necesariamente era parte de un poder del Estado revestido de todo lo que ello implica. También, por desgracia, la reforma constitucional de 1994, probablemente contagiándose de los administrativistas, incurrió en la grosería de hablar del “servicio de justicia”, lo que implica colocar a la Justicia, que por ser uno de los poderes del Estado cumple una función, en el mismo nivel que el servicio de barrido y limpieza, es decir, como cualquier otro servicio público que en forma directa o indirecta, propia o impropia, se prestan en las sociedades contemporáneas.

De modo que el tema debe ser puesto en otro ángulo. ¿Por qué? Porque elegir a un juez implica buscar el perfil de alguien que va a tomar una decisión final respecto de temas que conciernen a la vida, la libertad, el honor, los derechos, la propiedad, las garantías, la seguridad y la dignidad de las personas. Esto es fundamental, no es algo menor. En nuestro sistema el juez tiene esas atribuciones, como sucede en general en las democracias constitucionales cuando actúa independientemente. Además, en nuestro sistema tiene la nota del control difuso: este poder enorme consiste en verificar la constitucionalidad o inconstitucionalidad de las normas. Esto significa que al pensar en el perfil de un juez también habrá que tener en cuenta quién está dotado de la preparación suficiente a efectos de ejercer acertadamente esa función. Asimismo, tiene otro control paralelo al de la constitucionalidad, que en el Estado moderno reviste una enorme importancia. Se trata del control de la operatividad de las normas: el juez puede inutilizarlas o potenciarlas al declarar que una norma es de por sí autosuficiente, que puede aplicarse, o bien puede lavarse las manos y decir que hace falta otra reglamentación que la implemente y la pormenorice. Hasta entonces no se va a reparar el derecho lesionado, con lo cual entra en vía muerta la necesidad urgente de dar plenitud a ese derecho cuestionado o amenazado. Estos dos poderes potencian más aún la función primigenia que tiene la justicia entre nosotros. Por eso, lo que la sociedad reclama en lo que respecta al perfil del juez, son condiciones que tienen que ver con la eficiencia, la independencia, la dignidad y la honorabilidad. Pero todo esto presume además que la etapa previa al desempeño del juez venga abonada con los ingredientes que hagan al menos potencialmente factibles el cumplimiento de estos requisitos.

El tema también se vincula con el de la capacitación que brindan nuestras Facultades de Derecho en el grado o en el posgrado, y lo resumiría de la siguiente manera: “Dime cómo es la fábrica y te diré cómo es el producto”. Esto es así porque los jueces se forman en las facultades de derecho, y por añadidura tienen una experiencia según la orientación profesional que hayan tomado, ya sea desde el llano, en la carrera judicial o en otra de las tantas variedades que hoy en día tiene esta profesión (consultoría, asesoría, etc.). La carrera judicial no asegura de por sí la reunión prístina de estos requisitos que estoy mencionando. Si bien es importante, considero un error dar un potenciamiento cuantitativo a la medición de los antecedentes, que prácticamente lleve a que la selección de la mayor parte de los magistrados se realice mediante un sistema de cuasi-cooptación, es decir, dentro de la misma magistratura. Quiero aclarar que no tengo absolutamente ningún prejuicio en contra de la magistratura, pero también cabe señalar que el derecho comparado -tal como lo señaló Couture hace muchas décadas- nos da el dato de países de Europa -ya que la investigación de Couture fue fundamentalmente europea- que tenían un Poder Judicial numerosísimo en cuanto a sus componentes, pero muy ineficaz desde el punto de vista de la expectativa de la sociedad respecto de la prestación de esa función judicial. También señalaba que había otros países en Europa con un escaso número de jueces que no provenían de un ascenso burocrático o de un cursus honorum aritmético, es decir, casi automático, sino que eran extraídos de la profesión y de otras manifestaciones de experiencia profesional, a quienes la sociedad reconocía como jueces que prestaban su función con niveles ampliamente satisfactorios (el caso de Inglaterra). Creo que si queremos establecer un sistema de igualdad de oportunidades -a lo cual nos obliga la Constitución- y de libertad de acceso, no podemos fijar cotos de caza, sino que debemos crear una mayor porosidad a efectos de que lleguen los mejores, vengan de donde fuere.

En segundo lugar, quiero señalar que el tema de la independencia no debe ser confundido con asepsia. No existe el juez aséptico, un juez absolutamente desconectado de un sistema de valores o de una ideología en la cual ha creído, en un conjunto de ideas o, si ustedes prefieren, de ideales que se expresan a través de metas o fines que pretende alcanzar en el momento en que hace o dicta el acto de justicia. Este tipo de juez no existe, y sería penoso que existiera porque realmente estaríamos frente a un autómata; volveríamos a la teoría del siglo XVIII; no cumpliría ni siquiera la función interpretativa, mucho menos la función integrativa y creadora que cumple el juez a través del dictado de las sentencias, que no consisten en un mero silogismo. Por “independencia” debemos entender dos cosas. En primer lugar, la independencia de las lealtades partidarias preexistentes, que las puede haber tenido y es respetabilísimo que así sea, pero que debe abandonar en el momento de acceso al poder. También debe abandonar la falsa noción de que por haber sido designado por alguien tiene un deber de gratitud permanente de halagar o complacer a ese alguien. En la Argentina hay ejemplos de todo tipo, pero también existen ejemplos de gente que fue muy criticada al momento de su designación porque venía de una pertenencia partidaria, incluso de la integración de un gabinete, como es el caso de Antonio Sagarna, quien siendo juez de la Corte, desde el día siguiente de la asunción del cargo, actuó con total independencia respecto del partido al cual había pertenecido, así como del Presidente y del Senado que lo habían nombrado. Pero no es la regla. El juez debe tener, entonces, un perfil que apunte a la no dependencia del gobernante de turno, ni a ser un prisionero de la partidocracia; no sólo lo primero sino también lo segundo. Existe un viejo pleito entre partidocracia y judicatura: se desconfían recíprocamente, pero el conflicto no se puede resolver por vía de la sumisión de una a la otra -en cualquier sentido direccional que sea- sino cumpliendo cada uno la función que le corresponde, que son diferentes y ambas necesarias para la atención de lo que nos debe interesar, que es el bien común, es decir, el interés general, por encima de cualquier egoísmo o narcisismo.

En cuanto a la selección, creo que hay que introducir cambios en el régimen vigente en el orden nacional. La ley reglamentaria del Consejo de la Magistratura, con la experiencia que lleva, ya adolece de desenfoques. Es así que los propios miembros del Consejo de la Magistratura deberían propiciar autónomamente -no por imposición heterónoma, sino por propio esfuerzo autogestionario- la propuesta de la reforma que su misma experiencia les indique. Por supuesto, también creo que en una eventual reforma de la Constitución hay que pulir la norma pertinente, porque más que un Consejo de la Magistratura lo que se ha querido hacer es una desvertebración de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, que no llegó hasta sus últimas consecuencias porque se impidió que se creara una Corte Constitucional que hubiera implicado el vaciamiento total de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, que en nuestro país es el intérprete final de la Constitución y el verdadero tribunal de garantías constitucionales, de acuerdo al modelo americano. La hubiéramos pervertido con un injerto innecesario, porque nosotros no tenemos el defecto que han tenido los europeos, de no haber reconocido a la Justicia el carácter de poder del Estado. Como nosotros sí se lo reconocimos, no necesitamos crear un órgano de esa otra naturaleza, nacido de la inspiración de Hans Kelsen en la Constitución de Austria y adoptado más tarde por Alemania, Italia, España y hasta por algunos países latinoamericanos. Que el Consejo de la Magistratura tenga tanto poder político, reglamentario, sancionatorio, económico, administrativo, etcétera, lo convierte en definitiva en un coto de caza para que en el imaginario del político se acrecienten los espacios de poder, y lleve indefectiblemente a que su labor quede desenfocada con respecto al objetivo fundamental, que es la selección, promoción y remoción de los magistrados -por vía del Jury de enjuiciamiento- para que alguna vez en la Argentina funcione la instancia posterior al control, que es la responsabilidad. De nada sirve el control si se agota en sí mismo.

Lo que el pueblo quiere es que recaigan responsabilidades, es decir, que funcionen los mecanismos necesarios para que la consecuencia del control se visualice y produzca efectos que vayan incluso más allá de lo segregativo, como puede ser la inhabilitación, que no es una pena accesoria sino una tan principal como la destitución, tal como lo establecía el viejo artículo 45 de la Constitución-, de forma tal de mejorar la situación de este Poder Judicial. En pocas palabras, quiero decir que también en la selección de recursos humanos se debe apuntar al tema de la dedicación y que, dentro de lo razonable hay que ser más estrictos en el área de las incompatibilidades. Hubo una ley (gestada en el Ministerio del Dr. Gervasio Colombres) que no se aplicó, que incluso se derogó. No puede ser que la función judicial sea una tarea más entre otras. Es bueno que el juez sea docente o investigador pero no es bueno que se disperse a través de un cúmulo de tareas, algunas serias y otras frívolas, que detraen tiempo y dedicación. Los recursos también son un tema fundamental. No podemos pretender justicia eficiente si no hay recursos suficientes. Aquello que Gorostiaga decía con respecto a que no hay poder sin recursos y no hay Estado sin Tesoro, vale también para la Justicia. La Justicia no puede depender de la dádiva para que se cumpla la doble idoneidad, es decir la profesional y la moral, que es la independencia y el no dejarse seducir por las tentaciones, favores o intereses creados, para lo cual se requiere una remuneración digna. Por lo expuesto, creo que debemos buscar en los mecanismos que tenemos que perfeccionar, a fin de alcanzar el perfil adecuado, una instancia para verificar esa doble idoneidad y no ser conformistas ante las meras estructuras de convalidación para el reparto.

Es perversa la teoría del “paraguas” que protege para que nadie quede a la intemperie y que la Justicia sea un refugio para que dentro del reparto todos queden satisfechos. Y, al mismo tiempo, me parece que esa cobertura es patológicamente dañina porque destruye a todo el sistema. En definitiva, dime qué jueces tienes y te diré qué Estado de Derecho hay. Dime cuál es el perfil de esos jueces y te diré qué grado y qué profundidad de control tenemos. Desde luego que esto conduce al orden de las conductas y, como todo, se resuelve en un problema cultural. Es un problema cultural el perfil del juez, ya que a las más altas jerarquías corresponden las mayores responsabilidades, de acuerdo a un sabio principio del Código Civil, que debería tener categoría constitucional en esta delicada cuestión: “Cuanto mayor sea el deber de obrar con prudencia y pleno conocimiento de las cosas, mayor será la obligación que resulte de las consecuencias posibles de los hechos (Art. 902)”. Por último, ratificamos la convicción de que el acto más delicado e institucionalmente significativo de un gobernante, radica en promover la nominación de un magistrado judicial que, de acuerdo a nuestro régimen constitucional, son cargos cuya trascendental función se ejerce de por vida (ad vitam).

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