Por Carlos Pissolito.-

“Ahora daría miles de millas marinas por un acre de tierra infértil, con pasto, matorrales, lo que sea.” W. Shakespeare, La Tempestad.

Por lo general, es difícil encontrar opiniones relacionadas con las denominadas estrategias navales que superen lo meramente propagandístico.

De hecho, el más conocido de los autores navales de todos los tiempos, el Capitán de Navío Alfred Thayer Mahan, fue alguien que se hizo famoso por escribir sobre la influencia del poder naval en la historia. Algo sobre la que no tenemos duda alguna. Pero, no fue un autor que nos dejara alguna idea -actualmente- válida de como emplear ese poder.

Concretamente, Mahan, quien escribía a fines del siglo XIX para una Norteamérica que aún no era una potencia mundial, abogaba como condición necesaria para ello, la de contar con una flota de guerra de grandes proporciones. Dicha flota debía ser diseñada para operar reunida y estar en capacidad de derrotar en una batalla decisiva a cualquiera de las existentes.

Su amistad con Theodore Roosevelt, quien fuera sucesivamente subsecretario de marina, vicepresidente y presidente de los EEUU, facilitó que sus ideas marineras se fueran concretando mediante adquisiciones, conquistas y batallas, en una línea de pensamiento que llega hasta nuestros días.

Como ha sucedido en tantos otros campos, las ideas navales de los EEUU, luego de probarse exitosas en las duras pruebas de la 2da GM, trataron de ser emuladas por casi todas las armadas alrededor del globo.

Lamentablemente, el mundo que hoy vivimos es uno muy distinto al de esa época. Para empezar, el sistema de Estados nación se encuentra en crisis; merced al ataque de miríadas de actores no estatales violentos. Los que van, específicamente en el campo naval, desde piratas hasta contrabandistas, pasando por pesqueros ilegales y narcotraficantes.

Estas circunstancias han trasladado el centro de gravedad de las operaciones navales de los grandes espacios marítimos a los litorales y a los ríos interiores. En palabras sencillas, se ha pasado de la necesidad de contar con una armada de «aguas azules» a otra de «aguas marrones».

Llegado a este punto, lamentablemente, las ideas de Mahan se quedan mudas, pues ya no se trata de disputarle el control del mar a un Estado rival, sino de defender el propio de innumerables ataques de pequeña entidad naval, pero de alta peligrosidad.

Hacen falta ideas nuevas. Las mismas están contenidas en los libros de otro marino. El inglés Julian Corvett, autor de «Some Principles of Maritime Strategy». Al igual que Mahan, Corvett es un ferviente partidario del poder naval, pero se distingue de éste en que sus ideas se basan en la necesidad de hacer más con menos.

Su doctrina naval parte de reconocer un principio básico: el mar no se puede conquistar porque, como tal es un espacio vacío. Ergo, la destrucción física de la masa de los medios enemigos carece de sentido, a la par de que puede ser muy costoso lograrlo. Por el contrario, aboga por un control de los espacios marítimos que puede ser local y temporario.

Al contrario, de lo sostenido por el norteamericano, el inglés aboga por una flota conformada por numerosos unidades menores destinadas, no ya a librar una gran batalla naval decisiva, sino a cumplir una serie de tareas concurrentes.

Para conseguirlo, Corvett es partidario de tres maniobras básicas. La primera y principal está relacionada con las líneas de comunicación marítimas. Se trata de proteger las propias y de vedar las enemigas, mediante la captura o el hundimiento de los buques mercantes enemigos. Otra, es la amenaza de sectores vulnerables de su litoral con fuerzas de infantes embarcados y la última, apela al uso de diferentes tipos de bloqueos navales.

En un plano estratégico superior, Corvett, al igual que su colega terrestre, Carl von Clausewitz, reconoce la supremacía de la Política por sobre la Estrategia. Al respecto, especifica que está última debe estar diseñada para proteger los intereses nacionales. Los que pueden ser bien servidos, tanto por un sistema de alianzas adecuado como por consideraciones económicas, financieras y tecnológicas, a la par de militares y navales.

Dejando las teorías de lado y yendo a lo concreto, retomamos sosteniendo que nuestros intereses nacionales en relación con el poder naval hoy giran en torno a los siguientes ejes:

1ro. La necesidad de proteger nuestro extenso litoral marítimo, especialmente, de la pesca ilegal.

2do. La exigencia de controlar nuestras vías de navegación interior, hoy, intensamente usadas por el narcotráfico y el contrabando.

3ro. La posibilidad de encarecer, de alguna forma, la presencia de la potencia extranjera ocupante de nuestras Islas Malvinas y demás dependencias del Atlántico Sur.

4to. Conectado con lo anterior, la necesidad de mantener nuestra presencia en un amplísimo espacio marítimo que incluya a nuestro Sector Antártico y que nos permita cumplir con las responsabilidades internacionales de búsqueda y rescate.

De la lectura de esta lista, seguramente incompleta, resaltan su complejidad y su variedad. Pues, no es lo mismo controlar la pesca ilegal que disuadir a una potencia extranjera, con los medios y la historia de la Gran Bretaña, de seguir ocupando impunemente un territorio que consideramos como propio.

Ante esta situación se impone pensar con seriedad que tipo de Armada y de Prefectura Naval necesitamos. También, de paso, que instalaciones portuarias, astilleros, mejor pueden servir a nuestros intereses nacionales.

Para bien o para mal, nos encontramos con una Armada y una Prefectura Naval obsoletas que demandan una urgente modernización. Algo, que bien considerado, puede ser una ventaja a la hora de tener que diseñar algo nuevo.

Les dejo esta última tarea a mis amigos navales. Mucho más capacitados que quien esto escribe para hacerlo con idoneidad y profesionalismo.

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