Por Hernán Andrés Kruse.-

Los debates sobre el futuro de la socialdemocracia han generado una serie de preguntas que Giddens concentra en un número reducido de dilemas básicos: a) la globalización, su significado y las implicaciones que tiene; b) ¿están haciéndose las sociedades modernas más individualistas?; c) los términos “derecha” e izquierda” ¿ya no tienen significado?; d) ¿la acción política se aleja cada vez más de los mecanismos ortodoxos democráticos? (También hace mención Giddens a la cuestión ecológica).

El término “globalización” adquirió notoriedad hace relativamente poco tiempo. De golpe, casi como por arte de magia, pasó a ser el centro del debate en el mundo académico, en la literatura socialdemócrata y en la mayoría de los debates políticos y económicos. La irrupción de la globalización hizo que surgieran dos corrientes de pensamiento diferentes, casi opuestas, relacionadas con posturas políticas distintas. Hay quienes enarbolan el carácter mítico de la globalización. Así piensan quienes aún defienden las banderas de la antigua socialdemocracia. Están convencidos de que, en última instancia, es sólo un invento del neoliberalismo, un vulgar engaño que, si es descubierto, la vida continúa como antes. En la vereda de enfrente están aquellos que consideran que la globalización es un fenómeno real que se expande como un reguero de pólvora. Como expresa Keniche Ohmae, el Estado-nación ha pasado a ser una entelequia, una ficción, y los políticos han pasado a ser meras marionetas. La globalización alude fundamentalmente a la economía. Giddens transcribe la siguiente reflexión de Paul Hirst y Graham Thompson para ilustrar esta cuestión: “Se afirma que ha aparecido, o que está apareciendo, una economía verdaderamente global, en la que las diferentes economías nacionales y, por consiguiente, las estrategias domésticas de gestión económica nacional, son crecientemente irrelevantes”. Estos autores discrepan con esta postura. Sostienen, por el contrario, que la mayoría del comercio sigue siendo regional. A tal punto se ha incrementado el comercio dentro de los bloques económicos y entre ellos, que el escenario actual se asemeja al escenario que imperaba a finales del siglo XIX. Giddens discrepa con Hirst y Thompson. El ideólogo de Tony Blair sostiene que aunque el período presente fuera un calco del siglo diecinueve, sus diferencias respecto a la época de posguerra, cuando surge el Estado de bienestar, serían notorias. Giddens destaca lo que considera es el cambio más notable que trajo aparejada la globalización: la irrupción en el sistema económico internacional de los mercados financieros mundiales. A finales de la década del noventa se negociaban diariamente más de un billón de dólares en transacciones financieras societarias. En los últimos quince años (entre 1985 y 1998) la proporción de intercambios financieros en relación al comercio se quintuplicó. Lejos de constituir una mera continuación de las tendencias precedentes, la globalización es una realidad, especialmente a nivel de los mercados financieros. Sin embargo, la globalización no se reduce a la cuestión económica o, si se prefiere, a los mercados financieros transnacionales. Giddens considera que la globalización también abarca las modificaciones del tiempo y del espacio y cómo esos cambios repercuten sobre la vida de las personas. La globalización es, pues, un fenómeno no sólo económico sino también comunicacional, tecnológico y cultural. También político, obviamente. En este sentido cobra especial relevancia la televisión. Según muchos de los analistas internacionales lo que aconteció en Europa del Este en 1989 fue posible en buena medida gracias a la influencia de la televisión. Pese a no coincidir con Ohmae, Giddens reconoce que la globalización se está alejando del Estado-nación. Y ello por una sencilla y contundente razón: algunos de los poderes que los Estados-naciones poseían han perdido gran parte de su gravitación. “La globalización”, concluye Giddens, “es una compleja serie de procesos, impulsados por una amalgama de factores políticos y económicos. Está transformando la vida diaria, especialmente en los países desarrollados, a la vez que crea nuevos sistemas y fuerzas transnacionales. No se limita a ser únicamente el telón de fondo de la política contemporánea: tomada en conjunto, la globalización está transformando las instituciones de las sociedades en que vivimos. Influye directamente, sin duda, en el ascenso del “nuevo individualismo” que ha destacado en los debates socialdemócratas”.

Giddens habla de un nuevo individualismo. Su contrario, la solidaridad, ha sido desde siempre un valor fundamental para la socialdemocracia. Carlos Marx enarboló la hipótesis de la desaparición del Estado como condición fundamental para la implantación de una sociedad socialista madura, sin conflictos sociales, de una sociedad capaz de crear las condiciones para que cada uno se desarrolle libremente. Sin embargo, tanto el comunismo como el socialismo otorgaron un rol relevante al Estado en la tarea de garantizar la solidaridad y la igualdad. En este sentido, enfatiza Giddens, el colectivismo fue uno de los rangos distintivos de la socialdemocracia en comparación con el conservadorismo, que centraba su atención en el individuo. Luego de los setenta del siglo pasado la socialdemocracia se vio compelida a hacer frente al desafío que implicaba la irrupción ideológica del neoliberalismo. La socialdemocracia clásica siempre tuvo éxito en aquellos países de escasas dimensiones o en aquellos países con culturas nacionales homogéneas. El problema que se le presentó fue que en los últimos tiempos los países occidentales se volvieron más pluralistas culturalmente, permitiendo una proliferación de estilos de vida no previstas por la socialdemocracia clásica. Fue así como los socialdemócratas debieron esforzarse para adaptarse a los nuevos tiempos caracterizados por la creciente importancia de la persona individual y el florecimiento de diversos estilos de vida. Giddens analiza a continuación el “nuevo individualismo”. ¿Está provocando el “nuevo individualismo” el nacimiento de la sociedad del “yo primero” que conduce inexorablemente a la destrucción del bien común público? Tanto los autores socialdemócratas como los autores conservadores coinciden en alertar sobre las deletéreas consecuencias que el yo primero trae aparejadas para la solidaridad social. Sin embargo, no coinciden en las causas del fenómeno. Para los socialdemócratas el gran culpable del surgimiento de la sociedad del yo primero no es otro que el mercado. El thatcherismo es el emblema de este enfoque. Para Thatcher, las personas debían valerse por sí mismas en lugar de esperar todo de la benevolencia estatal. Para los neoliberales el origen de la sociedad del yo primero fue la permisividad de los sesenta que permitió el surgimiento de un agudo proceso de decadencia moral. Giddens discrepa con ambas posturas. Como expresa Ulrich Beck, el nuevo individualismo “no es thatcherismo, ni individualismo de mercado, ni atomización. Al contrario, significa “individualismo institucionalizado”. La mayoría de los derechos y titularidades que confiere el Estado de bienestar, por ejemplo, están destinados a individuos en lugar de familias. En muchos casos presuponen el empleo. El empleo, a su vez, implica educación, y ambos suponen movilidad. Mediante todos estos requisitos se invita a la gente a constituirse como individuos: a organizarse, entenderse, diseñarse, como individuos”. En definitiva, “el nuevo individualismo”, sentencia Giddens, “está asociado a la difuminación de la tradición y de la costumbre en nuestras vidas, un fenómeno relacionado con el impacto de la globalización entendida de un modo más amplio que la mera influencia de los mercados” (…) “En lugar de ver nuestro tiempo como una época de decadencia moral tiene, pues, sentido contemplarla como una época de transición moral. Si individualismo institucional no es igual a egoísmo, representa una amenaza menor para la solidaridad social, pero sí implica que tenemos que buscar nuevos medios de conseguir esa solidaridad”.

La dicotomía izquierda-derecha es un clásico de la historia del pensamiento político. Giddens se apoya en uno de los autores más relevantes del siglo veinte para abordarlo: Norberto Bobbio. En 1994 apareció su famoso libro sobre esta cuestión y que terminó siendo un verdadero “best seller”. Según el filósofo político italiano, los conceptos de “izquierda” y “derecha” siguen vigentes por una sencilla razón: la política implica necesariamente lucha entre competidores, adversarios o enemigos. La esencia de la política se define por la lucha de concepciones ideológicas y políticas antagónicas. Cuando una de ambas posturas adquiere carácter hegemónico, cuando se presenta como la única alternativa posible, ambas partes coinciden en destacar esa relevancia. Margaret Thatcher, por ejemplo, llegó a afirmar que frente al neoliberalismo no había nada. La postura debilitada intenta, para sobrevivir, adoptar como propios algunos de los valores de su adversario y expandirlos como si le pertenecieran. Luego de la Segunda Guerra Mundial, tras la caída del fascismo, la derecha adoptó algunos de los valores de la izquierda. El Estado de bienestar pasó, por ende, a ser bien visto por los partidos de la derecha. A partir de los ochenta se produjo el fenómeno inverso. El colapso del comunismo provocó el crecimiento de la ideología neoliberal, lo que obligó a la socialdemocracia a valorar positivamente algunos de sus postulados. Ello explica la decisión de Blair de haber adoptado siendo primer ministro muchas de las ideas thatcherianas. Para Bobbio la dicotomía izquierda-derecha no se reduce a una cuestión de polaridad. Aquí entra en escena un criterio muy relevante para diferenciar lo que es izquierda de lo que es derecha: las actitudes en relación con la igualdad. Para la izquierda la igualdad es un valor superlativo, casi absoluto, mientras que para la derecha la jerarquía hace a la esencia de las sociedades humanas. La izquierda persigue como objetivo fundamental, entonces, la reducción de la desigualdad. Ahora bien, ello no significa que la izquierda pretenda eliminar todas las desigualdades y que la derecha persiga la preservación de todas las desigualdades. La diferencia, razona Giddens, es de contexto. Para los izquierdistas el gobierno tiene la obligación ética de fomentar la justicia social. Para ser más preciso, lo que en realidad persiguen los izquierdistas es la existencia de una política que tienda a la emancipación. La igualdad se yergue como un valor muy importante para garantizar las oportunidades vitales, el bienestar general y la autoestima de las personas. Si imperan las desigualdades la paz social está amenazada, opina con razón Giddens. En estos tiempos donde impera la democracia de masas fomentar desde el gobierno la desigualdad es atentar contra la convivencia civilizada entre las personas.

Luego de analizar la capacidad de acción y las cuestiones ecológicas, Giddens esboza las ideas generales de la política de la tercera vía. Dicha política debería servir fundamentalmente para ayudar a las personas a adecuarse al nuevo tiempo, caracterizado por “la globalización”, “las transformaciones de la vida personal” y “la relación con la naturaleza”. La política de la tercera vía debería enfocar de manera positiva el fenómeno de la globalización, entendida como un fenómeno que excede al mercado global. En este sentido, es muy importante que la política de la tercera vía no confunda estar a favor de la globalización con un apoyo irrestricto al libre comercio. La política de la tercera vía debería ocuparse de la justicia social. Aquí entre en escena el apoyo a la igualdad. Mientras más aumenta la igualdad, más se incrementa el abanico de libertades accesibles a las personas. A manera de colofón, Giddens destaca cuál debería ser el lema central de la política de la tercera vía: “ningún derecho sin responsabilidad”. Como principio ético, “ningún derecho sin responsabilidad” debe aplicarse no sólo a los destinatarios del bienestar, sino a todo el mundo. Es muy importante que los socialdemócratas recalquen esto, porque, de otro modo, puede considerarse que el precepto se refiere sólo a los pobres o a los necesitados -como tiende a ocurrir con la derecha política”. Un segundo lema debería ser: “ninguna autoridad sin democracia”. Para la derecha, la democracia siempre se presenta incompleta ya que cuando se desmorona la autoridad, las personas dejan de estar en condiciones para distinguir qué es lo que está bien y qué es lo que está mal. “Los socialdemócratas”, sentencia Giddens, “deberían oponerse a esta concepción. En una sociedad donde la tradición y la costumbre están perdiendo su fuerza, la única ruta para establecer la autoridad es la democracia”.

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