Por José Luis Milia.-

Yo creo que los hay, aunque a veces es necesario recurrir a manuales de antropología cultural pues ellos parecen ser una especie de definición errática. Ansiosos por encontrar algún día el artilugio político que soñaron o que les fabularon, vagan desorientados buscando a ese aparato quimérico -al que los más avisados llaman “el movimiento”- que los ha convertido en huérfanos políticos, antes aún de parirlos o, por lo menos, en nómades ideológicos cuya única referencia es su adhesión a un ídolo sepultado.

El “Verdadero Peronista de Perón”, de aquí en más el VPP, es aquel que desde hace por lo menos sesenta y dos años, por lo menos desde 1955- aunque haya algunos a los que la tradicional traición de los propios los persigue desde hace más tiempo- peregrina desorientado, en busca de una llama que solo ha ardido en su mente. Ese espejismo tan anhelado los ha llevado a vivir en una trifulca permanente, condenados a un perpetuo “vivere pericolosamente”, lema al que era tan afecto su hoy manoseado líder, con aquellos que, según él, se han apoderado con malas artes y oro espurio de su movimiento.

Antes de seguir adelante es menester reconocer algo: el VPP es un ser puro, no diría como son los espíritus de la luz, pero bastante puro al fin. Tiene un costado pueril que lo hace entrañable, y al mejor estilo argentino necesita un caudillo a quien seguir; si en el mundo político no se avizora un hombre providencial se siente inseguro e indefenso, cosa que lo llevó a meter la pata varias veces. Creció admirando a Rosas, no por lo que debe ser admirado sino por lo que hizo mal, y para llegar al meollo de la “nacionalidad” se enamoró de cuanto caudillo anda suelto por la historia argentina, caudillos que seguramente no diferían mucho -en cultura y pasiones- de un puntero bravo del conurbano. Ese estar despaternizado lo llevó, probablemente, a admirar al comisario de Balvanera pero solo por poco tiempo ya que, transitando su propio camino de Damasco, encontró al coronel. A partir de allí tuvo a quien le indicó camino y acciones, porque para él, y para muchos como él en estas tristes Provincias Unidas del Sur el coronel era propietario de la verdad revelada y sus apóstoles, mientras contaran con el favor del coronel, merecían un respeto reverencial.

En verdad esto le sirvió hasta para dejar de pensar; nunca más necesitó argumentos y eran mentiras todo lo que se dijera de él. Nunca hubo para él casas marcadas de opositores, y el “Perón me quiere Evita me ama” de los libros de texto era solo una engañifa urdida por “la contra” para lavarle el cerebro a los argentinos. Cuando el coronel estaba exiliado y los montos ponían bombas, como éste los había llamado “juventud maravillosa” no había para el VPP nada mejor que un terrorista. Vuelto al país el coronel mostró sus cartas y el VPP se destacó en Ezeiza, colgándolos de los árboles o sacando a los “zurdos” heridos de las ambulancias para que se desangraran en el pasto.

Su necesidad de obedecer ha hecho que el VPP esté siempre presto para pintar paredes, apoyar cualquier paro o algarada y tiene en la pared de su dormitorio la foto del caballo pinto en el histórico desfile. Se ha metido, casi siempre con valentía, en cuanto lío al que haya sido enviado por su circunstancial cabecilla, sea éste sindical o de unidad básica, para, finalmente, votar con pueril entusiasmo a cualquiera que, a caballo de las jetas de Perón y Evita en la boleta, a los pocos meses lo defraudará, sea por “neoliberal”, “criptocomunista” o, más pedestremente, porque no le dio bola en la “repartija”.

El VPP es un ser de alma cicatrizada. Esconde en su corazón, o en su bolsillo, las reiteradas perfidias que, según él, los propios le han infligido al entrañable nombre que se repite en avenidas, plazas y calles pero, por compañerismo, se empecina en silenciarlas. Casi parecería que el tango “Traiciones” (1) fue escrito para él y de conocerlo repetiría hasta el hartazgo el estribillo:

“Hay veces que en la vida
más vale hacerse el ciego
para no ver traiciones que herirán
sentimientos y moral.”

Y así, en una rara mezcla de vergüenza y orgullo siempre ha tratado de esconderlas. Es un Francisco Real muriendo a puñaladas y pidiendo que le tapen el rostro pues, “Sólo le quedaba el orgullo y no iba a consentir que le curiosearan los visajes de la agonía” (2); porque el VPP es un atribulado a tiempo completo que pasa su vida ora jurando venganza ante la arteras felonías, ora justificándolas ya que al final siempre le refriegan la jeta -sea con billetes sea con ideología- los mismos traidores de anteayer dejándose convencer que el mal siempre ha estado en otro lado, siempre en el “gorilaje” aunque hoy ya nadie sepa lo que este término significa.

Esta sucesión de traiciones, arreglos, camaradería y de nuevas ingratitudes, que se repiten cíclicamente en el “movimiento” infligidas por los, hasta ayer, compañeros -¿y por qué no por siempre?, total siempre hay tiempo para enjuagues y arreglos- ha dotado al VPP de una coraza emocional, no intelectual por razones obvias, que vaya a saber uno por que, él llama lealtad. Quizá para él, más que un sentimiento, solo sea un GPS emocional que le permite dilucidar si entre tantos cambios de nombre, de dirigentes venidos de cualquier parte, de tantas oscilaciones sísmicas que ha tenido “el movimiento” se mantiene en éste el respeto y la adhesión a las veinte verdades y si “la marchita” sigue siendo su credo placero o, si al bajar de su Sinaí privado, nada de eso queda porque los compañeros se dedicaron a adorar su propio becerro de oro y no le dieron participación.

1.- Luis Torres Rojas, “Traiciones”. Tango.

2.- Jorge Luis Borges, “Hombre de la esquina rosada”.

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