Por Eduardo R. Saguier.-

Dedicado a la memoria de Daniel Santamaría y Pedro Navarro Floria.

Entre los que primero contribuyeron a un nuevo tipo de relato en la historiografía universal se destacó en el siglo XIX el historiador romántico francés Jules Michelet, rescatado recientemente por el filósofo Jacques Rancière, quien le asignó suprema validez al sentido emocional (balzaciano) del relato por encima de la erudición. Con ese poder de evocación que brinda el sentido en todo relato, Plot (2010) redescubre a Jorge Luis Borges en su Poema Conjetural (1943), manifestando un compromiso político y literario con una “lectura retrospectiva” de un “caos fratricida”, disparado por un golpe de estado en la Argentina de 1943.

Como secuela del redescubrimiento, en ese monólogo dramático y poético de trazos fatalistas, donde se alude esencialmente al “destino sudamericano”, Borges habría por propia confesión abdicado cultivar el género de la criminalidad maleva a favor de irrumpir en la poesía y la literatura para poder explicar la historia. Para esa tarea épica, Borges indagaría la patológica personalidad del “minotauro” latinoamericano en un viaje fantástico disperso en su inmensa obra, y profetizaría la dialéctica de un doble continente, con derivaciones trascendentales para el devenir de ambas Américas, la latina y la sajona. Una perspicacia ésta que lo emparentaría con historiadores críticos tales como Gibbon, Elliott, Gerbi, Brading y Pagden tanto como lo distanciaría de las historias oficiales y la de sus acólitos los Levene. Amén de sus preocupaciones políticas reseñadas por Salinas (2010), y las filosóficas por Lema-Hincapié (2002), Magnavacca (2009) y Olivera (2011), Borges habría enhebrado una verdadera hoja de ruta o hilo de Ariadna del laberinto histórico universal, y en particular del laberinto (o vía crucis) latinoamericano, y su contraste con la fantasía estadounidense. La inevitable recurrencia de la barbarie, la anarquía y la tiranía (y también de la catástrofe populista), como Asterión o moderno minotauro, que es el “destino sudamericano” (el de Calibán en La Tempestad de Shakespeare, 1611), se opondría al esperanzador e igualitario “Sueño Americano” que sería el “destino manifiesto” de los estadounidenses (el de Ariel en La Tempestad).

Para el análisis de esa hoja de ruta, y para poder reinventar nuevamente nuestra América, habremos de desarrollar más de media docena de apartados consistentes en escrutar el dolor moral, el epigenoma y el duelo poético en Borges; seguido con el culto a la adversidad y el destino sudamericano en Borges; las persistentes pesadillas teológicas y los laberintos oníricos; el laberinto borgeano en sus ámbitos espacial y lingüístico, y en su reinvención en el tiempo desde Westfalia; el sueño del Mayflower en la América sajona; y para culminar, la traición de Teodoro Roosevelt (o Gran Garrote) al mensaje de Abraham Lincoln.

El dolor moral, el epigenoma y el duelo poético en Borges

En el fundacional monólogo poético, que a Borges le tocaba emocionalmente muy de cerca, se trasuntaba el dolor y los sentimientos de culpa que causaban la muerte y la derrota a manos de un enemigo y una barbarie inclementes, muy semejante al sentimiento de triste nostalgia que produce escuchar una melodía provocada por la pérdida de un ser amado o de un símbolo querido (un templo), como el Va, pensiero en el Nabucco de Verdi (Coro de los Esclavos), y a la profunda amargura que provocaba traer a la memoria presente un trauma muy sepultado en el pasado histórico y en la prehistoria americanas. También se trasuntaba el dolor en un inexplicable “júbilo secreto”, que sólo pudo haber sido producto -a juicio de Pellicer (2004)- de un sueño, el de haber sido los argentinos valientes sólo en un remoto pasado. Por no haber tenido el duelo merecido, el trauma corría el riesgo de volverse un fantasma, con su huella encriptada y encerrada su memoria en la ausencia y la nada.

Esos dolores y sentimientos de culpa se remontan a las guerras civiles del siglo XIX; a la anarquía fratricida entre los conquistadores españoles (Pizarro vs. Almagro acentuada por las resultas del descubrimiento del Cerro Rico de Potosí en 1545); a la implacable conquista militar de las civilizaciones indígenas, donde no se escatimaron medios por más oscuros o inhumanos (envenenamiento, descuartizamiento); y más atrás en el tiempo, hasta las leyendas y mitos canibalescos pre-ibéricos (aztecas, incas, mayas, guaraníticos, araucanos, arawacos, uros-chipaya, etc.). Difícil es entonces presumir, que sin esos dolores y esas culpas tan profundos (que no eran rencores), y sin esa inmensa voluntad de reparación simbólica, Borges hubiera podido crear tanta obra e inspirar tantas otras obras (Todorov, Foucault, Eco), en una sola vida.

Pero el trágico monólogo borgeano no pudo haber nacido sólo de un rapto o inspiración individual, de un tiempo instantáneo, como lo aseveró humildemente el propio Borges en un célebre reportaje montevideano acontecido al mes de ocurrido el putsch militar de 1943 (en plena guerra mundial y a los seis meses de la batalla de Stalingrado), pues necesariamente en la confección del poema como en el de toda obra artístico-intelectual debe operar también una fuerte dosis de pasión, cuyo tiempo es continuo, y debe estar dotado de una voluntad de trabajo y de una perseverancia para acompañar y enriquecer el hilo y la musicalidad de la trama, de la que no participaba la mera inspiración momentánea.

La verdadera explicación de esa inocente inspiración poético-melancólica se hallaría en un secreto mandato interior o “lealtad invisible”, que Freud atribuía a lo que denominó una “herencia arcaica”, formada por “fragmentos de vida psíquica”, que le ordenaba honrar el dolor y el sufrimiento (incluidos los sentimientos de culpa) de sus antepasados. Ese sufrimiento en Borges era el de los unitarios en Argentina y el de los colorados en Uruguay, que desde la infancia le habrían infundido ambos padre y madre, aunque pertenecían a dos linajes históricos distintos, pero no antagónicos. Fallecido su padre, fue su madre, una moderna Ariadna con su ancestral ovillo de hilo, la que le hizo revivir el recuerdo de su lejano y sufrido abuelo Laprida.

Este dolor psíquico interior, hoy conocido en los ámbitos psicoanalíticos freudianos como “herencia epigenética transgeneracional” (HET), no era comprendido por una inmensa mayoría, tanto de parientes que compartían su epigenoma como de los que por “descender de los barcos” no podían padecer los mismos temores o presentimientos arcaicos o ancestrales, pese a haber sufrido la persecución étnica o política en Europa y el Medio Oriente. La intensidad de ese mandato o herencia epigenética, obedecería a una activación de “fragmentos de vida psíquica” transmitido de generación en generación (que no afecta su ADN) y operado por un disparador que podía ser un estrés post-traumático (EPT) y que en el particular caso de Borges se trató del golpe de estado de 1943. Borges habría asumido la composición del poema como quien procesa un duelo, activando una herencia perdida, o sirviendo una hipoteca sagrada (o deuda moral), que sólo podía ser cancelada mediante una trascendental ofrenda simbólica, no importando cuantas mensualidades debía abonar o cuán tardíamente podía retrasar su pago, que por otra parte no era prescriptible (había transcurrido un siglo y medio). Su honrosa cancelación debía ser mucho más relevante que una mera repetición del “inútil coraje” guerrero.

Para comprender entonces el contexto político en que transcurrió la vida y la creatividad artística de Borges, es preciso tomar conciencia que a partir de la década del treinta vivió en medio de una atmósfera de crisis, amenazada por el nazismo (juzgado por él como algo “inhabitable”), y también intimidada por sus epígonos criollos (überinenschen vernáculos, “revisionistas históricos” y nostálgicos del abolengo godo), que se resistían a la inmigración masiva y en especial a la de los judíos askenazi (sospechados de ser “psico-bolches”). Era esa una época feroz en que Europa se debatía en las tinieblas del racismo y del antisemitismo; y en que Argentina como Suiza se declaraba presuntamente neutral, no habiendo tenido participación en ninguna de las dos últimas guerras mundiales. Transcurrida casi una década, y producida la insurrección cívico-militar de alcance continental denominada Revolución Libertadora de 1955, que derrocó a Perón, y que desató como en cascada media docena de sucesivos derrocamientos: de Pérez Jiménez en Venezuela, de Odría en Perú, de Tacho Somoza en Nicaragua, de Rojas Pinilla en Colombia, de Trujillo en República Dominicana, y de Batista en Cuba; Martínez Estrada había publicado un libelo antiperonista titulado ¿Qué es esto?, y terminó por refugiarse más tarde en la Cuba castrista. Pero al año siguiente de 1956, ocurrido el putsch cívico-militar lonardo-peronista que culminó con sendos fusilamientos, Martínez Estrada lo calificó a Borges de “turiferario a sueldo”, dando lugar a que Borges replicara que la injuria no lo alcanzaba pues la felicidad que sintió en septiembre de 1955 fue superior a “cuantas honras o nombramientos le depararan después”.

Y para comprender el contexto personal y familiar de Borges, un laberinto subjetivo o psicológico mucho más intrincado y complejo que el laberinto político, es preciso entender también, que salvo unos pocos indios originarios y una mayoría mestiza o criolla dispersa en todo el norte; en la Argentina moderna y en particular en la pampa gringa y en Buenos Aires, una gran parte de su población “desciende de los barcos”, como si fueran -al decir del propio Borges- “europeos en el exilio”, o un “pueblo sin historia nativa”, y que como natural correlato social viene alimentando innumerables y desprejuiciados linajes cruzados (criollo-español, judío-alemán, español-italiano, etc.), que les produjo amnesia retrospectiva, haciéndoles perder el recuerdo de su pasado histórico europeo, salvo aquellas minorías que por haber sufrido persecución o haber perdido a los suyos en Europa no podían dejar de recordar. Sin embargo, la amnesia les abría la oportunidad de construir un porvenir sin ataduras, donde lentamente irían construyendo su propio pasado local.

En esa sociedad de aluvión y de prolíficos migrantes y exilados, donde se hacía un culto altruista a Mi hijo el doctor, Borges se distinguió por su acotado núcleo familiar (madre, hermana, cuñado, y sobrinos); por su orfandad paterna (había quedado huérfano en 1938 de un padre que lo admiraba y promovía, al extremo de legarle un escrito titulado El Caudllo para que lo mejorara, cuando Jorge Luis contaba con 40 años de edad); y por su edipo materno con una madre que lo sobre-protegía, y que cuando niño le censuraba las lecturas (el Martín Fierro tuvo que leerlo a hurtadillas). Pero llegado a la adultez, el complejo edípico de Borges se acentuó con la prisión de su madre en el Buen Pastor durante la dictadura de Farrell, el aliado de Perón. Sin embargo, esta madre también le insinuaba líneas de trabajo como fue el caso del Poema Conjetural (para Blas Matamoro era simplemente “un padre castrador y una madre fálica”). También se distinguió Borges por sus vínculos con la sociedad uruguaya (primos uruguayos Haedo y Melián Lafinur), pues solía confesar que en realidad si se atenía a la doctrina católica de la concepción, él no era porteño sino oriental, por cuanto según le recordaba su padre había sido concebido en Paysandú (Uruguay), donde sus progenitores se habrían conocido, dado que ambos contaban con parientes en la otra orilla, a los que visitaban asiduamente. Asimismo, se destacó Borges por su cultura autodidacta, que al no transcurrir como alumno de la universidad argentina mal podía tomar partido por el cogobierno y el tripartito de la Reforma Universitaria de 1918. Y también se caracterizó por su más extensa familia cultural constituida primero por el grupo Martín Fierro (Franco, Girondo, Palacio, Rojas Paz, Fígari, González Tuñón, González Lanuza, Marechal, et.al.), por su amistad con Lugones que se rompe con el Discurso de Ayacucho en 1924, y luego por el más restringido círculo intelectual del grupo Florida y por la revista y editorial Sur (Ocampo, Mallea, Bioy Casares, Mujica Láinez, Oliver, Bianco, de Torre, et. al.).

Por otro lado, Borges se distinguió por su culto a un mitificado abolengo autóctono, que no era para él un culto cuya raíz fuera determinista o genéticamente reduccionista (como la de los nacionalistas revisionistas) sino de un orden simbólico-cultural (tema desarrollado con creces recientemente por Ana María Barrenechea y también por la moderna epigenética). Ese culto fue el sostén espiritual de su nueva “estética oblicua” y su literatura fantástica (antecedente remoto del realismo mágico), mediante las cuales pudo resistir el populismo nacionalista, demagógico y autoritario del Peronismo, como si se tratara de una existencial y previsora estrategia defensiva.

Con un orgullo despojado de arrogancia, y sin ufanarse de su involuntaria y heterogénea prosapia, que era criolla, bandeirante (brasilera), inglesa y sefardita (marrano-portuguesa), Borges eligió del seno de su trágico panteón familiar, para su pasional conjuro poético, no la figura de sus abuelos militares (Francisco Borges, Isidoro Suárez), con sus efímeras y patrióticas cargas de caballería (“seguidas por la soledad y la melancolía”), ni tampoco seleccionó como escenario a vindicar las batallas de la Guerra de Independencia (Chacabuco/Maipú o Ayacucho/Junín), o los combates de la Organización Nacional (Caseros, Pavón, La Verde, Los Corrales, Puente Alsina), donde su abuelo Borges -a quien no pudo conocer- perdió la vida, a raíz de cuya derrota Eduardo Gutiérrez escribió la novela histórica La Muerte de Buenos Aires, y su abuela inglesa quedó tempranamente viuda (de familia metodista, y de prosapia literaria).

Su abuela inglesa estaba confinada en la frontera norte, lindante con las tolderías de indios amigos de etnia ranquelina (Catriel) donde había conocido a una cautiva que siendo compatriota suya no quería abandonar la toldería, y que su nieto relata en uno de sus cuentos titulado Historia del guerrero y la cautiva. Los indios amigos como Catriel, en la provincia de Buenos Aires, eran muy estimados por los políticos locales y también por su abuela inglesa, como lo había sido Pumacahua en el Perú, o la Malinche en México. Aunque pertenecían a parcialidades bárbaras, no fue óbice para que abandonaran o traicionaran a los suyos. A propósito, Borges relata en uno de sus cuentos, extractado de una poesía de Benedetto Croce que a su vez citaba el texto del historiador latino Pablo el Diácono, el caso de un bárbaro lombardo. En ese texto que Borges reproduce, Pablo trata del destino y la muerte del bárbaro lombardo Droctulft, originario de las orillas del Danubio, que defeccionó en el cerco de Rávena en tiempos de Diocleciano, asombrado de la belleza de los “palacios, del mármol, de las estatuas, de templos, de jardines, de gradas, de jarrones, y de capiteles”, de dicha ciudad medieval.

El contexto político en la obra de Borges

Volviendo a su contexto político, Borges ya había participado en política antes de declarada la última guerra mundial, primero en la década del veinte como fundador y presidente del Comité Yrigoyenista de intelectuales jóvenes que lo lleva a apoyar públicamente la candidatura de Hipólito Yrigoyen en 1928, y luego en la década del 30 como consejero del Primer Congreso contra el Nazismo y el Antisemitismo que presidió el médico-filósofo marxista Emilio Troise, celebrado en Buenos Aires en agosto de 1938 en plena época de los Frentes Populares. Y producida la derrota nazi, descubierto el horror del genocidio, en curso los juicios de Nüremberg, y en medio del Bloqueo de Berlín (1948-1949), durante la guerra fría que se iniciaba en el mundo, Borges se encontró inmerso en una intensa y extendida red de solidarios y comprometidos intelectuales liberales.

En ese militante ambiente intelectual, Borges publicó su cuento “Deutches Requiem”, donde revela la meditación interior -semejante a un sueño- del oficial nazi Otto Dietrich zur Linde durante su último suspiro en el patíbulo, antes de ser ejecutado bajo los cargos de torturador y genocida, lo que evidencia el anhelo de Borges, al decir de González de la Llana, de penetrar en el mito para “explicar” la historia. Del desopilante relato del oficial nazi, Borges no para de escandalizarse por cómo pudo Alemania concebir que quienes cultivaban la memoria de Goethe y de Brahms convivieran con genocidas. Como intentando contestar ese interrogante, Borges arriesga una conjetura psiquiátrica sobre la personalidad de Hitler, el más moderno y cruel minotauro de la historia, quien habría padecido un síndrome de suicidio egoísta, pues en su inconsciente buscaba afanosamente un Teseo que lo derrotara. Casi tres décadas más tarde, en 1973, Borges publicó su poema “A Johannes Brahms”, el autor del Requiem, quien para él encarnaba a diferencia de Wagner “la concepción schopenhaueriana de la música”, como expresión de la voluntad y manifestación de las emociones y sentimientos más caros y desinteresados del género humano.

Para esa época en que Borges homenajeaba a Brahms, en 1970, cuando en Chile triunfaba electoralmente la candidatura de un presidente socialista (Salvador Allende), en Argentina fue asesinado en 1970 el expresidente argentino Pedro Eugenio Aramburu, quien había presidido la denominada Revolución Libertadora. En su afán por entender el asesinato de Aramburu, quien como a Laprida también le había llegado el “destino sudamericano”, Borges buscó sin prejuicios conocer la naturaleza del nuevo magnicida para poder retratarlo en un cuento. El perfil del magnicida imaginario debía ser a semejanza del Montonero que ejecutó a Aramburu, supuestamente ligado a las fuerzas de choque del nacionalismo católico y al lonardista Ministro del Interior Gral. Francisco A. Imaz. Esta idea fija y obsesiva guiaba la búsqueda de Borges desde que estudió los casos del Fraile Aldao y del oficial nazi ejecutado en Nüremberg. Pese a las profundas diferencias, el personaje magnicida del cuento recayó en el estudiante de derecho de filiación política colorada Avelino Arredondo (con ese nombre y apellido se titula el cuento), y la víctima propiciatoria en el adinerado terrateniente y Presidente colorado del Uruguay decimonónico Juan Idiarte Borda. Arredondo asesinó a Idiarte Borda en 1897 por considerar que traicionaba los ideales del coloradismo (liberalismo uruguayo), pero la guerra de los blancos contra los colorados continuó siete años más hasta culminar en 1904 en la batalla de Masoller con la muerte del gauchesco líder blanco Aparicio Saravia, y la consagración del liderazgo reformista de José Batlle y Ordóñez en el partido colorado.

En medio de un creciente proceso insurreccional, y teniendo lugar en 1973 el retorno de Perón (tras diecisiete años de exilio) ocurrió también simultáneamente la violenta caída del primer gobierno socialista en Chile. A partir de entonces, se inauguró en Argentina una etapa donde la renaciente democracia se subordinó a un terrorismo de estado inédito. En efecto, la democracia representativa y la supuesta justicia independiente se supeditó a un escuadrón de la muerte u organización parapolicial llamada “Triple A”, puesta al frente del poder y quedando sus responsables políticos y militares aún impunes. Para escarmiento de una población crecientemente amedrentada, ocurrieron más de un millar de asesinatos, entre otros el de los intelectuales Rodolfo Ortega Peña, Carlos Mujica y Silvio Frondizi, este último arrastrado de los pelos desde un quinto piso y asesinado a mansalva en plena calle. Borges recordó entonces, era el año 1974, su experiencia con el Fraile Aldao y con el oficial nazi Otto Dietrich, y aunque vivía alarmado y hasta amenazado de muerte, y cuidando de su nonagenaria madre que falleció al año siguiente de 1975, no escatimó esfuerzos para esclarecer en su conciencia la sospechosa venganza argüida para justificar el crimen de Aramburu (fusilamientos de 1956).

Tampoco Borges escatimó esfuerzos para remontar la indagación al drama uruguayo de fines del siglo XIX, inspirado en el alegato que en su defensa había escrito su propio tío uruguayo el fallecido Luis Melián Lafinur. Tras consultar a su amigo el ensayista Ernesto Palacio, quien había publicado en 1946 la obra Catilina. La revolución contra la plutocracia en Roma, Borges se habría puesto en contacto con un nieto argentino de la víctima oriental, el afamado ex agente pro-nazi y culto germanófilo Juan Carlos “Bebe” Goyeneche, alias el virrey (alusión irónica al último virrey español que reprimió a los ejércitos patriotas y con el cual no tenía parentesco alguno), al que lo unía una tragedia común pues ambos no pudieron conocer a sus abuelos por haber sido asesinados. La pesquisa no bastó con la información que le pudo haber proporcionado Goyeneche, que incluyó una publicación de su propia madre, hija de Idiarte Borda. Borges buscó entonces, en agosto de 1971, un año después del asesinato de Aramburu, la colaboración del oriental Emir Rodríguez Monegal con quien consultó en la Biblioteca Nacional numerosos textos, que Monegal mismo le leía a guisa de moderno lazarillo, para finalmente, cuatro años después, publicar el cuento en El Libro de Arena (1975). Y apenas dos meses después de producido el golpe militar de 1976, Borges conjuntamente con Ernesto Sábato y Leonardo Castellani S.J. intercedieron ante el Gral. Videla por la vida de los escritores Conti y DiBenedetto.

Fue en esa atmósfera política apocalíptica y en una suerte de tensión paranoica, pero siguiendo tenazmente su estrategia tercerizadora de aproximación indirecta inspirada en Gibbon, Borges cometió el error de confundir la situación de Chile con la que estaba padeciendo Argentina, la de dejarse condecorar por Pinochet en 1976, y la de justificar la Dictadura del Proceso, pero en mayo de 1980 recibió a las Madres y firmó una solicitada en defensa de los desparecidos; y otros dos años más tarde condenó la invasión de Malvinas; y al año siguiente, reinaugurada la democracia, en 1983, se arrepintió de su visita a Pinochet y pidió sinceramente perdón. No obstante, a Borges, el exitismo de un triunfo electoral no debe haberle llamado mucho la atención, pues gran parte de su tradición literaria está vinculada con la concepción de la derrota y con “la sombra de haber sido un desdichado”.

Pasados otros seis años más, en 1982, cuando ya había consumado su última evocación simbólica sobre la adversidad (crímenes de Aramburu y de Idiarte Borda), Borges viajó con Maria Kodama a la Selva Negra para visitar al centenario Ernst Jünger, el autor de Der Arbeiter (El Trabajador), cuya lectura había motivado la conversión de Heidegger al nazismo. El objetivo de la entrevista era proseguir su estudio del cuento Deutsches Requiem y de paso profundizar su indagación sobre el crimen de Aramburu mediante la estrategia retórica de la aproximación indirecta consistente en tercerizar el conflicto, es decir implementar un caso del pasado, e incluso de un país vecino, para referirse a un fenómeno presente y local que lo agobiaba. ¿Si lo había entrevistado al germanófilo Goyeneche, porque Borges no lo iba a hacer con Jünger?. Enterado de la entrevista, el escritor chileno exilado en Alemania, Víctor Farías, le pidió a Jünger que le envíe sus impresiones de su reunión con Borges, de lo que resultó un Dossier, que Farías publicó en la revista Araucaria de Chile, dirigida desde el ostracismo por Volodia Teitelboim, en 1984.

El culto a la adversidad y el destino sudamericano en Borges

Para el culto a la adversidad, Borges había adoptado no las guerras de independencia o las de la organización nacional sino el luctuoso acontecimiento de la guerra civil, tal como lo había hecho Shakespeare con la Guerra de las Dos Rosas en Ricardo II, o con la Guerra Civil Escocesa en Macbeth, o preanunciando la Guerra Civil Inglesa de 1642 y la ejecución del Estuardo Carlos I (1649), en toda su inmensa dramaturgia de ribetes universales. Y en América Latina también lo intentó Herrera Luque en Venezuela con la memoria del caudillo asturiano Boves el Urogallo en las llanuras del Apure.

Para los protagonistas principales, Borges se sirvió de la frágil figura de un lejano ancestro materno, de profunda vocación intelectual, la del Padre Fundador de las Provincias Unidas del Sud (que entonces incluía el Alto Perú, hoy Bolivia, y la Banda Oriental del Uruguay), el jurisconsulto Francisco Narciso de Laprida, quien había confraternizado con Belgrano en su puja con Tomás Anchorena acerca del Inca perdido, propuesto en el Congreso de Tucumán para presidir el destino de dichas Provincias (uno de cuyos sobrinos residía en Londres y que falleció en Buenos Aires), y quien fue además el rivadaviano autor de numerosos periódicos y panfletos dirigidos contra el clero cuyano. También se sirvió Borges del alcohólico caudillo, ex fraile domínico y ex guerrero de la Independencia José Félix Aldao, quien se convirtió en un sub-minotauro al servicio de Facundo Quiroga que hizo que Borges perseverara a lo largo de su vida indagando los pormenores de esta personalidad psicopática. Esta saga se repitió en la posguerra cuando a propósito del oficial nazi Otto Dietrich, Borges visitó al centenario y lúcido Ernst Jünger en la Selva Negra cuando ya tenía 83 años de edad y llevaba con obsesión cuarenta (40) años meditando los crímenes del minotauro cuyano, y cuando con el asesinato de Aramburu en 1970 y su comparación con la muerte de Idiarte Borda de 1897 habría visitado o se puso en contacto muy a su pesar con el germanófilo Bebe Goyeneche.

Borges también adoptó como escenario para esa minotauromaquia o culto a la adversidad, la emblemática batalla del Pilar (1829), acontecida en Cuyo, la primera derrota que precedió a una larga saga de derrotas, en la década de 1840, las de Pago Largo en Corrientes, Quebracho Herrado en Córdoba, Famaillá en Tucumán, e India Muerta en la Banda Oriental, acontecidas en la larga Guerra Civil entre federales y unitarios (1820-1852), y en su equivalente y contemporánea Guerra Grande del Uruguay entre blancos y colorados (1839-1851), que enlutó al continente sudamericano, como lo hicieron en México las guerras entre Iturbide y Santa Anna, y en Venezuela las guerras entre Páez y los hermanos Monagas; y no así en Chile, por cuanto su guerra civil se libró en territorio de las Provincias Unidas del Sud (consultar el drama de los hermanos Carrera).

Era esa misma guerra fratricida que unas décadas más tarde dramatizó Ernesto Sábato en Sobre Héroes y Tumbas, musicalizó Eduardo Falú en el Romance a la Muerte de Juan Lavalle, y cuyo cortejo fúnebre a través de la Quebrada de Humahuaca rumbo a la catedral de Potosí, lo pintó el malogrado Nicanor Blanes (desapareció en Italia para desesperación de su padre el pintor uruguayo Juan Manuel Blanes). La connotación trágica vindicada por Borges obedeció a que habiendo estado el letrado Laprida fogueado en duelos de tinta y de pluma, no lo estaba para un salvaje combate ecuestre, pues cuando huía del campo de batalla, con 43 años de edad, la caballada enemiga del Fraile Aldao lo pisoteó a sabiendas de su identidad y de quién era en la vida pública cuyana, y más luego sin protocolo ni pelotón de fusilamiento alguno lo ”enterró vivo” (Memorias de Paz), no habiéndose hallado nunca hasta el presente su cadáver insepulto.

Por cierto, amén del magnicidio de Laprida, la facultad creativa en Borges también se habría inspirado interpelando o re-acentuando (en términos bajtinianos) sus propias lecturas de obras alusivas al doloroso “destino sudamericano”, que no se reducen sólo al Facundo de Sarmiento como sugiere De la Fuente (2016), sino a otras memorias de época, tales como Viajes y también Recuerdos de Provincia del propio Sarmiento, y a los testimonios del terrorismo mazorquero en la Amalia de Mármol, y en las Memorias de José María Paz. Asimismo, Borges se había ilustrado en las primeras biografías de la guerra civil, como las Tablas de Sangre de Rivera Indarte, y Los Proscriptos de Ricardo Rojas; y también en los primeros ensayos de naturaleza psiquiátrica como Rosas y su tiempo de José María Ramos Mexía, y La Evolución de las Ideas Argentinas de José Ingenieros. A ellos le siguieron un gran número de investigaciones referidas al pasado colonial y pre-colombino practicadas por antropólogos, arqueólogos, lingüistas y filólogos, desde la década del veinte, algunos de los cuales reseñó, comentó o conoció personalmente en la revista Sur. Pero al basar sus lecturas, entre otras en Sarmiento, Borges estaba interpelando también referencias documentales de otros caudillos menos afamados que Facundo Quiroga, tales como el tucumano Alejandro Heredia, el chileno José Miguel Carrera, el santafesino Estanislao López, el entrerriano Pancho Ramírez, y esencialmente el oriental José Gervasio Artigas (y su escriba y primo hermano el fraile franciscano José Benito Monterroso, gran lector del panfletista norteamericano Thomas Paine), quien habiendo sido derrotado en Tacuarembó por el ejército imperial brasilero en 1820, se exilió en Paraguay hasta su muerte.

Esa facultad creativa, Borges la alimentaba no sólo con lecturas sino también con una militancia política que estuvo, cuando volvió de Europa en 1921, enrolada en un partido cuyos orígenes no provenían de las alturas del poder sino de un subsuelo social protagonizado por ciudadanos-milicianos fogueados en los atrios de las iglesias en defensa del sufragio secreto y de la urna sagrada, y que se fundaba en un mensaje que sufrió derrotas como lo fueron la Revolución de 1890, las insurrecciones de 1893 y 1905, y la Reforma Universitaria de 1904 en Buenos Aires. Fueron esas derrotas, el suicidio de Leandro Alem, la militancia obrera de la FORA reprimida por el prusianizado ejército de Riccheri en la Semana Trágica de enero de 1919, y su interpretación acerca del tango “en su contexto noctámbulo y lupanario”, como que había sido deformado por el modernismo gardeliano, las que alimentaron su cuentística arrabalera y cuchillera, que hacían culto del coraje, la entereza y la dignidad personal.

Sin embargo, internamente, en el espacio nacional, su antigua filiación política en el Radicalismo se fue diluyendo, al extremo que fue marginado en beneficio exclusivo de una militancia nacionalista liderada por Ricardo Rojas (autor de La restauración nacionalista), quien en esa época fue candidateado por las autoridades partidarias para el Premio Nóbel de Literatura. Recién con la restauración democrática de 1983, el espíritu de Borges volvió a entusiasmarse con el Radicalismo, aunque ya en las postrimerías de su vida, pues falleció en 1986.

Las persistentes pesadillas teológicas y los laberintos oníricos

Más atrás en el tiempo, para su inspiración poética, Borges interpeló las trágicas defensas que hicieran José Martí en Nuestra América (1891), Alejandro Dumas (padre) en la Nueva Troya (1850), la ciudad de Montevideo (sitiada por el ejército de Rosas y Oribe), y el dramaturgo austro-checo Franz Werfel en su “Juárez y Maximiliano” (1931), para cuya obra Borges contribuyó con un inadvertido prólogo recientemente exhumado, en el que anticipó la manera que al emperador vencido, lo “han extraviado las circunstancias en un mundo implacable”, pues “antes de combatir está derrotado, porque lo desarman la piedad y la lucidez [Napoleón III lo ha traicionado ordenando el retorno de las tropas francesas]”. Aún más remoto en el siglo XIX, Borges debe haber interpelado el angustioso discurso de Bolívar en el Congreso de Angostura (1819) donde describe el amargo pasado del pueblo americano. Bajo la inspiración del ideario de Francisco de Miranda y de la Revolución Haitiana, Bolívar había denunciado que dicho pueblo estaba uncido “…al triple yugo de la ignorancia, la tiranía y el vicio”, y no había logrado “…adquirir ni saber, ni poder, ni virtud”; y una década más tarde -luego de haber batido a los españoles en todas las batallas— acabó por reconocer enfermo, desolado y en articulo mortis su propia derrota confesando “…que había arado en el mar”, al no haber podido consumar el sueño de una América Latina políticamente unida.

La minotáurica pesadilla del fraile Aldao, que se repetía con el laberinto onírico del oficial nazi Otto Dietrich y con el tercerizado matador de Aramburu, eran semejantes a las pesadillas que pintó Bruegel en los Países Bajos hacia mediados del siglo XVI (Museo del Prado, Madrid), y Picasso en la Minotauromaquia, un año antes que pintara el Guernica (1937). Como antecedente de combate, y escalando retrospectivamente a siglos anteriores, también debe haber prevalecido en Borges otras historias tales como el Sermón Guadalupano, la Nueva Coronica y el Mal Gobierno, y la polémica de Valladolid entre Sepúlveda y Fr. Bartolomé de las Casas. En efecto, el influjo del Sermón Guadalupano del Fraile dominico simpatizante del jansenismo Servando Teresa de Mier (1794) caló hondo en su memoria. El célebre Sermón fue rescatado desde los albores de la Revolución Mexicana por su paisano Alfonso Reyes, más tarde un asiduo contertulio en las peñas poéticas porteñas (Fr. Servando se había fundado en la información que le brindó el anticuario Ignacio Borunda y en la Rebelión esclava de Haití de 1791, un reflejo inmediato de la Revolución Francesa). Producida siglo y medio más tarde la Revolución Castrista, el novelista cubano disidente Reinaldo Arenas redescubrió en el infortunio que le tocó vivir a Fr. Servando aquel fatal y apocalíptico “destino sudamericano”. Arenas confirmó que las represalias sufridas por Fr. Servando a fines del siglo XVIII ocurrieron por brindar una justificación teológica heterodoxa a la para entonces potencial emancipación latinoamericana.

Ascendiendo el calendario americano otro siglo más (siglo XVII), de no haber sido operado en Suiza, Borges se habría encontrado en su laberíntico itinerario, u hoja de ruta imaginaria, con los toledanos Virreyes del Perú y con el perseguido Jesuita mestizo Blas Valera, originario de Chachapoyas (Amazonía peruana), hijo de un conquistador uxoricida, citado por el Inca Garcilaso en los Comentarios Reales (este último muy influido por la Compañía de Jesús), y con su autoría de la Nueva Coronica y Buen Gobierno consentidamente oculta, pues a raíz de la represión post-toledana y a su temprana defunción jurídico-parroquial fraguada en Málaga debió -para su imprimatur- transferir la misma a su testaferro, el indígena ayacuchano Guamán Poma de Ayala.

Esta verdadera y postergada autoría, o la bajtiniana maniobra de poner en boca de otro lo que uno mismo ha escrito (o “plagio al revés”), conocida como seudonimia, que históricamente era propia de la literatura apocalíptica apócrifa y de la producción literaria masónica, ha sido posible confirmarla recién cuatro siglos después, con lo que la cruda realidad histórica terminó por superar largamente a la ficción fantástica. En efecto, la documentación que prueba el borgeano aserto pertenece a una colección privada hallada por Laura Laurencich-Minelli en un palacio de Nápoles (propiedad de Clara Miccinelli), heredada de una donación de Amadeo de Saboya-Aosta (a su vez heredero de su abuelo homónimo el Rey de España en 1870) -que a fines del siglo XIX Paul Rivet, el autor de la Teoría Oceánica del poblamiento de América, había desistido de adquirir. Con un empecinamiento también borgeano y luchando contra los mandarinatos académicos empinados en el poder andino, Laurencich-Minelli logró penetrar los secretos más recónditos de este laberíntico Archivo como si se tratara de un códice maya o fuera la misma Piedra Rosetta.

Por cierto, la comunidad historiográfica peruana se dividió al respecto; pero en un comienzo, a fines del siglo pasado, asimiló el sensacional y explosivo descubrimiento con una inusitada indiferencia. Y en otros lamentables casos lo recibió con alusiones personales absolutamente ajenas a la vida académica. En su justa réplica, Laurencich-Minelli (2002) cita tres veces al crítico peruano, denunciando su superficialidad, su falta de rigor para analizar el envenenamiento, y su desdén por las comunicaciones científicas de los colegas que han abundado sobre estos mismos descubrimientos.

Remontando hasta fines del siglo XVI, y a diferencia de la obra del francés Renan, Borges tropezó esta vez con la ejemplaridad de ensayistas latinoamericanos como Rubén Darío, Paul Groussac, y José E. Rodó, seguidos muy de cerca por la Generación del 900 (Ingenieros, Lugones), y por Aníbal Ponce y Manuel Gálvez, que fueron los primeros en la modernidad tardía en interpelar o re-acentuar el drama renacentista de Shakespeare La Tempestad. Este drama representa al colonialismo europeo, durante la crisis de la dinastía Tudor (1485-1603), en una época de sideral expansión del conocimiento geográfico y de un esencial antagonismo entre la modernidad anglo-sajona y la más antigua modernidad greco-latina (España). La obra de Shakespeare reincorpora al debate -a juicio de Naishtat (2016)- el “drama abierto del destino del Nuevo Mundo”, escenificado en una metafórica isla del Caribe (Bermudas), y centrado en las características humanas (sexualidad, raza y género) de sus personajes más medulares, las figuras de Calibán y de Ariel, adornadas con todas sus virtudes, estigmas y estereotipos. Entre los estigmas de Calibán que Shakespeare interpela a los Ensayos (1592) de Montaigne, estaba la minotáurica antropofagia, razón por la cual lleva ese apodo deformado de la palabra caníbal.

Y a propósito de la minotáurica esclavitud a la que eran sometidos los indios en el Nuevo Mundo (mita, yanaconazgo), y a su sustitución con los negros importados desde África, Borges había ensayado antes de componer el Poema Conjetural una explicación para la adopción de la esclavitud negra en su cuento El Atroz redentor Lazarus Morell, publicado en La Historia Universal de la Infamia (1935). La argumentación esgrimida para la adopción esclavista, Borges la extendió a la modernidad anglo-sajona, pues el redentor Lazarus Morell lucró con ella en las colonias sureñas de EEUU, donde se destacó especialmente la Iglesia Bautista, sin que esta hubiera hecho cuestionamiento religioso alguno.

El pretendido origen piadoso de Fr. Bartolomé de las Casas en defensa de los indios fue parodiado por su sugerencia de importar esclavos de África, dirigida al emperador Carlos V en 1517. Pero como buscando profundizar una explicación que le sonaba paradójica acerca de la esclavitud de los indios, que Bartolomé de las Casas había logrado emancipar importando negros, Borges se informó -a partir de la visita de Alfred Métraux a Buenos Aires en 1928 (que lo familiarizaron con las investigaciones en Brasil de Levi-Strauss y de su Pensamiento Salvaje)- de los trabajos en Bolivia con los Uros-Chipaya (Oruro), vieja población cuya cultura posee una lengua pre-existente a todas las conocidas, de parentesco lingüístico arawaco, y cuya etnia había estado sometida por los Aymaras, tanto como estos últimos lo estuvieron por los Quechuas e Incas y que estuvo nostálgicamente retratada en el documental Vuelve Sebastiana, filmado en 1953 por Jorge Ruiz.

Esta borgeana indagación, que quedó reflejada en sus cuentos El Informe de Brodie, y en El Etnógrafo (aludiendo a Métraux), publicada tres décadas después en el libro Elogio de la sombra (1969), influyó notoriamente en la visión de los antropólogos y lingüistas pues concluye sabiamente que en toda investigación científica lo que importan son los procesos y no la búsqueda de un resultado final”, como lo que debe importar hoy día, al cumplirse un siglo de la Reforma Universitaria de Córdoba de 1918, son los múltiples dolores (corrupciones) que aún persisten en las estructuras académicas y educativas de nuestros países (en todos sus niveles pero comenzando con el más alto en el seno de los organismos de ciencia), que son las libertades que aún faltan redimir, y que a su vez son las verdaderas responsables de una justicia corrupta y de una educación en estado terminal.

Por eso y otros motivos, entre sus interpelaciones y re-acentuaciones, nos atrevemos a presumir que Borges sintió la necesidad de ampliar su conciencia histórica hasta alcanzar los ámbitos espaciales, lingüísticos y temporales de todo el continente, pues aparte de los vínculos poéticos, heredados de su padre, como el entrerriano Evaristo Carriego (amigo a su vez de Martiniano Leguizamón) con sus recitados de Almafuerte, y el propio Macedonio Fernández, sus nuevas y más recientes amistades: el arequipeño Alberto Hidalgo (cuando era aprista), el regiomontano embajador Alfonso Reyes, el exilado hispanófilo dominicano Pedro Henríquez Ureña, el muralista mexicano David Siqueiros, el escritor norteamericano Waldo Frank (muy amigo de Mallea, quien le servía de traductor), su cuñado uruguayo Enrique Amorim, y el antropólogo suizo Alfred Métraux (criado en Mendoza junto con los mapuches), le transmitieron los relatos políticos referidos a la intelectualidad colonial y revolucionaria de México, Centroamérica, el mundo andino y la cuenca caribeña.

Por todo ello y haciendo mención a la amplia y profunda implicancia que para Borges poseía la noción del laberinto, pues abarcaba según Sarrocchi Carreño (1998), la lengua (torre de Babel), los juegos (ajedrez), las bibliotecas (Alejandría), los archivos (Asurbanipal), las leyes (Hamurabi), los sueños y la geografía de ríos y desiertos, hemos de hacer a continuación referencia al laberinto propiamente borgeano inscripto en Latinoamérica, en dos de sus dimensiones más relevantes, la de los ámbitos espaciales y lingüísticos del subcontinente y la de su reinvención en el tiempo histórico a partir de la Paz de Westfalia (1648).

El laberinto borgeano y sus ámbitos espacial y lingüístico en América Latina

Así como en 1943 Borges centró el drama histórico-poético en la guerra civil rioplatense de la primera mitad del siglo XIX, y en el terrible drama de Europa ocasionado por el fascismo, seis años después, en 1949, vio la necesidad de explorar nuevos rumbos más significativos, y junto con el influjo de la antropología de Alfred Métraux trasladó el ámbito espacial a Centroamérica en tiempos de la conquista, como retornando a la tierra y al parnaso del nicaragüense Rubén Darío, del cual se consideraba un discípulo crítico. Y como obedeciendo a una búsqueda preconcebida, engendrada a partir del Poema Conjetural, pero fundada en lecturas estéticas, y lingüísticas, Borges inició una saga literaria laberíntica. En esa iniciación Borges escribió un cuento fantástico acerca de un chamán de raza Quiché, prisionero del conquistador Pedro de Alvarado, en una celda que compartía por mitades separadas con un jaguar a quien por años le estudió el orden y la configuración de sus manchas y terminó por descubrir en ellas el nombre de Dios, titulado “La escritura del dios” (que integra El Aleph).

Prolongando cartográficamente la trama del cuento borgeano del chamán Quiché más hacia abajo de la cruz del sur, fue preciso trasladar el ámbito espacial hacia el ecuador del hemisferio americano, a la posterior conquista del Perú; al botín de guerra en oro y plata, al sol de oro que fue el origen de la condecoración de la Orden del Sol jugado al “inescrutable” azar de un cubilete, y cuyos pormenores Borges sentenciosamente apuntaba que “Prescott ha salvado”; al rostro perdido del Inca celebrado en las efemérides religiosas del Cuzco, el mismo que el prócer Manuel Belgrano buscó infructuosamente para presidir las Provincias Unidas del Sur; y a la Crónica Perdida del conquistador Francisco de Chávez, tal como la soñó quien vino a sustituir a Borges en la tarea de ficcionalizar el pasado histórico de la conquista, el fallecido escritor piurano Miguel Gutiérrez Correa con su novela Los Poderes Secretos (1995).

Y yendo más al sur todavía del sub-continente, cruzando por el Tucumán para eludir el Desierto de Atacama, y llegando a Chile, Borges confrontó con La Araucanía de Alonso de Ercilla y con el canto a los caciques Lautaro y Caupolicán, obra a la que el polifacético crítico hondureño, nacionalizado guatemalteco, Augusto Monterroso, que estuvo exilado en Santiago, atribuye haber sido la fuente inspiradora para El Aleph (y no la Divina Comedia como sugirieron otros, desautorizados por el propio Borges).

No obstante, Borges había aludido con nostalgia en su poema El Perú al apenas vidente historiador Prescott, quien había revelado hasta qué grado Almagro, los hermanos Pizarro y los reyes incas (Atahualpa, Huayna Capac, Huáscar), en el crepúsculo de sus vidas, los sorprendió una muerte violenta. Y en el caso de la oficialidad Inca en Cajamarca, nuevas y recientes investigaciones de la peruanista italiana Laura Laurencich-Minelli corroboran la ficción de Gutiérrez Correa y también el “destino sudamericano” que nos profetizó Borges en su fundacional Poema Conjetural, pues este mismo e idéntico destino “calibanesco” había sido padecido ya por la elite incaica hacía cuatro siglos, en el primer encuentro con las huestes de Pizarro (que emulaban a Hernán Cortés y su Matanza de Cholula de 1519).

Desde entonces, el crimen capital o fundacional de la conquista había quedado siniestramente impune para la historiografía latinoamericana y consecuentemente para la literatura americana, pero la justicia póstuma quiso finalmente que ella arribara de la mano de una Amauta (sabia) italiana. Laurencich-Minelli (2002) confirmó la celada con que Pizarro traicionó al estado mayor de Atahualpa, mediante un brindis con vino moscatel, contaminado con rejalgar (trisulfuro de arsénico), intermediado por el traductor Felipillo, y consabidamente bendecido por el Cura Valverde, celada que ni la Leyenda Negra (Raynal, DePauw, Buffon) había alcanzado en su tiempo a conjeturar, pues la información de esos procedimientos de lesa humanidad fue a posteriori censurada, y muchos de sus actores como el intoxicador Fr. Yepes habían sido expresamente desaparecidos.

Con la conquista, amén de la esclavitud, España había introducido tempranamente en América la institución contra-reformista de la Inquisición, un minotauro ibérico-papal que se centró en reprimir sin escrúpulos las desviaciones religiosas y políticas de los colonizadores y sus allegados. La represión inquisitorial debe ser considerada entonces como un antecedente remoto del genocidio nazi. Pero a diferencia del genocidio, que estaba hipotéticamente fundado en presupuestos de la ciencia biológica moderna, la Inquisición lo estuvo casi exclusivamente en consideraciones teológicas (que para Borges eran pura literatura fantástica). Abundando con una más intensa dosis de ficción y de sueños, para las supersticiones y hechicerías practicadas por los indígenas, la Corona había reservado un procedimiento más plebeyo pero no menos genocida que el tribunal del Santo Oficio, y que lo denominaban “extirpación de idolatrías”.

Finalmente, con respecto al laberinto étnico-literario del mundo moderno y contemporáneo, Borges hizo hincapié en el hermafroditismo y la heteroglosia lingüística y estética poniendo como ejemplo la obra gauchesca escrita en inglés del argentino William Henry Hudson, más precisamente La tierra cárdena. Pero para el laberinto lingüístico del mundo andino fue necesario sustituir a Borges con nuevos autores bilingües en lenguas autóctonas, que ficcionalizaran esos mundos “anchos y ajenos” (J. M. Arguedas, Alegría, Icaza). Corroborando esa ausencia, el aprista Luis Alberto Sánchez le reprochó a Borges haber ignorado al desdichado apurimeño José María Arguedas, el autor de Los Ríos Profundos, y amigo entrañable de John Murra, el antropólogo rumano-estadounidense y veterano de la Brigada Lincoln en la guerra civil española, que elaboró la teoría andina del control vertical de los pisos ecológicos. El desencuentro obedeció a que, a diferencia de Arguedas, en Borges pesaba una vieja lucha contra el racismo, y no podía por ello comulgar con el entonces discutido indigenismo. Tampoco Borges tuvo que lidiar con el sincretismo, ni con el bilingüismo y la distancia entre la palabra y la cosa (salvo algo de lunfardo con el cual salpicaba sus cuentos de cuchilleros), como se da en la tradición oral de las lenguas indígenas de los mundos andino y mesoamericano, y del espacio guaranítico. Sin embargo, este no fue el caso con Ciro Alegría, a quien cuando visitó Buenos Aires lo homenajeó y pese a su ceguera fue a buscarlo al hotel donde se hospedaba.

El laberinto borgeano y la reinvención de América en el tiempo histórico

En el siglo XVII, en medio de una crisis de supervivencia civilizatoria (ajusticiamientos de Moctezuma, Cuahutemoc, y Atahualpa, Guerra de los Treinta Años, 1618-1648, persecuciones de herejes y judíos y lógica de la hoguera inquisitorial), tuvieron lugar controversias teológicas que se repitieron tres siglos más tarde entre los dos pensadores más polémicos de un siglo implacable: Walter Benjamin, autor de El Origen del Drama Barroco Alemán, y Carl Schmitt de Hamlet o Hécuba.

Estas controversias del siglo XX terminaron por reinventar una nueva Europa (la de la Unidad Europea), tal como las controversias del siglo XVII habían reinventado a la Europa y a la América de entonces (tratados de Westfalia, Methuen, y Utrecht). Esa reinvención de América que partió del ámbito espacial fundacional terminó por clausurar el sueño Habsburgo-papista del imperio universal, por generar la conquista holandesa del Nordeste brasilero (1621-35), y la guerra irredentista del Brasil (1644-1654), por reformular la nueva dinastía lusitana de los Braganza, y por producir la secesión o partición de América entre las metrópolis portuguesa e hispánica (Tratados de Madrid y de San Ildefonso). Un espacio geográfico que era necesariamente común para toda Sudamérica (hinterland fluvial) fue partido en dos por egoístas razones políticas y estratégicas, subsistiendo hasta el día de hoy sus nefastas consecuencias.

Reinventada y fragmentada América un siglo más tarde, merced al Tratado de Utrecht (1713), con la erección del Virreinato de Nueva Granada, y con la aprobación del vasco Virrey del Perú Marqués de Castelfuerte, simpatizante de los Jesuitas, la Inquisición de Lima no trepidó en ejecutar en 1731 al líder de la Rebelión Comunera del Paraguay (a la sazón enfrentada a las Misiones Jesuíticas) el neogranadino nacido en Panamá José de Antequera y Castro. Treinta años después, con el terremoto de Lisboa de 1755, se disparó una ofensiva contra la Compañía de Jesús, que terminó con su expulsión de todos sus territorios, y con el redimensionamiento de los dominios ibéricos, teniendo lugar la erección del Virreinato del Río de la Plata, que logró anexar en sus dominios la Real Audiencia de Charcas (hoy Bolivia) despojándosela al Virreinato del Perú. Diez años más tarde, en 1781, el cruel escarmiento de Antequera vino a ser el antecedente inmediato de la Rebelión Comunera de El Socorro (Santander) en el Virreinato de Nueva Granada (Colombia), cuyo líder el charaleño Jose Antonio Galán también fue ejecutado y su cuerpo desmembrado un año antes que se consumara la nueva rebelión tupamarista.

Y durante todo el siglo XIX, y abarcando varias dictaduras, Roa Bastos -quien según la ecuatoriana Vintimilla Carrrasco mantuvo con Borges muchas afinidades literarias- alcanzó también a ficcionalizar la historia de un modo circular. En efecto, Roa Bastos delineó su tipo protagónico en un descendiente de linajes guaraníes y del fundador de Asunción Domingo Martínez de Irala, conocido con el apodo honorífico de Karaí Guazú, o Ser Supremo que era José Gaspar Rodríguez de Francia, uno de los dirigentes políticos que llevó adelante el proceso emancipador del Paraguay, apropiándoselo para sí (1811-1840), acentuando de esa forma su mediterraneidad estructural y fomentando su aislamiento político y económico, que con el correr del tiempo y el advenimiento de un liderazgo político-militar mesiánico (Solano López) desató una guerra con tres países vecinos y aliados que llevó a su pueblo a la derrota y a un cuasi aniquilamiento. En Rodríguez de Francia, Roa Bastos tipificó al prototípico déspota y tirano, que se había adueñado de la escritura, para imponer una vuelta forzada a la oralidad.

Un siglo y medio después que el Dictador Francia impusiera la censura postal y periodística en Paraguay, y como si el tiempo no hubiera transcurrido, producida la caída de Batista en Cuba en 1959, y un año antes que Fidel diera en La Habana en 1961 el Discurso A los Intelectuales, donde también imponía la censura a los cubanos, Borges viajó con su madre a Austin (Texas), invitado para dictar un seminario sobre literatura. En esa visita, Borges pudo compenetrarse de la liberal estructura universitaria norteamericana, regida por una auto-restricción académica que la había inaugurado desde Harvard a comienzos de siglo el Rector William Eliot (prohibición de contratar como docentes aquellos profesores que hubieren egresado en sus propias filas). Esta auto-restricción se expandió por todos los Estados Unidos generando un espacio-mercado descomunal que tuvo por fruto un incremento multiplicador del laberinto libresco del mundo, que desplazó a Europa de la hegemonía del conocimiento y le permitió disputar con éxito la carrera del espacio.

Tres años después, en 1964, Borges participó en Berlín del Segundo Encuentro Internacional de Escritores, donde la comunidad intelectual latinoamericana y Borges entre ellos se enemistaron entre sí a raíz de la Revolución Cubana, y la situación del poeta Heberto Padilla, quien perseguido por la contrainteligencia cubana tuvo que abjurar públicamente de su obra, haciéndoles recordar los Juicios de Moscú de la década del 20. Posteriormente, la represión intelectual se fue acentuando afectando a otros como Cabrera Infante, y sembrando de una discordia fatal el campo literario latinoamericano, quedando finalmente Fidel con la sola y única solidaridad de Gabriel García Márquez.

Invirtiendo en el tiempo, el orden cronológico de los recuerdos, y remontando la historia al Paraguay de tiempos de la conquista, Borges y Roa Bastos seguramente habrían incursionado en la metáfora renacentista del “Paraíso de Mahoma”, que hacía referencia al botín de guerra y al trueque o reciprocidad en alianzas, parentescos y poligamias de las que eran víctimas las mujeres indias, y que las interpretaciones modernas bajo el influjo del “tercer descubridor de Cuba” (luego de Colón y de Humboldt) el antropólogo cubano Fernando Ortiz, entraron a denominar con el eufemismo de “dinámica transcultural”.

Y retrotrayendo la historia de América Latina a los tiempos de la guerra de independencia, mientras Alejo Carpentier se inspiró en la Historia Universal de la Infamia (1935) para su novela El Reino de este Mundo (1949), donde retrata la Revolución Haitiana (1791-1804), el propio Borges conjuntamente con Neruda (con quien se solidarizaron por las persecuciones de González Videla en Chile) abundaron en sostenidas elucubraciones sobre el independentismo revolucionario de Mayo que dio lugar a la enigmática entrevista de Guayaquil (1822), en la que Bolívar y San Martín mantuvieron tres conferencias, de las cuales no se guarda memoria alguna, ni actas ni testimonios que registren el contenido de las mismas.

Con motivo de la mencionada Rebelión de Haití de 1795, la presión socio-étnica en la región caribeña y mesoamericana se había incrementado a niveles inauditos, haciendo necesaria más que nunca una válvula de escape que impidiera un proceso revolucionario. Como siempre, quien proveía de ese servicio era la Iglesia a través de su liturgia, que se expresaba en el Caribe con la Semana Santa, y en Mesoamérica con la festividad Guadalupana. En la celebración del Jueves Santo se representaba la Última Cena con una mascarada ritual que, al decir de Bajtin basado en Rabelais, operaba como el reverso del carnaval. En “La Última Cena”, obra de arte del cubano Gutiérrez Alea (1976), que representa este ritual, el Conde propietario del ingenio tomó el lugar de Cristo, y doce esclavos yorubas representaron a los apóstoles. En esa escena se enfrentó el discurso cristiano del Conde con el discurso religioso africano de los esclavos de etnia Yoruba. Pero todo terminó en tragedia con los esclavos asesinados, salvo uno que por ser cimarrón logró escapar.

Y en la festividad Guadalupana, el centro de la escena lo ocupaba el Sermón que se daba en la Catedral de México. En el mensaje mesiánico transmitido en el sermón catedralicio, Fr. Servando Teresa de Mier se atrevió a dar una explicación entre herética y piadosa del mito amerindio-guadalupano del Tepeyac (que re-acentúa o interpela la prédica renacentista de Fr. Bartolomé de las Casas). Para Fr. Servando, la evangelización de los indios se había practicado por Santo Tomás -el único apóstol de Cristo que fue al oriente- quince siglos antes de la conquista española, quien viniendo de la India por la Polinesia, entró al Nuevo Mundo y llegó a México, y que por tanto la represión religiosa practicada en América con el método de la extirpación de idolatrías era injusto y desalmadamente anticristiano. Por esa herética osadía, Fr. Servando fue acusado de blasfemia ante la Inquisición, y fue excomulgado y desterrado a un convento de España, con el mismo sádico método con que la disidencia intelectual y política de la Revolución Cubana fue tenazmente atormentada. Durante su largo destierro, Fr. Servando continuó su lucha practicando un epistolario ficticio o extemporáneo con el Iluminista difunto Juan Bautista Muñóz, quien desde la Real Academia de la Historia en Madrid había rechazado los mitos de la aparición de la Virgen de Guadalupe. En ese epistolario fraguado, Fr. Servando se esforzó por convencer a Muñóz de la seriedad de su sermón y de su creencia en la aparición de la Virgen.

Y a fines del siglo XIX, al referirse al tormento pan-amazónico engendrado -por la fiebre del oro negro (caucho)- Borges nos subyuga con la crítica a la novela histórica La Vorágine del colombiano José Eustacio Rivera, donde tuvo participación el heroico investigador irlandés Roger Casement, enviado por la Corona Británica, quien había colaborado en el Congo Belga con Joseph Conrad, el autor de El Corazón de las Tinieblas, y que por una injusta paradoja de la historia murió en 1916 ejecutado en la horca como traidor, por su afiliación al ejército republicano irlandés, muy semejante a lo que le aconteció en Perú al líder patriota Mateo Pumacahua ejecutado en Sicuani (Canchis) en 1814. Con relación a la postrer Guerra del Chaco (1932-35), ambos Borges y Roa Bastos se entrelazaron en un laberíntico contraste alrededor de los cuentos La Excavación (sobre el túnel de Gondra en el combate de trincheras) y Los Teólogos (cuento en El Aleph). Y acicateado por una triple deuda: el resquemor que le había dejado su desencuentro con Luis Alberto Sánchez y el indigenismo apurimeño (serrano) de José María Arguedas; la añoranza de la bilingüalidad tupinambá de sus ancestros Bandeirantes (Pombal y su hermano la combatieron reimponiendo el portugués); y la experiencia de su amigo Macedonio Fernández (de nutrido epistolario con el colombiano Germán Arciniegas), fundador de una frustrada colonia anarquista en Paraguay (de la cual huyeron perseguidos por los mosquitos), Borges estuvo a punto de viajar a Asunción junto con Roa Bastos, operación que lamentablemente, por motivos desconocidos pero presumibles, tuvo que suspenderse.

A Borges y a Roa Bastos los unía sin saberlo un secreto de infancia, pues ambos habían sido criados en una suerte de jardín, pero tras las verjas con lanzas que eran como “portones de sueños”, que sus padres les prohibían trasponer para que no se mezclaran con las criaturas vecinas de más baja extracción social, uno en Palermo (Buenos Aires) con la biblioteca de su padre repleta de libros ingleses, y el otro en un ingenio azucarero de Iturbe, en el Guairá (al oriente del Paraguay), lo que los volvió tímidos y taciturnos e hizo que tuvieran que azuzar su imaginación para poder comprender el mundo exterior que apenas comenzaban a transitar.

En ese ilusorio y laberíntico viaje por el mundo amazónico en búsqueda del río de la inmortalidad y de una utópica unidad continental, a emprender con Roa Bastos pero que no alcanzó a realizarse; Borges -a semejanza de los espejos y los sueños- habría estado a punto de librar, como Teseo, una última batalla (que arriesgo a localizar en el milenario oratorio sagrado del Chiribiquete, río Apaporis arriba). Finalmente, este combate lo libró un primo hermano de Macedonio Fernández, el Ing. Gabriel del Mazo (un nuevo Fitzcarraldo, reminiscente del retratado por Herzog), quien sin duda conoció a Borges, y que en la década del 40, se propuso enlazar los ríos Pilcomayo y Paraguay con los ríos Guaporé y Madeira hasta llegar a los ríos Amazonas, Putumayo y Caquetá. El propósito del Ing. Del Mazo era tripular un cabotaje interior, tal como Fernand Braudel sostenía que había sido el Mar Mediterráneo para el despegue de Europa durante el Renacimiento, y tal como Teddy Roosevelt navegó en 1913 para intentar expiar su minotáurica conducta en la cuenca caribeña y en el istmo panameño. Adentrándose más al norte del laberinto amazónico, en Brasil, Borges tuvo siempre un grato recuerdo de la lectura del ensayo fundacional Os Sertoes del explorador Euclides da Cunha, cuyo ejemplar anotado por él fue hallado recientemente en una colección privada lusitana.

Pero a diferencia de la profecía borgeana, que hace referencia a la recurrencia cíclica de miseria, desunión y violencia, Ralph Waldo Emerson había encontrado que la ficción orientadora del pueblo estadounidense fue por el contrario la de un “Destino Manifiesto“, derivado de un mítico porvenir colectivo, el del utópico “sueño americano”, y también de un meditado imperativo moral.

El sueño del Mayflower en la América sajona

La fuente del imperativo moral del Mayflower en la América sajona es de cristalina transparencia. Procedería primero del legado puritano de los perseguidos peregrinos separatistas, arribados en la pre-guerra civil inglesa (1620), del sermón de John Winthrop (1630) acerca de “Una ciudad que brille en lo alto de una colina” (A shining city upon a hill) que alumbre al mundo; y del excepcionalismo de la colonización puritana de Nueva Inglaterra que se contrapuso a la recepción que se hiciera de la conquista española de América y de su Leyenda Negra sobre la Inquisición.

A diferencia de México y Perú, en las trece Colonias Británicas no se habían hallado oro ni plata, ni tampoco como en el Paraguay se habían repartido las mujeres indias como trofeo o botín de guerra. Sin embargo, pese al cuestionamiento de muchos disidentes puritanos, y a semejanza de la adopción de la esclavitud, la intelectualidad inglesa avaló la conquista del pueblo indígena de EEUU, ubicándola en situación análoga a la del derecho de conquista que los normandos habían esgrimido con la población sajona hacía apenas medio milenio, a comienzos de la baja Edad Media (1066).

Y en segundo término, la utopía o “sueño americano” procedía de los Padres Fundadores que redactaron la Declaración de Independencia (abrevando de Maquiavelo, de Hobbes y de la obra panfletaria del cuáquero Thomas Paine); y también de la Constitución Americana (trasegando de la Ilustración francesa, escocesa y lombarda: Locke, Rousseau, Montesquieu, Beccaria); y en ambos documentos tomando prestado de las culturas griega y romana. Emerson, a quien el cuyano Sarmiento conoció personalmente, le atribuye a esa utopía el acceso a prerrogativas que estuvieron signadas por la libertad de conciencia religiosa, por la necesidad de hombres virtuosos en la gestión republicana, por la igualdad de oportunidades, por movilidades sociales y culturales ascendentes, por un devenir migratorio orientado hacia un poniente emancipador, por un crisol de razas que en la práctica debido al racismo y a la segregación (apartheid) que aún persiste hoy en día, estuvo limitado sólo a la vinculación de los inmigrantes europeos entre sí (melting pot o fusión cultural); y por un autogobierno secular con transiciones pacíficas, cada vez más anti-monárquicas, democráticas, solidarias y fraternales.

Pero esas prerrogativas aunadas, a pesar de la esclavitud primero y la segregación después, fueron hasta entonces desconocidas en la historia de la humanidad. Y de esas prerrogativas se había tomado conciencia que estas habrían de ser duraderas en el tiempo, en la medida que permanentemente se renovaran y extendieran y no fueran traicionadas.

Esta utopía redentorista de origen religioso puritano, anti-papista y anti-anglicano-mediada por los Padres Fundadores, influidos por la Ilustración escocesa e inglesa (Locke, Hume, Gibbon, Robertson) fue introducida en el campo literario estadounidense por los intelectuales “trascendentalistas” (de origen romántico) Walt Whitman y Henry David Thoreau, lecturas a las cuales fue muy afecto José Martí durante su estadía como exilado en Nueva York, previas a la publicación de Nuestra América (1891). También fue cultivada por la literatura norteamericana de diversas corrientes del siglo XX (Adams, 1931; Macleish, 1938; Miller, 1949; Carpenter, 1955; Cowley, 1964; Horbenger, 1968) hasta culminar en la década del 60 con el esperanzador Discurso de Martin Luther King Yo tengo un sueño (I have a dream) acerca de la integración definitiva entre blancos y negros.

Pero en el campo político y para justificar el expansionismo territorial de Estados Unidos, esa utopía o sueño americano del “Destino Manifiesto” fue reducida a una larga construcción mítica, que se fue eclipsando con la tácita postergación de la abolición de la esclavitud por parte de la Convención de Filadelfia (1787), que apostó -en aras de la unidad de los nuevos estados- a su natural extinción por el sólo transcurso del tiempo, con las adquisiciones de la Louisiana en 1804 y de la Florida en 1819, con la Doctrina Monroe de 1823 (que desafió la restauración monárquica de la Santa Alianza del canciller Metternich), y con la anexión de Texas en 1845. Pero lo que decisivamente contribuyó a la restauración del eclipsado sueño americano fue la Guerra de Secesión (1861-65) -con toda la cruel adversidad que la caracterizó- y la consiguiente derrota del ejército Confederado.

La Guerra de Secesión constituyó -como sostuvo recientemente Doyle (2015)- una verdadera causa universal de todas las naciones del mundo (uno de cada cinco soldados del Norte era irlandés o alemán y en muchos casos era veterano de las barricadas de la revolución europea de 1848), recordada por Borges en la Historia Universal de la Infamia, y cuya memoria aún hoy perdura con marchas y canciones como lo acaba de sostener con soberbia elocuencia el historiador estadounidense James M. McPherson (2015), y también con las numerosas connotaciones trágicas que nos trae a colación Michael C.C. Adams (2014). Una guerra santa, que fue también la ilusión prometedora de los esclavos de Cuba, Puerto Rico y Brasil (“Avanza Lincoln, Avanza, tu eres nuestra esperanza”).

Para apreciar entonces el origen de esa guerra santa es preciso tomar conciencia del muy significativo rol que tuvieron en ese tiempo los sermones de los pastores que alegaban la lectura del Antiguo Testamento para justificar y/o combatir la esclavitud (tal como lo hiciera un siglo después Martin Luther King). También debe tomarse en cuenta la influencia de las modernas instituciones como la corriente política del abolicionismo nacida en Londres en el siglo XVIII, de los nacionalismos alemán (Fichte, Bismark) e italiano (Mazzini, Cavour, Garibaldi, Verdi), de la tardía fiebre del oro acontecida en California (1849), y del seccionalismo y su derivación bélica conocida como secesión, cruento drama separatista que incluyó la abolición del régimen esclavista -verdadero huevo de la serpiente- que a la sazón no había padecido Brasil. Por el contrario, los brasileños se ufanan que ellos lograron la abolición de la esclavitud y la proclamación de la República, sin desatar violencia alguna.

La extraña perdurabilidad del esclavismo brasileño se había podido concretar de modo exclusivo por tratarse de una monarquía imperial (no constitucional) que no respetaba las libertades y garantías de una república como se proclamó recién en 1889 con la caída del emperador, quien paradójicamente la había abolido un año antes. Según May (2013), las dos geografías, la del oeste americano y la del tropical sur caribeño (Cuba, Haití, Dominicana) estuvieron “simbióticamente relacionadas con las incitaciones secesionistas, ant-secesionistas y anti-esclavistas”. Más precisamente, May (2013) argumenta que los proyectos tropicales caribeños bosquejados para el esclavismo estadounidense se insinuaron en los siete sucesivos debates celebrados en el estado de Illinois que en la pre-guerra habían entablado Lincoln y Stephen Douglas. Aparentemente, Lincoln temía que Douglas implementara la ficción mítica de la “voluntad popular” (Kansas-Nebraska) -la misma que con tanto esfuerzo intelectual había instrumentado James Madison para bosquejar la Unión Americana en menoscabo de las trece colonias y del monarca británico- al curso futuro que la esclavitud de los estados sureños podría tomar en Cuba, Centroamérica, República Dominicana y Puerto Rico.

A la postre, los corolarios de la Doctrina Monroe fueron malversaciones de los políticos socio-darwinistas del movimiento progresista (el republicano Theodore Roosevelt que lanzó la expedición a Cuba en la Guerra Hispano-Americana e impuso la Enmienda Platt, y construyó el Canal de Panamá desmembrando a Colombia), a los cuales Thoreau se venía oponiendo desde la Guerra Mexico-Americana (1846-48). Al respecto, el escritor modernista uruguayo José Enrique Rodó denunciaba la “nordomanía” extraña al espíritu hispánico, “nordomanía” que apoyaba una política ya manifiestamente imperialista desde esa guerra (1898, dos años antes de la publicación de Ariel), con que los Estados Unidos empezaron a continentalizar su hegemonía.

La traición del Gran Garrote de Teddy Roosevelt al mensaje de Lincoln

Por la catastrófica herencia que dejó la derrota de España en la Guerra Hispano-americana (1898), la identidad del heraldo latinoamericano en La Tempestad de Shakespeare fue atribuida por el escritor modernista uruguayo José Enrique Rodó a la figura de Ariel, en oposición a Calibán, el que representaría el materialismo y utilitarismo de la nación norteamericana, y también personificaría la desviación de su “sueño”, encarnada en la segregación racial vigente en los estados sureños, y en la política del Gran Garrote (“Big Stick”) del republicano Teddy Roosevelt, en la cuenca caribeña, configurando todo ello la contrafigura abismal de su correligionario Abraham Lincoln.

Cuando se vivencia una crisis política dolorosa se disparan recuerdos de la historia que atraviesan todos los períodos del pasado, como le sucedió a Arenas cuando Fidel pronunció su Discurso a los Intelectuales; a José E. Rodó cuando la derrota de España en la Guerra Hispano-Americana que le disparó el recuerdo de Renan y su ensayo sobre el drama isabelino La Tempestad de Shakespeare; a Borges cuando ocurrió en Buenos Aires el golpe militar del 4 de junio de 1943, que le trajo inmediatamente a la memoria no el Golpe de 1930 o la derrota de 1890, sino la funesta crisis del “Año 20”; la que había iniciado la larga guerra civil en las Provincias Unidas del Río de la Plata que duró hasta la batalla de Caseros (1852); o como también le sucedió al pintor argentino Luis Felipe Noé con el golpe militar de 1966 que intervino las universidades y perpetró la denominada “Noche de los Bastones Largos” que le despertó la evocación de las guerras civiles de comienzos del siglo XIX. Arenas desempolvó el recuerdo de Fr. Servando para desenmascarar la falacia de la Revolución Cubana, pues ella no solo había atentado contra las libertades de pensamiento traicionando el legado martiano en el famoso discurso de Fidel “Palabras a los Intelectuales” (“con la Revolución todo, contra la Revolución nada”), dado en la Biblioteca Nacional de La Habana en 1961, sino que agravió la “política de no alineamiento” con las grandes potencias al tomar inconsultamente partido por uno de los contendientes de la Guerra Fría.

El mismo resultado pero de fruto inverso es la amnesia o estrés post-traumático (EPT) que ocasiona rememorar acontecimientos violentos del pasado histórico como le ocurrió a Borges con el “Año 1820”. Cuando un político se encuentra en el afán por conquistar pacíficamente el poder, la memoria de eventos que fueron dolorosos escalda o escarmienta produciéndole amnesia retrógrada, o intenta borrar o editar los recuerdos que le son crueles, lo que “les permite sobrevivir pero [que les] aniquila el sentimiento de identidad”. En efecto, a medida que se aproxima en el tiempo la eventualidad de alcanzar la democracia por vía electoral, la conmemoración de efemérides o la manipulación de recuerdos y calendarios que fueron aciagos en la memoria colectiva, no importa cuán distantes en el tiempo o en el espacio, o cuan dignos u honrados, pueden impedir la transición de la monarquía a la república, o la transición del estado-nación a la integración continental, o al parecer de Pradera (1996) frenar el traspaso de la dictadura a la democracia (“Masacre de Ezeiza” ocurrida con el retorno de Perón en 1974), o en opinión de García-Bryce ocasionar efectos fatales en el resultado de los comicios. Estos múltiples enunciados serían necesariamente un corolario del Teorema de Baglini (1986), para el que -a diferencia de la ética de la convicción- la intensidad de la ética de la responsabilidad política “es inversamente proporcional a la distancia que lo separa del poder».

Ese anhelo historiográfico frustrado que significó la dialéctica del doble continente, o contraste dialéctico entre el norte y el sur del espacio geográfico americano (como el que viene enfrentando también a Oriente y Occidente), no pudo aún ser saldado y nuestro trabajo pretende apuntar a ese difícil objetivo que intuyó Sarmiento con su Facundo, Borges con sus poemas épicos, y Arenas después con su Servando. En sus afamados poemas y cuentos épicos Borges rescató del olvido cual un Teseo, o moderno héroe literario, al menos a tres “testigos mudos”, el jurisconsulto Laprida (el que presidió la jura de la independencia de las Provincias Unidas del Sud), el chamán de raza quiché cautivo del conquistador Alvarado, y William Prescott, el autor de las historias de la conquista de México y Perú, ilustradas ambas con las consabidas litografías alegóricas.

A Laprida, Borges lo hace exclamar en “articulo mortis”, por tratarse de un acto testimonial para ejemplaridad futura, al momento que era sacrificado por la montonera del Fraile Aldao, la apocalíptica alegoría “Al fin me encuentro con mi destino sudamericano”, que era el de la barbarie, la anarquía fratricida, y la tiranía. Y al chamán quiché lo hace desistir de su libertad por haber perdido la conciencia del tiempo circular, y al historiador no vidente Prescott, lo hace reconsiderar la Leyenda Negra en aras de la reconciliación con América Latina luego de la guerra mexicano-estadounidense.

La gran dificultad de encontrar el origen histórico que explique dicha dialéctica del doble continente, la descubrimos en el profundo antagonismo e indiferencia entre los discursos apocalípticos (Borges, Arenas) y las narraciones mesiánicas (Emerson, Whitman). Para el cientista político brasilero Feres Júnior (2004), inspirado en las teorías de Charles Taylor, Reinhart Koselleck y Axel Honneth, dicho antagonismo se manifiesta en tres formas distintas, la cultural, la racial, y la temporal. Es decir, se expresa en una muy peculiar tipología, compuesta por pares de conceptos dialécticamente contrastantes, la oposición cultural asimétrica, la temporal asimétrica, y la racial asimétrica.

Confirmando ese anhelo por resolver la vieja dialéctica en la que los ensayistas apocalípticos y mesiánicos y el modernismo literario de Darío y de Rodó habían lidiado infructuosamente, diversos autores intentaron adoptar el más moderno y científico método comparativo para indagar si ambas Américas tenían o no algo en común. Por un lado, se confrontaron primero los países latinoamericanos entre sí (Bolton, 1937), y medio siglo más tarde se contrastaron ambos imperios ibéricos con el imperio británico, durante el período anterior a la independencia de los Estados Unidos (Elliott, 1998). Por otro lado, Park (1995) nos advierte que el primero en intentar afrontar el laberinto latinoamericano durante la entre-guerra, en tiempos de la política del “Buen Vecino” (Good Neighbour Policy), fue el historiador latinoamericanista de Berkeley (California), Herbert E. Bolton, para quien los elementos comunes que identificaron las naciones de América Latina eran cinco: los orígenes coloniales comunes, el trasplante de la cultura Europea, la explotación de los pueblos indígenas, el saqueo de los recursos naturales, y la competición entre las nuevas naciones. Desechada esa comparación por insuficiente para formular hipótesis válidas y por no contemplar los mecanismos ideológicos (religiosos, antropológicos) con que se realizaba el trasplante, la explotación, el saqueo, y la competición, Aelo (2001) sostuvo que esos mecanismos eran las ideologías, los regímenes, o los movimientos políticos, que bien podrían explicar la decadencia histórica de América Latina, pero que lamentablemente esa “no ha sido una temática privilegiada”.

El único elemento común vigente en todos los países latinoamericanos, amén de los señalados por Bolton y Aelo, es entonces el de un extenso y repetido malestar o asalto a la razón (tomando prestada la expresión al húngaro Georg Lukacs), constituido por una compleja batería de agravios y discursos fratricidas que alimentaron la profecía laberíntica borgeana del “destino sudamericano”, los cuales fueron asomando en cada etapa histórica, y se fueron replicando y sucediendo como un vendaval bajo distintos paradigmas, uno tras otro a lo largo del tiempo y de los centros de gravedad geopolíticos, fuertemente multiplicados por guerras irredentistas, intervenciones expansionistas, secesionismos (separatismos federalistas), golpes de estado, dictaduras, espionajes, contra-inteligencias, aventurerismos, fiebres mono-productivas mineras (oro, plata, salitre, estaño, cobre, petróleo), y agropecuarias (azucareras, corambreras, guaneras, saladeristas, cafetaleras, caucheras, cocaleras y sojeras), y últimamente el crimen organizado o fiebre narco-dependiente; y todo embalado en una dramática geopolítica de efectos en espiral (multiplicadores), dominó (escalonados) y boomerang (recurrentes), a saber: escolasticismo, conspiracionismo, secesionismo, autocratismo, espontaneísmo, irredentismo, rastacuerismo, personalismo, intervencionismo, pretorianismo, contra-secularismo, gatopardismo, fascismo y crimen organizado.

Cada uno de los discursos que fueron agravando las historias latinoamericana y norteamericana en sus diversas etapas históricas y que las fueron sumiendo en el borgeano “destino sudamericano”, se dieron en contextos y modalidades ontológicas muy distintas, que vamos a comparar y a desentrañar a la luz del método arqueológico foucaultiano, y de la tipología enunciada por el investigador brasilero Feres Júnior (2004), asociando selectivamente en pares de conceptos dialécticamente contrastantes los caracteres culturales de ambos hemisferios. Dicha tipología la formulamos sólo con referencia a los pares culturales (desechando los raciales y los temporales), con muy diferentes vocablos y con muy distintos grados de sensibilidad y vulnerabilidad respecto de acontecimientos externos que periódicamente los venían asediando y que se fueron sucediendo uno tras otro.

Conclusión y Proyecto

Recapitulando, en este trabajo hemos podido analizar el origen del drama borgeano, su dolor moral y la raíz del trauma inscripto en su pasado. De esa forma, hemos hallado como Borges construye su culto moral y su fatalismo trágico. Con ese descubrimiento, estuvimos en condiciones de reconstruir su laberíntico viaje a través del continente. Finalmente, concluimos en cómo Borges entabló su contraste con la civilización utópica anglo-americana y con sus traiciones, y como a partir de los mismos hemos podido elaborar una serie de esclarecedoras polaridades que deberán ser profundizadas.

Habremos así de explorar con este proyecto, primero la sumisión escolástico-papista a la letra muerta, o amnesia forzada, de la que habla el peruano Portillo, vis à vis el éxodo mesiánico durante las guerras de religión en el mundo puritano; y los conspiracionismos/ republicanismos y la crítica de la mentira en las dinastías ilustradas Borbón y Braganza vis à vis los Padres Fundadores y la independencia de los Estados Unidos. A estos, una vez en el siglo XIX, les siguieron otras polaridades contrastantes tales como el secesionismo/ unitarismo en el patriotismo independentista; el autocratismo/liberalismo en los cesarismos o caudillismos federalistas; el irredentismo/expansionismo en los territorialismos nacionales de las fiebres guaneras, salitreras y caucheras (incluida su secuela genocida); y el rastacuerismo/nacionalismo en la cuestión del saber y las relaciones sociales en las zonas rurales (derecho de pernada).

Ya en el cambio de siglo,, le siguieron otras polaridades contrastantes tales como el secesionismo/ unitarismo en el patriotismo independentista; el autocratismo/liberalismo en los cesarismos o caudillismos federalistas; el irredentismo/expansionismo en los territorialismos nacionales de las fiebres guaneras, salitreras y caucheras (incluida su secuela genocida); y el rastacuerismo/nacionalismo en la cuestión del saber y las relaciones sociales en las zonas rurales (derecho de pernada). Ya en el cambio de siglo, le siguieron como polos contrastantes: el patrimonialismo/liberal-reformismo en la pre-guerra finisecular; el neutralismo/intervencionismo disciplinador en la Gran Guerra; y el pretorianismo/frentismo durante el golpismo proto-fascista de la Entre-guerra, incluidos repetidos pogroms en las zonas fabriles. Con la última Guerra Mundial, la acompañaron el colaboracionismo/internación enemiga de la II Guerra; el populismo/democratismo en la pos-guerra fría; el contra-secularismo/modernización en la pos-guerra caliente; y el aventurerismo armado fundado en la ficción del “enano teológico” vis a vis la contra-insurgencia en la pos-guerra insurreccional. Despertando de la pesadilla del terrorismo de estado le siguieron como contrastes el gatopardismo/globalismo meritocrático en la posguerra tripolar; y el provincianismo/cosmopolitismo en la pos-modernidad globalizada. Por último, se ha dado también el contraste entre el crimen organizado/anti-narcodependencia, un monstruo minotáurico que ha aparecido con fuerza en la posguerra multi-polar. Estas circunstancias han puesto en crisis terminal la institución del estado-nación, obligando a reconsiderar la necesidad de plantear una nueva unidad política que sea abarcadora y que tenga el poder de acabar con la pesadilla fantasmal de la recurrencia autoritaria y fratricida.

Debemos hacer entonces hincapié en los diversos factores (geográfico-territoriales, religiosos, económicos, ideológico-políticos, étnico-lingüísticos, sociales, culturales y psicológicos); y en las modalidades ontológicas o sentidos que cada discurso tuvo, que nos permitan comparar y evaluar arqueológicamente el malestar sudamericano vis a vis el mítico sueño estadounidense. Son estos malestares los que han anarquizado a nuestros estados-naciones al extremo de conducirlos dramáticamente a sucesivas guerras irredentistas (Reconquista del Nordeste, Domínico-Haitiana, Cisplatina, Farrapos o Farroupilha, Triple Alianza, Pacífico, Acre, Chaco, Fútbol, etc.), y a un éxodo interminable para cuyo freno se están instrumentando muros físicos que vendrían a traicionar dicho “sueño americano”.

Combinados interdisciplinariamente con los géneros de las humanidades, la poesía épica (Neruda, Lugones), la dramaturgia trágica (Werfel, Usigli, Novo), la novela histórica (Herrera Luque, Sábato), la música patriótica (Falú) y la cuentística fantástica (Borges, Tario), nos abocamos al estudio de la identidad latinoamericana confrontada con sus dos modelos históricos: el de la revolución estadounidense y el de la revolución francesa; y con sus dos protagonistas shakesperianos, el de Ariel y el de Calibán. También nos abocamos al mensaje testimonial, y sus efectos espiralados y laberínticos. En cuanto a la identidad, en el siglo XVII, desde el teatro isabelino, confrontamos con los protagonistas de La Tempestad de Shakespeare; en el siglo XIX con las obras de Renan y de Rodó; y en el siglo XX con Fernández Retamar y los personajes shakespereanos de Próspero, Ariel, Calibán y su madre la bruja argelina Sycorax, abundantemente discutidos en cuanto a su verdadero rol y protagonismo.

En cuanto a las ciencias sociales, nos hemos de centrar en las ciencias políticas, antropológicas y lingüísticas, y específicamente en los temas de las guerras, los golpes de estado y el rol de las burocracias, que no se pueden entender por fuera de la política. Rescatamos para su análisis un amplio bagaje bibliográfico, entre ellos El Cesarismo Democrático de Vallenilla Lanz (1919), que hace referencia al culto del hombre providencial; la obra de Curzio Malaparte (1931) sobre La técnica del golpe de estado, centrada en el control de la infraestructura comunicacional; y de Gilles Durand sobre las estructuras antropológicas del imaginario, y una serie de autores que arrancando con el prócer cubano José Martí se continuó con el peruano José Carlos Mariátegui, el brasilero Raymundo Faoro, y culminó con el historiador chileno Mario Góngora, y sus múltiples críticos, así como el politólogo brasilero Feres Júnior (2004), y el antropólogo cultural germano-argentino von Barloewen (2010), y todo acompañado por una frondosa bibliografía existente en Internet.

Para el análisis de la burocracia rescatamos la polémica sobre la noción weberiana de dominación legal, personificada por la burocracia moderna -fruto de la histórica lucha de la burguesía contra el nepotismo y la concepción dinástica del poder, de reminiscencias feudales- y centrada en las relaciones cívico-militares. Más específicamente, para la comparación de las burocracias política, académica y militar destacamos las diferencias que las distinguen en cada etapa histórica: la cesarista, la proto-fascista, la anti-comunista, la contra-insurgente y la anti-narcodependiente. Y también destacamos el debate crítico sobre los conceptos de colonialismo supérstite, democracia electoralista, intervencionismo expansionista, y pretorianismo, planteado este último en forma muy crítica por Amos Perlmutter, Gordon Welty, y Jorge Luis Borges, para quien la democracia electoralista era un “abuso de la estadística”, equiparable al cuento La Lotería de Babilonia que integra la obra Ficciones (1941).

En materia de sociología y arqueología de la guerra, nos abocamos a la experiencia histórico-militar, de la conquista, de las guerras intestinas producidas en la misma conquista, y de las guerras de independencia, las guerras irredentistas, las guerras civiles, las guerras de organización nacional, y las guerras irregulares de guerrilla. Ellas se redujeron a una lucha donde lo que se dirimía era el control monopólico de recursos naturales (plata, guano, caucho, petróleo). Respecto a las guerras de guerrilla, la teoría del foco o foquismo y sus efectos espiralados fue excepcionalmente exitosa para Fidel Castro en la Sierra Maestra de Cuba, pero no alcanzó para exportar su revolución y su ideario socialista-stalinista al resto de América Latina y al África (Congo, Angola). También fue intentado con anterioridad, ingenua e infructuosamente, tanto por el tenentismo republicano de la Columna Prestes en Brasil durante la entre-guerra (aunque hay quienes sostienen que sus ciudadanos soldados pretendían emular a los Jóvenes Turcos de Kemal Ataturk); como por Hugo Blanco en la sierra peruana entre 1961 y 1963; y luego en 1967 por Régis Debray y el Che Guevara en Bolivia con su “revolución en la revolución” en plena guerra fría. También sucedió el efecto búmeran o boomerang respecto al genocidio judío en Europa, lo que fue demostrado por Hannah Arendt en El Origen del Totalitarismo. Para Arendt, el colonialismo y el pangermanismo europeo, consagrado por Bismark en la Conferencia de Berlín de 1884, fueron el verdadero antecedente histórico del Holocausto y no la Ilustración Europea, como lo pretendieron Adorno y Horkheimer en la Escuela de Frankfurt con su Dialéctica de la Ilustración. Finalmente, en materia de relaciones internacionales incorporamos el análisis y aplicación de las teorías realistas del equilibrio de poder.

En ese sentido, rescatamos un análisis comparado de ciertas políticas, magnicidios y representaciones artísticas y literarias. En ese sentido comparamos la naturaleza precursora de los cambios políticos con la muerte violenta en combate, con la esperanza frustrada de los liderazgos agresivamente amputados, con la crítica estrategia militar adoptada, y con las revanchas postreras por el desempeño militar en la guerra. En lo que respecta a su naturaleza precursora tenemos las muertes de Antequera en Paraguay, de Murillo en Alto Perú, y de Tiradentes en Brasil; respecto a las muertes violentas en combate, poseemos las de Sandino y José Martí; y respecto a los asesinatos como esperanzas de liderazgos frustrados registramos la de Madero en México y la de Gaitán en Colombia. Más recientemente, respecto a la estrategia militar y la muerte derivada de ella conocemos la epopeya boliviana de Guevara comparada con la de Luis Carlos Prestes en Brasil y con su famosa Columna; y respecto al crimen como detonante del magnicidio, conocemos el triste caso de las hermanas Mirabal en República Dominicana, representadas por Vargas Llosa en La Fiesta del Chivo. Y respecto a la revancha postrera por el desempeño militar, se conocieron las muertes en México de Zapata y de Obregón, y en Colombia las de Jaramillo Ossa y de Pizarro Leóngomez; y respecto al magnicidio como respuesta al golpe militar y al fraude y/o proscripción electoral tenemos el célebre caso del Coronel Sánchez Cerro en el Perú en 1933, y el del General Aramburu en Argentina en 1970.

En la temática socio-étnica, también a diferencia de EE.UU, donde las etnías caucásica, indígena y africana se hallaban profundamente separadas, en América Latina abundó un proceso de miscegenación o mezcla muy acentuado, que dio lugar a una paleta de colores sociales muy intensa. A su vez, la intensidad de la mezcla varió regionalmente de sur a norte, y de este a oeste.

En cuanto a lo económico, América Latina es también un complejo de economías profundamente disímiles: recolectoras, agrarias, mineras, comerciales, financieras, industriales, y narco-dependientes que han sufrido sucesivas fiebres mono-productivas (aurífera, corambrera, guanera, salitrera, cauchera, cocalera y sojera), bajo el control monopólico de diversas autocracias (sacarocracia, guanocracia, cauchocracia, estañocracia, cuerocracia, uríferocracia), como también sucesivos cambios e innovaciones tecnológicas (vapor, telégrafo, teléfono, electricidad, radio, cine, televisión, internet). Por otro lado, América Latina consiste en un complejo de espacios religiosos disímiles, donde en cada país se dan contextos bi-confesionales o tri-confesionales, en la sierra peruana, en las Guayanas, o en Colombia. Y también un complejo lingüístico, donde en cada nación existen realidades bilingües y trilingües; y en el contexto histórico, donde los agravios por excelencia, las intervenciones expansionistas, las secesiones o separatismos, los golpes de estado y las burocracias políticas y académicas, persistieron en forma anacrónica.

Y finalmente, en materia territorial, a diferencia de EE.UU que salvo el archipiélago de Hawai y el ahora restituido Canal de Panamá cuenta con una frontera terrestre y un espacio puramente continental, Latinoamérica consiste en un arduo complejo de espacios geográficos profundamente disímiles: continentales (Sudamérica, Mesoamérica), insulares (Antillas mayores y menores) e istmianos, oceánicos y bi-oceánicos (Panamá, Nicaragua), atravesados por fronteras y ejes orográficos (andinos), y fluviales, verticales y horizontales, que significaron desde los tiempos de Bolívar y de Martí un insistente obstáculo para la posibilidad de gestar un interés común. En ese sentido geograficista, en los espacios continentales, los traslados de capitales, la reconfiguración de las unidades políticas, las guerras irredentistas y las guerras civiles en pos de construir un estado-nación tuvieron un rol determinante en los equilibrios de poder interno y en la configuración, reconfiguración o desequilibrio de los reinos, virreinatos, capitanías, estados-naciones y confederaciones. De igual forma, la prolongación de hidrovías y las canalizaciones respectivas, ayudarán a renovar los equilibrios de poder interno amenazado.

Por cierto, estos agravios y contrastes son muy desiguales entre sí y cada uno tiene un peso específico y un contexto histórico-político muy distinto en el resultado final del borgeano “destino-sudamericano”, al que hoy estamos existencialmente abocados en su contrate con el sueño americano, en crisis y peligro de destrucción.

*Capítulo introductorio de Entre la Fatalidad y la Utopía en América Latina (1500-2000): el contraste del “Destino sudamericano” con el “Destino manifiesto” norteamericano

http://www.er-saguier.org/obras/2016/Entre%20la%20Fatalidad%20y%20la%20Utop%C3%ADa.pdf

http://www.salta21.com/Entre-la-Fatalidad-y-la-Utopia-en.html

Una versión muy anterior de esta introducción llevaba por título “La Deuda Moral y el Sueño Americano. La Justicia Póstuma Borgeana confrontada con el sueño del Mayflower y la traición que significó el Gran Garrote (Big Stick)”.

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