Por Enrique Guillermo Avogadro.-

“De nada vale una urna si el que mete el voto en ella es analfabeto, y que con muchas mulas de varas, ovejas pasivas o cerdos satisfechos en lugar de ciudadanos, no hay quien saque un país adelante”. Arturo Pérez-Reverte.

Estamos en un brete terminal y sólo nosotros tenemos la capacidad de elegir entre algún futuro razonable o si, por el contrario, convertiremos a Tato Bores, en su recordado rol de arqueólogo, en un preclaro profeta; vestido de safari, contaba “Dicen que aquí hubo un país que se llamaba Argentina”, señalando un mapa de América del Sur en el cual, simplemente, nuestro país faltaba, reemplazado por el océano. ¿Queremos ir a competir en la feria global o nos resignamos a desaparecer, como ha sucedido con tantas civilizaciones y naciones en el pasado?

Hace casi ochenta años que nos deslizamos rápida o lentamente por una pendiente que ha hecho que nuestro país resulte absolutamente irrelevante en el planeta, que nadie nos tenga en cuenta en el concierto mundial (salvo para expoliarnos, como China), ni siquiera en América Latina. Contemporáneamente hemos logrado que cuatro (seis, si hablamos de los chicos) de cada diez habitantes sean pobres y muchos tengan hambre.

Hasta aquí nos han traído la extendida corrupción pública y privada y los populismos de todos los colores y, peor aún, la idea de que sólo tenemos derechos y no obligaciones ha permeado en todas las clases sociales. Una inmensa mayoría de nuestros ciudadanos cree que no tiene por qué pagar los servicios (energía, transporte, comunicaciones, salud, educación, seguridad y defensa). Pretenden que se nos “regalen” la electricidad y el gas que usamos, los colectivos y trenes con los que viajamos, y hasta el fútbol que vemos, mientras exigimos excelentes prestaciones; a la vez, no nos indigna la bajísima la remuneración de nuestros médicos y enfermeros, profesores y maestros, policías y soldados, y jubilados y pensionados.

Hubo pruebas recientes de ese disparate generalizado. Con la energía subsidiada durante los anteriores gobiernos kirchneristas, muchos miembros de las clases más acomodadas calentaban el agua de sus piscinas y, cuando el gobierno de Macri intentó ajustar las tarifas, el 48% de la sociedad eligió a los Fernández², encandilada por sus cantos de sirena. Hoy, si la oposición explicara que se acabó la fiesta y hay que pagar la cuenta, que somos una nación pobre sobre un territorio ubérrimo, que es imperioso hacer drásticas reformas y reducir el gasto público porque ya no tenemos a quien pedir prestado, seguramente volvería a perder las elecciones, aún en medio de la sideral catástrofe moral, económica, sanitaria, social y educativa que la actual gestión ha producido.

Algunos miembros de la oposición no encuentran el camino; continúan actuando caballerescamente pese a que están jugando con tramposos y tahúres inescrupulosos. Deben convencerse de que con el kirchnerismo y con su jefa es imposible negociar nada, y la única actitud valedera es enfrentarlo en todos los terrenos y plantar cara a los avances que, diariamente, realiza sobre la poca institucionalidad que nos queda. Hubieran debido entender que las elecciones de este año serán esenciales y peligrosas, pero han permitido que el Gobierno importe votantes pobres y que fuertes espadas del Instituto Patria se encaramaran en la Justicia electoral, ocupando el crucial Juzgado Federal N° 1 de La Plata -Alejo Ramos Padilla- y un cargo en la Cámara Nacional Electoral (Raúl Bejas, ex apoderado del PJ de Tucumán).

Entonces, ¿cómo solucionar ese trágico intríngulis? En el mundo entero, la democracia está siendo cuestionada y, tampoco en este tema, somos los argentinos una excepción. Especialmente porque, como está a la vista, nuestros actuales mandatarios no sólo descreen de ella sino que, para cumplir sus objetivos de impunidad y trascendencia dinástica, quieren terminar con la Constitución, con el Poder Judicial y con la Procuración; a estos propósitos se endereza toda su proceder, incrementando la canallesca pobreza -para garantizar la dependencia del auxilio estatal- e impidiendo la educación, sumergiendo en el barro sindical más inmundo a todo el genial proyecto de Domingo F. Sarmiento, que nos transformó en un faro mundial.

Las imperiosas reparaciones -fiscales, laborales y previsionales, educacionales, políticas, económicas, financieras y monetarias, sociales, de relaciones exteriores, seguridad y defensa- que tenemos que hacer en esta nave que llamamos Argentina enfrentan todo tipo de obstáculos, partiendo del más grave que es, precisamente, esa convicción generalizada de feliz dependencia del Estado para sobrevivir que he descripto más arriba; pero a ella debemos sumarles las que provienen de la misma corporación política (refractaria a ceder privilegios), del excesivamente protegido empresariado (siempre dispuesto a pescar en la bañadera y cazar en el zoológico) y de los extorsionadores sindicatos que, salvo honrosas excepciones, traban la educación y cualquier posibilidad de reforma laboral, a pesar de la pérdida de empleos que conlleva el anacrónico sistema actual.

Pero la historia reciente nos confirma que, sin amplias mayorías en las cámaras legislativas, de las que ninguna fuerza política dispone ya, y sin audacia y férrea voluntad del Ejecutivo, nada resultará posible. Entonces, ¿cómo lograrlo? Debemos encontrar, olvidando la corrección política, algún formato de gobierno que nos permita enfrentar al gran enemigo, el socialismo del siglo XXI, y realizar los indispensables cambios que nuestro país necesita imperiosamente sólo para continuar existiendo como tal.

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