Por Víctor E. Lapegna.-

Hace 70 años, en las elecciones presidenciales del 24 de febrero de 1946 la fórmula del frente del Partido Laborista y la Junta Renovadora de la Unión Cívica Radical que componían Juan Domingo Perón y Hortensio Quijano le ganó con el 52,84% de los votos (1.487.866) a la de la Unión Democrática que reunía a la Unión Cívica Radical, el Partido Socialista, el Partido Comunista y el Partido Demócrata Progresista, cuya fórmula integrada por los radicales José P. Tamborini y Enrique Mosca, obtuvo el 42,87% de los sufragios (1.207.080).

Apenas cuatro meses antes, el 17 de octubre de 1945, una multitud en la que predominaban los obreros se había reunido en la Plaza de Mayo para reclamar la libertad del coronel Perón, quien había sido arrestado por sus adversarios de las Fuerzas Armadas que se oponían a las políticas sociales que venía aplicando desde la Secretaría de Trabajo y Previsión. El general Edelmiro Farrell, quien ejercía la Presidencia de la Nación, intimidado por la concentración de trabajadores que sitiaba a la Casa de Gobierno hizo traer a ésta al coronel Perón cuya presencia reclamaban los manifestantes y le preguntó que quería que se hiciera. Si Perón hubiese deseado apoderarse del gobierno de facto que se había instalado el 4 de junio de 1943, nada ni nadie se lo podría haber impedido. Pero lo que Perón reclamó y obtuvo del general Farrell fue que se hicieran esas elecciones presidenciales del 24 de febrero de 1946 para las cuales, en apenas 120 días, logró formar una fuerza político-electoral basada en los trabajadores, militantes social-católicos, nacionalistas y desgajados de los partidos tradicionales (como la Junta Renovadora de la UCR y dirigentes socialistas y comunistas que se separaron de sus partidos para acompañar a Perón) y en los cuadros de las Fuerzas Armadas, sobre todo del Ejército, que lo respaldaban y con ese “rejuntado” le ganó al frente de los cuatro partidos tradicionales (radicales, socialistas, comunistas y demo-progresistas) que tuvo el desembozado e indebido apoyo del embajador de Estados  Unidos, Spruille Braden.

La limpieza indiscutida e indiscutible de estas elecciones contrastó con las que en 1932 habían llevado a la Presidencia al general Agustín P. Justo y las de 1938 en las que se impuso la fórmula que encabezaba Roberto Ortiz, quien aquejado de una grave enfermedad, en 1940 fue reemplazado por su vicepresidente, Ramón Castillo. En ambos casos esos comicios carecieron de legitimidad y tuvieron escasa legalidad por haber estado viciados por prácticas fraudulentas y por la proscripción de los candidatos de la Unión Cívica Radical, que por entonces expresaba la identidad política mayoritaria del pueblo argentino. De hecho, después del golpe de Estado del 6 de septiembre de 1930 que derrocó a  Hipólito Yrigoyen quien había sido elegido para un segundo mandato presidencial en 1928 con más del 61% de los votos, se impuso un sistema político que, mutatis mutandi, reinstauró el régimen no democrático de la república oligárquica que gobernó la Argentina en el medio siglo previo a 1912 cuando se sancionó la denominada Ley Sáenz Peña, con la que se estableció el voto secreto, obligatorio y casi universal, ya que excluía a las mujeres y a los extranjeros del derecho a sufragar. Sin extendernos en el análisis pormenorizado que el hecho merece, diremos que el movimiento militar del 4 de junio de 1943 que destituyó al presidente Castillo y puso fin a la que fuera llamada “década infame”, en parte puede encontrar su justificación histórica en el hecho de haber restaurado el ejercicio efectivo de la soberanía popular en la elección de los gobernantes, a través de los impolutos comicios del 24 de febrero de 1946.

En los 70 años transcurridos desde entonces hasta hoy, hubo en la Argentina once elecciones presidenciales (1952, dos en 1973, 1983, 1989, 1995, 1999, 2003, 2007, 2011 y 2015) legítimas y legales por haberse hecho sin fraudes ni proscripciones y dos (la de 1958 en la que fue elegido Arturo Frondizi y la de 1963 en las que resultó electo Arturo Illia) que carecieron de legalidad y legitimidad porque en ellas estaba proscripto el peronismo, que era la corriente política mayoritaria.

Los candidatos del Justicialismo obtuvieron el voto popular mayoritario en ocho de esas once elecciones presidenciales limpias (Perón en 1952, Héctor Cámpora en marzo de 1973, otra vez Perón en septiembre de 1973, Carlos Menem en 1989 y 1995, Néstor Kirchner en 2003 y Cristina Fernández de Kirchner en 2003 y 2011) y Eduardo Duhalde fue el único justicialista que no accedió a la Presidencia por el voto libre y mayoritario de los ciudadanos en elecciones libres. Pero fue designado por la Asamblea Legislativa mediante el procedimiento establecido por la Constitución Nacional para casos de acefalía como el que en 2001 generó la renuncia de Fernando de La Rúa.

Es por tanto un hecho que el Justicialismo es la única fuerza política argentina que mantuvo una estricta coherencia en punto a acceder al poder sólo si así lo decide la libre voluntad soberana del pueblo expresada en comicios límpidos y sin proscripciones.

Somos conscientes de que el sistema democrático no se agota en el ejercicio efectivo de la soberanía popular para elegir a los gobernantes a través del voto libre de los ciudadanos y el respeto a la decisión mayoritaria que estos adopten. Pero no es menos cierto que sin ese efectivo ejercicio del derecho soberano del pueblo a elegir a sus gobernantes y el respeto a su voluntad mayoritaria expresada en comicios libres y sin proscripciones, no hay democracia.

Asumimos que en los 34 de los últimos 70 años en los que ejercieron  la Presidencia de la Argentina  hombres y mujeres del Justicialismo no se hizo todo lo que se podía y se debía hacer en el servicio al bien común, para que todos los habitantes de nuestro país podamos acceder a la vida digna a la que tenemos derecho por el sólo hecho de ser personas y que a ese que podríamos denominar pecado de omisión se sumaron no pocos pecados de acción, que fueron a contrapelo de nuestros objetivos de construir una Argentina socialmente justa, económicamente libre y políticamente soberana y así hacer de esta una Patria grande con un Pueblo feliz.

Sin mengua de los errores y horrores que hayamos cometido en el ejercicio del gobierno del Estado, nadie puede privarnos a los justicialistas del legítimo orgullo por nuestro tozudo apego a no seguir otro camino para acceder al poder político que el de reunir el apoyo popular mayoritario en elecciones libres.

En homenaje a esa coherencia democrática, al tiempo que reconocemos la legitimidad y legalidad de quienes obtuvieron el respaldo ciudadano mayoritario en las últimas elecciones y su derecho a ejercer en plenitud el gobierno que supieron ganar, los Justicialistas deberíamos establecer esos principios democráticos también en nuestra vida interna, comenzando por recuperar la vocación de escuchar lo que piensan, sienten y dicen nuestras compañeras y compañeros, otras fuerzas políticas y organizaciones sociales de nuestra Patria y en especial escuchar con especial atención lo que quiere decir el pueblo de a pie, asumiendo que restaurar un diálogo vivo que hoy no existe demanda escuchar primero para luego ser escuchados.

De ahí que creamos que un buen modo de rendir homenaje a los 70 años del 24 de febrero de 1946 sería que la reorganización del Partido Justicialista genere espacios en los que se pueda dar un debate amplio, libre y respetuoso de las ideas de todos los peronistas en el que, apoyamos en el valioso legado del pensamiento estratégico de Perón, definamos caminos concretos para atender las necesidades e intereses de la Nación y del Pueblo y que la voluntad libre de los afiliados exprese en elecciones internas limpias y transparentes quienes son los más aptos para guiar la marcha por esos caminos.

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