Por Hernán Andrés Kruse.-

La frase más resaltada por la prensa del discurso de Alberto Fernández el pasado jueves 25 fue la siguiente: “La libertad se pierde cuando uno muere”. De esa forma el presidente retrucó a quienes lo acusan de haberse enamorado de la cuarentena, de estar valiéndose de ella para instaurar en la Argentina un régimen similar al chavismo. Realmente cuesta creer que haya ciudadanos que crean realmente que Alberto Fernández es un émulo de Hugo Chávez, aquel militar golpista que una vez llegado poder por el voto popular puso en práctica lo que él denominó “el socialismo del siglo XXI”. El jefe de Gabinete de Néstor Kirchner es, como bien señaló a manera de acusación el peronista ortodoxo Guillermo Moreno, un típico exponente de la socialdemocracia europea. Ello explica sus aceitadas relaciones con Macron y Sánchez, por ejemplo, y sus cortocircuitos con Jair Bolsonaro. Ello explica, también, su profunda admiración por Raúl Alfonsín.

Ahora bien, aquella frase fue, me parece, poco feliz. Es cierto que la muerte implica la aniquilación de la libertad. Cuando uno se muere deja de ser libre. Pero ello no significa que al estar vivo uno es libre automáticamente. En efecto, uno puede estar vivo y ser un esclavo. ¿Fueron libres los negros norteamericanos durante la oprobiosa época de la esclavitud? Uno puede respirar y estar oprimido por un régimen tiránico. ¿Son libres, por ejemplo, los norcoreanos, los chinos y los rusos? Quien trabaja en relación de dependencia y pende sobre su cabeza la amenaza constante del despido ¿es libre? No lo es y está vivo. Para ser libre no basta, pues, con estar vivo. Es fundamental, si pensamos en nosotros, gozar de aquellos derechos y garantías consagrados por nuestra sabia constitución de 1853/60.

Alberto Fernández es, además del presidente de todos los argentinos, profesor de Derecho Penal. Se nota, además, que es un hombre culto. Seguro que ama leer los libros de historia argentina y, fundamentalmente, las obras de nuestros próceres. A continuación me tomo el atrevimiento de transcribir un párrafo de una de las obras más importantes de nuestra historia política y constitucional: “Dogma Socialista de la Asociación de Mayo”. En uno de sus párrafos Esteban Echeverría demuestra que la libertad se pierde no sólo cuando uno muere sino también cuando nuestros derechos y garantías son pisoteados por el poder.

Escribió Echeverría

“No hay libertad donde el hombre (que está vivo, agregamos) no puede cambiar de lugar a su antojo.

Donde no le es permitido disponer del fruto de su industria y de su trabajo.

Donde tiene que hacer al poder el sacrificio de su tiempo y de sus bienes.

Donde puede ser vejado e insultado por los sicarios de un poder arbitrario.

Donde sin haber violado la ley, sin juicio previo ni forma de proceso alguno, puede ser encarcelado o privado del uso de sus facultades físicas o intelectuales.

Donde se le coarta el derecho de publicar de palabra o por escrito sus opiniones.

Donde se le imponen una religión y un culto distinto del que su conciencia juzga verdadera.

Donde se le puede arbitrariamente turbar en sus hogares, arrancarle del seno de su familia y desterrarle fuera de su patria.

Donde su seguridad, su vida y sus bienes están a merced del capricho de un mandatario.

Donde se le obliga a tomar las armas sin necesidad absoluta y sin que el interés general lo exija.

Donde se le ponen trabas y condiciones en el ejercicio de una industria cualquiera, como la imprenta, etc.”

Efectivamente, la vida cuaja perfectamente con la ausencia de libertad. Hoy los argentinos no somos plenamente libres. Desde el 20 de marzo nuestra libertad ha menguado, se ha enflaquecido, ha sufrido menoscabo. Pero a diferencia de la denuncia de Echeverría, que aludía obviamente al régimen despótico de Rosas, el gobierno de Alberto Fernández lejos está de ser dictatorial. Forzado por una situación excepcional-la pandemia-no ha tenido más remedio que valerse de una medida de excepción-la cuarentena-para protegernos del virus. El presidente, reitero, se valió de aquella desafortunada frase para responder a quienes lo consideran responsable de estar instaurando una “infectadura” o, si se prefiere, una dictadura comandada por los epidemiólogos que lo asesoran. Vale decir que los doctores Pedro Cahn y Eduardo López serían los líderes de la “infectadura”. Pero los acusadores de Alberto Fernández saben muy bien que el presidente es un socialdemócrata. Ellos son perfectamente conscientes de que no existe la “infectadura”. Pero lo siguen acusando de pretender atentar contra la democracia. Es una táctica peligrosa. Porque la historia argentina es pletórica en ejemplos de acusaciones de este estilo que luego terminaron dinamitando la legitimidad democrática.

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