Por Hernán Andrés Kruse.-

En su discurso de asunción, el presidente Alberto Fernández expresó: “El sueño de una Argentina unida no necesita unanimidad. Ni mucho menos uniformidad. Para lograr el sueño de una convivencia positiva entre los argentinos, partimos de que toda verdad es relativa. “Tal vez de la suma o la confrontación de esas verdades podamos alcanzar una verdad superadora”, supo decir Néstor Kirchner”. El presidente habló del carácter relativo de las opiniones. Por más poderosa que sea una persona, sus juicios de valor están sujetos a recusación, pueden estar equivocados. Son, por ende, relativos. En consecuencia, el otro puede tener razón. Quien considera que sus opiniones son verdades absolutas aborrece de los valores filosóficos que hacen a la esencia de la democracia liberal: la tolerancia y el respeto por el pluralismo ideológico. Al reconocer que sus verdades son relativas el presidente acaba de reconocer ante la Asamblea Legislativa que toda opinión es respetable y que, además, puede estar en lo cierto.

Además de ser el actual presidente Alberto Fernández es profesor de derecho penal desde hace tres décadas. Sabe muy bien, por ende, quién fue Hans Kelsen y la extraordinaria obra doctrinaria que dejó como legado. Desconozco si el presidente, al momento de manifestar que “toda verdad es relativa”, estaba pensando en el eminente jurista austríaco, pero lo cierto es que emerge la tentación de asociar su sentencia con un ensayo magistral de Kelsen titulado “¿Qué es la justicia?” donde expone su relativismo axiológico como basamento fundamental de la democracia como filosofía de vida. Escribió:

“Si hay algo que podemos aprender de la historia del conocimiento humano es lo estériles que resultan los esfuerzos por encontrar a través de medios racionales una norma de conducta justa que tenga validez absoluta, vale decir, una norma que excluya la posibilidad de encontrar justa la conducta opuesta. Si hay algo que puede aprenderse de la experiencia espiritual del pasado es que la razón humana puede concebir sólo valores relativos; en otras palabras, que el juicio con que juzgamos algo justo no puede osar jamás excluir la posibilidad de un juicio de valor opuesto. La justicia absoluta configura una perfección suprema irracional. Desde la perspectiva del conocimiento racional sólo existen intereses humanos y, por consiguiente, conflictos de intereses. Zanjar los mismos supone dos soluciones posibles: o satisfacer a uno de los términos a costa del otro o establecer un equilibrio entre ambos. Resulta imposible demostrar cuál es la solución justa. Dado por supuesto que la paz social es el valor supremo, el equilibrio representará la solución justa. De todos modos, también la justicia de la paz es meramente una justicia relativa que, en ningún caso, puede erigirse en absoluta”.

“Mas, ¿cuál es la moral de esta filosofía relativista de la justicia? ¿Acaso tiene una moral? ¿O se trata tal vez de un relativismo amoral o inmoral, como muchos sostienen? No lo creo. El principio ético fundamental subyacente a una teoría relativista de los valores —o inferible de la misma— lo configura el principio de tolerancia, vale decir, el imperativo de buena voluntad para comprender las concepciones religiosas o políticas de los demás, aunque no se las comparta o, mejor dicho, precisamente por no compartirlas, no impidiendo, además, su exteriorización pacífica. Resulta obvio que de una concepción relativista no puede deducirse ningún derecho a una tolerancia absoluta sino únicamente una tolerancia encuadrada en un orden positivo que garantice la paz a quienes se le subordinan, prohibiéndoles el empleo de la violencia, sin limitarlos en la exteriorización pacífica de sus opiniones”.

“Tolerancia significa libertad de pensamiento. Los valores morales más elevados sufrieron el menoscabo de la intolerancia de sus defensores. En las piras que la Inquisición española encendió para defender la religión cristiana, no sólo fueron abrasados los cuerpos de los herejes sino que, asimismo, se sacrificó una de las enseñanzas más importantes de Cristo: no juzgues para no ser juzgado. En las tremendas guerras religiosas del siglo XVII, en que la Iglesia perseguida estaba de acuerdo con la perseguidora exclusivamente en el propósito de terminar con la otra, Pedro Bayle, uno de los más grandes emancipadores del espíritu humano, a quienes creían poder guardar el orden político o religioso existente merced a la intransigencia con los demás, les objetaba lo siguiente: «El desorden no surge de la tolerancia sino de la intransigencia». Una de las páginas más gloriosas de la historia de Austria la constituye el decreto de tolerancia de José II”.

“En el supuesto que la democracia constituya una forma de gobierno justa, lo es en cuanto significa libertad y libertad quiere decir tolerancia. Sin embargo, surge una pregunta: ¿puede permanecer tolerante la democracia cuando tiene que defenderse de ataques antidemocráticos? Sí, en tanto y cuanto no reprima la exteriorización pacífica de las concepciones antidemocráticas. Exactamente esa tolerancia es lo que diferencia la democracia de la autocracia. En tanto esta diferenciación se mantenga, tendremos razón para rechazar la autocracia y estar orgullosos de nuestra forma democrática de gobierno. La democracia no debe salvaguardarse renunciando a sí misma. Sin embargo, un gobierno democrático tendrá también el derecho de reprimir por la fuerza y evitar con los instrumentos adecuados todo intento que pretenda derrocarlo violentamente. El ejercicio de tal derecho no se contrapone al principio democrático ni al de tolerancia. En ocasiones puede resultar difícil discurrir una línea divisoria entre la divulgación de ciertas ideas y la preparación de un golpe revolucionario. De todos modos, el mantenimiento de la democracia depende de la posibilidad de hallar dicha línea divisoria. Asimismo, tal vez ocurra que ese deslindar conlleve cierto riesgo, mas es honra y esencia de la democracia correr ese riesgo. Una democracia que no sea capaz de afrontarlo, no es merecedora de que se la defienda”.

“Dado que la democracia es por naturaleza profunda libertad y libertad significa tolerancia, no existe forma alguna de gobierno más favorecedora de la ciencia que la democracia. La ciencia sólo puede desarrollarse cuando es libre. Ser libre quiere decir no sólo no estar sometida a influencias externas, esto es, políticas, sino ser libre interiormente: que impere una total libertad en su juego de argumentos y objeciones. No existe doctrina que pueda ser eliminada en nombre de la ciencia, pues el alma de la ciencia es la tolerancia. Comencé este estudio con el interrogante: «¿qué es la justicia?» Ahora, al llegar a su fin, me doy perfectamente cuenta que no lo he respondido. Mi disculpa es que en este caso me hallo en buena compañía. Sería más que presunción de mi parte hacerles creer a mis lectores que puedo alcanzar aquello que no lograron los pensadores más grandes. En rigor, yo no sé ni puedo decir qué es la justicia, la justicia absoluta, ese hermoso sueño de la humanidad. Debo conformarme con la justicia relativa: tan sólo puedo decir qué es para mí la justicia. Puesto que la ciencia es mi profesión y, por lo tanto, lo más importante de mi vida, la justicia es para mí aquello bajo cuya protección puede florecer la ciencia y, junto con la ciencia, la verdad y la sinceridad. Es la justicia de la libertad, la justicia de la paz, la justicia de la democracia, la justicia de la tolerancia”.

Si el presidente Alberto Fernández está imbuido de las reflexiones kelsenianas, si verdaderamente está convencido del carácter relativo de sus verdades, entonces será capaz de desparramar por el territorio argentino las semillas de la justicia de la libertad, la justicia de la paz, la justicia de la democracia, la justicia de la tolerancia. Que así sea.

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