Por Hernán Andrés Kruse.-

Desde que asumió Mauricio Macri, los medios de comunicación macristas no vienen haciendo otra cosa que destacar la corrupción que caracterizó al kirchnerismo. Los casos más resonantes de corrupción como Hotesur y, más recientemente, la denominada “ruta del dinero K”, acaparan la atención de todos los programas políticos nacionales que salen por cable. “Estamos como estamos”, pontifican los periodistas militantes del macrismo, “porque los Kirchner y sus secuaces se robaron todo”. “El origen de todos nuestros males”, pontifican, “está en la corrupción, en la inmoralidad de nuestros gobernantes que utilizan los dineros del pueblo para beneficio propio”. “Sólo cuando se acabe la corrupción, sólo cuando los políticos ladrones vayan presos, la Argentina logrará despegar”. La corrupción está, pues, en el centro de todas nuestras calamidades. La Argentina es un país subdesarrollado porque los que gobiernan son corruptos. El día que sepamos elegir como corresponde, es decir, demos nuestro voto de confianza a un político decente, los argentinos lograremos salir de la ciénaga en la que estamos hundidos.

Hace un tiempo, exactamente el 23 de abril de 2013, El País publicó un artículo de Martín Caparrós titulado “Honestismo”, en el que analiza, precisamente, esta tendencia que se ha instalado en la Argentina de echar la culpa de todas nuestras calamidades a la deshonestidad de nuestros gobernantes. Dice el autor: “No hay nada más tranquilizador para un argentino que comprobar que sus enemigos políticos roban. Es, una vez más, el poder de lo que no admite debate. Lo mismo sucedió con el menemismo: un gobierno estaba dando vuelta la estructura social y económica del país y nos preocupaban sus robos, su corrupción, sus errores y excesos. Fue lo que entonces llamé el honestismo”. El honestismo, expresa Caparrós, “es la convicción de que -casi- todos los males de la Argentina actual son producto de la corrupción en general y de la corrupción de los políticos en particular”. Así lo explica el autor: “El honestismo es un producto de los noventas: otra de sus lacras. Entonces, ante la prepotencia de aquel peronismo, cierto periodismo -el más valiente- se dedicó a buscar sus puntos débiles en la corrupción que había acompañado la destrucción y venta del Estado, en lugar de observar y narrar los cambios estructurales, decisivos, que ese proceso estaba produciendo en la Argentina. La corrupción fueron los errores y excesos de la construcción del país convertible: lo más fácil de ver, lo que cualquiera podía condenar sin pensar demasiado” (…) “La furia honestista tuvo su cumbre en las elecciones de 1999, cuando elevó al gobierno a aquel monstruo contranatural, pero nunca dejó de ser un elemento central de nuestra política. Muchas campañas políticas se basan en el honestismo, muchos políticos aprovechan su arraigo popular para centrar sus discursos en la denuncia de la corrupción y dejar de lado definiciones políticas, sociales, económicas. El honestismo es la tristeza más insistente de la democracia argentina: la idea de que cualquier análisis debe basarse en la pregunta criminal: quiénes roban, quiénes no roban. Como si no pudiéramos pensar más allá” (…) “Nadie defiende la corrupción, a los corruptos” (…) “La corrupción existe y hace daño. Pero también existe y hace daño esta tendencia general a atribuirle todos los males. La corrupción se ha transformado en algo utilísimo: el fin de cualquier debate” (…) “La honestidad es el grado cero de la actuación política; es obvio que hay que exigirle a cualquier político-como a cualquier empresario, ingeniero, maestra, periodista, domador de pulgas-que sea honesto. Es obvio que la mayoría de los políticos argentinos no lo parecen; es obvio que es necesario conseguir que lo sean. Pero eso, en política, no alcanza para nada: que un político sea honesto no define en absoluto su línea política. La honestidad es-o debería ser-un dato menor: el mínimo común denominador a partir del cual hay que empezar a preguntarse qué política propone y aplica cada cual. Nadie arguye que la corrupción no sea un problema grave. Pero también es grave cuando se la usa para clausurar el debate político, el debate sobre el poder, sobre la riqueza, sobre las clases sociales, sobre sus representaciones: acá lo que necesitamos son gobernantes honestos, dicen, y la honestidad no es de izquierda ni de derecha. La honestidad puede no ser de izquierda o de derecha, pero los honestos seguro que sí. Se puede ser muy honestamente de izquierda y muy honestamente de derecha, y ahí va a estar la diferencia. Quien administre muy honestamente a favor de los que menos tienen-dedicando honestamente el dinero público a mejorar hospitales y escuelas-será más de izquierda; quien administre muy honestamente a favor de los que más tienen-dedicando honestamente el dinero público a mejorar autopistas y teatros de ópera-será más de   derecha” (…) “Digo, en síntesis: la honestidad-y la voluntad y la capacidad y la eficacia-, cuando existen, actúan, forzosamente, con un programa de izquierda o de derecha. Y eso es lo que el honestismo evita discutir. La ideología de cierta derecha siempre consistió en postular que no hay ideologías, y lo que importa es la eficiencia, la honestidad” (…) “ahora, desde los crímenes de Once y las inundaciones, se agregó una frase más: la corrupción mata. Sin duda mata y es terrible. Más mata, sin embargo -si es que vamos a embarrarnos en estas comparaciones vergonzosas-, la falta de hospitales, la malnutrición, la violencia, la vida de mierda-y eso no es producto de la corrupción sino de las elecciones políticas” (…) “Quiero decir: si todos los políticos fueran honestos, todavía tendríamos que tomar las decisiones básicas: en este caso, por ejemplo, si queremos que haya educación y salud de primera y de segunda, o no. Si queremos que un rico tenga muchísimas más posibilidades de sobrevivir a un infarto que un pobre, o no. Si pensamos que saber matemáticas es un derecho de los hijos de los que ganan menos de cinco lucas, o no. Pero muchos políticos-y muchos ciudadanos-evitan discutirlo y hablan de corrupción, que es más fácil y es decir casi nada” (…) “El honestismo es la forma de no pensar en ciertas cosas, un modo parlanchín de callarse la boca. Cuando no hay ideología, la idea de la decencia y de la ética parecen un refugio posible” (…) “Esto, entre otras cosas, decía cuando hablaba de honestismo. Y otra vez, para que quede-casi-claro: no digo que no haya que ocuparse de descubrir todos los robos y corruptelas que se pueda. Al contrario-y aplaudo y agradezco a quienes lo hacen. Pero digo, también, que si no pensamos la política más allá de eso, si la pensamos en puros términos de honestos y deshonestos, si la pensamos como un asunto de juzgado de guardia, corremos el riesgo de volver a elegir a la Alianza de De la Rúa y Chacho Álvarez. Los argentinos, ya se sabe, somos tan buenos para volver a tropezar con las mismas piedras”.

Del texto de Caparrós se destaca una idea que me parece central: la honestidad viene siendo utilizada en la Argentina desde la época de Carlos Menem para impedir todo debate sobre los asuntos que definen la calidad de vida de los ciudadanos: cómo lograr que el sistema de salud esté al alcance de todos, que haya una justa distribución de la riqueza, que haya una profunda reforma de la política impositiva, que todos los niños tengan las mismas posibilidades de acceso a una buena educación, etc. Lo que más se le criticó a Carlos Menem fue su deshonestidad, no sus políticas sociales y económicas que impusieron sin anestesia un modelo de país para pocos. Fue así como en las elecciones presidenciales de 1999 lo que la ciudadanía situó en la cúspide de su pirámide axiológica fue la honestidad. Fue así como Fernando de la Rúa y Chacho Álvarez ganaron la elección prometiendo un ejercicio honesto de la política. Lo cual está muy bien, obviamente. Lamentablemente, al votar exclusivamente por la honestidad el pueblo no tuvo en cuenta algo que dos años más tarde quedaría dramáticamente en evidencia: la Alianza no fue más que la continuidad del modelo político, económico y social del menemismo. Lo que De la Rúa y Álvarez pretendieron hacer fue un menemismo ético. Así le fue al país. En diciembre de 2001 la Argentina estalló por los aires. En 2003 Néstor Kirchner impuso un nuevo paradigma, antitético del paradigma enarbolado por el menemismo y la Alianza. Hubo un fenomenal renacer de la política, de la discusión ideológica, de la militancia partidaria. La política dejó de estar al servicio del poder económico concentrado y eso molestó sobremanera al círculo rojo. En octubre de 2011 Cristina fue reelecta con casi el 55% de los votos por el éxito de sus políticas de inclusión social. Cuatro años después el pueblo eligió a Macri harto de la corrupción kirchnerista, tal como había acontecido en diciembre de 1999. Una vez más, entró en escena el honestismo como la estrategia más eficaz del orden conservador para evitar de una vez y para siempre la discusión ideológica. “El kirchnerismo”, proclama el establishment, “ha sido el gobierno más corrupto de la historia. De ahí la imperiosa necesidad de evitar que una experiencia semejante vuelva a producirse en el país”. Pero la verdadera razón es otra: el establishment desea que el kirchnerismo desaparezca de la faz de la tierra para que nunca más un gobierno elegido por el pueblo ejerza el poder en función de un paradigma semejante al paradigma kirchnerista.

Ser honesto es la mínima condición que debe reunir un político que aspira a la presidencia de la nación. Es más, no es ningún mérito ser honesto, es una obligación moral. Lo fundamental es el plan de gobierno que piensa ejecutar, cómo piensa encarar temas como la distribución de la riqueza y la inclusión social. Porque un candidato que esté a favor de devaluar la moneda y eliminar las retenciones al campo puede ser el hombre más decente del mundo y causar, con esas medidas, un daño irreparable al pueblo. Como bien señala Caparrós, se puede ser honesto y ser de izquierda o de derecha. “Que un político sea honesto no define en absoluto su línea política. La honestidad es-o debería ser-un dato menor: el mínimo común denominador a partir del cual hay que empezar a preguntarse qué política propone y aplica cada cual”. Evitar esa inquietante pregunta es lo que persiguen quienes hoy en la Argentina no hacen más que pontificar sobre la honestidad como valor esencial de la política.

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