Por Guillermo Sandler.-

El análisis de la sociedad argentina actual nos ha obligado a reproducir algunos párrafos del que fuese autor una de los más brillantes pensadores de las primeras décadas del Siglo XX y que permite interpretar la mediocridad y la decadencia en que nos encontramos sumergidos. No es económica es más profunda.

Un ideal no es una fórmula muerta, sino una hipótesis perfectible. Un ideal es un punto y un momento entre los infinitos posibles que pueblan el espacio y el tiempo. Los ideales, por ser visiones anticipadas de lo venidero, influyen sobre la conducta y son el instrumento natural de todo progreso humano. Los ideales son una elan hacia lo mejor, en cuanto simples anticipaciones del devenir. Hay tantos idealismos como ideales; y tantos ideales como hombres aptos para concebir perfecciones y capaces de vivir hacia ellas. Los ideales están en perpetuo devenir, como las formas de la realidad a que se anticipan. Todo ideal es siempre relativo a una imperfecta realidad presente. Sin ideales sería inexplicable la evolución humana. Sin ideales sería inconcebible el progreso. En la evolución humana los ideales mantiénense en equilibrio inestable.

La desigualdad humana no es un descubrimiento moderno. Los animales de una misma especie difieren menos entre sí que unos hombres de otros. Todos los enemigos de la diferenciación vienen a serlo del progreso. Inclinan a confundir, el sentido común con el buen sentido. El sentido común es colectivo, eminentemente retrógrado y dogmatista; el buen sentido es individual, siempre innovador y libertario.

Individualmente considerada, la mediocridad podría definirse como una ausencia de características personales que permitan distinguir al individuo en su sociedad. Juntamos mil genios en un Concilio y tendrás el alma de un mediocre.

Nuestra vida no es digna de ser vivida sino cuando la ennoblece algún ideal. La vida vale por el uso de que ella hacemos, por las obras que realizamos. El poder que se maneja, los favores que se mendigan, el dinero que se amasa, las dignidades que se consiguen, tienen cierto valor efímero que puede satisfacer los apetitos que no lleva en si mismo, en sus virtudes intrínsecas, las fuerzas morales que embellecen y califican la vida.

Vivir es aprender, para ignorar menos; es amar, para vincularnos a una parte mayor de humanidad; es admirar, para compartir las excelencias de la naturaleza y de los hombres; es un esfuerzo por mejorarse, un incesante afán de elevación hacia ideales definidos. Muchos nacen, pocos viven.

El hombre mediocre solo puede definirse en relación a la sociedad en que vive, y por su función social. Cada individuo es el producto de dos factores: la herencia y la educación. La primera tiende a proveerle de los órganos y de las funciones mentales que le transmiten las generaciones precedentes, la segunda es el resultado de las múltiples influencias del medio social en que el individuo está obligado a vivir.

El hombre mediocre es una sombra proyectada por la sociedad; es por esencia imitativo y está perfectamente adaptado para vivir en rebaño, reflejando las rutinas, prejuicios y dogmatismos reconocidamente útiles para la domesticidad. Es incapaz de concebir una perfección, de formarse un ideal. Piensa con la cabeza de los demás, comparte la ajena hipocresía moral y ajusta su carácter a las domesticidades convencionales. El horror de lo desconocido lo ata a mil prejuicios, tornándolo timorato e indeciso: nada aguijonea su curiosidad, carece de iniciativa y mira siempre el pasado, como si tuviera los ojos en la nuca. Subvierte la tabla de los valores morales, falseando nombres, desvirtuando conceptos, pensar es un desvarío, la dignidad es irreverencia, es lirismo la justicia, la pasión ingenuidad, la virtud una estupidez.

La vulgaridad es el aguafuerte de la mediocridad. La vulgaridad es el blasón mobiliario de los hombres ensoberbecidos de su mediocridad; la custodian como al tesoro el avaro. Son incapaces de estoicismo: su frugalidad es un cálculo para gozar más tiempo de los placeres, reservando mayor perspectiva de goces para la vejez impotente. Su generosidad es siempre dinero dado a usura. Su amistad es una complacencia servil o una adulación provechosa.

El hombre sin ideales hace del arte un oficio, de la ciencia un comercio, de la filosofía un instrumento, de la virtud una empresa, de la caridad una fiesta, del placer un sensualismo. La vulgaridad transforma el amor de la vida en pusilanimidad. La prudencia en cobardía, el orgullo en vanidad, el respeto en servilismo.

Ignorar que el hombre vale por su saber; niegan que la cultura es la más honda fuente de la virtud. No intentan estudiar; sospechan, acaso, la esterilidad de su esfuerzo, como esas mulas que por la costumbre de marchar al paso han perdido el uso del galope. Prefieren confiar en la ignorancia para adivinarlo todo. La lectura les produce efectos de envenenamiento. Son prosaicos. No tienen afán de perfección: la ausencia de ideales impídeles poner en sus actos el grano de sal que poetiza la vida. Llaman hereje al que busca una verdad o persigue un ideal.

La caja cerebral del hombre mediocre es un alhajero vacío. No puede razonar por sí mismo, como si el seso le faltara. El mediocre es solemne. En la pompa grandílocua de las exterioridades busca un disfraz para su íntima oquedad; acompaña con fofa retórica los mínimos actos y pronuncia palabras insustanciales, como si la humanidad entera quisiera oírlas. Adora el sentido común, sin saber de seguro en qué consiste; confúndelo con el buen sentido, que es su síntesis.

Los mediocres, más inclinados a la hipocresía que al odio, prefieren la maledicencia sorda a la calumnia violenta. Los maldicientes florecen doquiera: en los cenáculos, los clubes, en las Academias, en las familias, en las profesiones, acosando a todos los que perfilan alguna originalidad.

El hombre mediocre que se aventura en la lira social tiene apetitos urgentes: el éxito. La vanidad empuja al hombre vulgar a perseguir un empleo expectable en la administración del Estado, indignamente si es necesario; sabe que su sombra lo necesita. El hombre excelente se reconoce porque es capaz de renunciar a toda prebenda que tenga por precio una partícula de su dignidad.

Los grandes cerebros ascienden por la senda exclusiva del mérito, o por ninguna. La popularidad o la fama suelen ser transitoriamente la ilusión de la gloria. Son formas espurias y subalternas, extensas pero no profundas, esplendorosas pero fugaces. Son oropel, piedra falsa, luz de artificio. La gloria de los pensadores, filósofos y artistas, que traducen su genialidad mediante la palabra escrita, es lenta, pero estable; sus admiradores están dispersos, ninguno aplaude a solas. La gloria nunca ciñe de laureles quien se ha complicado en las ruinas de su tiempo.

La hipocresía es el arte de amordazar la dignidad. Los hombres rebajados por la hipocresía viven sin ensueño, ocultan sus intenciones, enmascarando sus sentimientos, dando saltos como el eslizón, tienen la certidumbre íntima, aunque inconfesa, de que sus actos son indignos, vergonzosos, nocivos, arrufianados, irredimibles.

El hipócrita está constreñido a guardar las apariencias, con tanto afán como pone el virtuoso en cuidar sus ideales. . La hipocresía es más una honda que la mentira: ésta puede ser accidental, aquella es permanente. El hipócrita transforma su vida entera en una mentira metódicamente organizada. Hace lo contrario de lo que dice, toda vez que ello le reporte un beneficio inmediato, vive traicionando con sus palabras, como esos poetas que disfrazan con largas crenchas la cortedad de su inspiración.

El que miente es traidor: sus víctimas lo escuchan suponiendo que dice la verdad. El mentiroso conspira contra la quietud ajena, falta el respeto a todos, siembra la inseguridad y la desconfianza. El hipócrita entibia toda amistad con sus dobleces; nadie puede confiar en su ambigüedad recalcitrante. Sólo piensa en sí mismo, y esa es su pobreza suprema. Sus sentimientos se marchitan en los invernáculos de la mentira y de la vanidad.

El hipócrita también es ingrato. Invierte las fórmulas del reconocimiento, aspira a la divulgación de los favores que hace, sin ser por ello sensible a los que recibe. Multiplica por mil lo que da y divide por un millón lo que acepta.

La mediocridad moral es impotencia para la virtud y cobardía para el vicio. La honestidad es una imitación; la virtud es una originalidad. Solamente los virtuosos poseen talento moral y es obra suya cualquier ascenso hacia la perfección; el rebaño se limita a seguir sus huellas, incorporando a la honestidad trivial lo que fue antes virtud de pocos.

Ser honesto implica someterse a las convenciones corrientes; ser virtuoso significa a menudo ir contra ellas, exponiéndose a pasar como enemigo de toda moral el que lo es solamente de ciertos prejuicios inferiores.

Así como hay una gama de intelectos, cuyos tonos fundamentales son la inferioridad, la mediocridad y el talento, aparte del idiotismo y el genio, que ocupan sus extremos, hay también una jerarquía moral representada por términos equivalentes.

La moralidad es tan importante como la inteligencia en la composición global del carácter. Los más grandes espíritus son los que asocian las luces del intelecto con las magnificencias del corazón. La virtud es inconcebible en el imbécil y el ingenio es infecundo en el desvergonzante.

La mediocridad teme al digno y adora al lacayo. Es un hombre de corcho: flojo. Ha sido salteador, alcahuete, ratero, prestamista, asesino, estafador, fementido, ingrato, hipócrita, traidor, político; tan varios encenagamientos no le impiden ascender y otorgar sonrisas desde su comedero. Es perfecto en su género. Entra al mundo como siervo y sigue siendo servil hasta la muerte, en todas las circunstancias y situaciones<. Nunca tiene un gesto altivo, jamás acomete de frente un obstáculo.

Las grandes ciudades pululan de niños moralmente desamparados, presas de la miseria. Sin hogar, sin escuela. Viven tanteando el vicio y cosechando la corrupción, sin el hábito de la honestidad y sin el ejemplo luminoso de la virtud. El trabajo, creando el hábito del esfuerzo, sería la mejor escuela del carácter; pero la sociedad enseña a odiarlo, imponiéndole precozmente, como una ignominia desagradable o un envilecimiento infame, bajo la esclavitud de yugos y de horarios, ejecutado por hambre o por avaricia, hasta que el hombre huye de él como de un castigo.

En los mundos minados por la hipocresía, todo conspira contra las virtudes civiles; los hombres se corrompen los unos a los otros, se imitan en lo intérlope, se estimulan en lo turbio, se justifican recíprocamente. Los hombres sin ideales son incapaces de resistir las asechanzas de hartazgos materiales sembrados en su camino. El hombre mediocre es el puntal más seguro de todos los prejuicios políticos, religiosos, morales y sociales.

Es incalculable la infinidad de gentes domésticas que nos rodea. Cada funcionario tiene un rebaño voraz, sumiso a sus caprichos, como los hambrientos al de quien los harta. Si fuesen capaces de vergüenza, los adulones vivirían más enrojecidos que las amapolas; lejos de eso, pasean su domesticidad y están orgullosos de ella, exhibiéndola con donaire, como luce la pantera las aterciopeladas manchas de su piel.

La exaltación del amor propio, peligrosa en los espíritus vulgares, es útil al hombre que sirve un ideal. Este le cristaliza en dignidad; aquellos le degeneran en vanidad. El éxito envanece al tonto, nunca al excelente.

La dignidad estimula toda perfección del hombre; la vanidad acicatea cualquier éxito. El digno ha escrito un lema en su blasón: lo que tiene por precio una partícula de honor es caro. El pan sopado en la adulación, que engorda al servil, envenena al digno. Todo parásito es un siervo, todo mendigo es un doméstico. El hambriento puede ser rebelde, pero nunca un hombre libre. Enemiga poderosa de la dignidad es la miseria; ella hace trizas los caracteres vacilantes e incuba las peores servidumbres.

El pobre no puede vivir su vida. La miseria es la mordaza que traba la lengua y paraliza el corazón. La pobreza impone el enrolamiento social; el individuo se inscribe en un gremio, más o menos jornalero, más o menos funcionario, contrayendo deberes y sufriendo presiones denigrantes que le empujan a domesticarse. Un hombre libre no espera nada de otros, no necesita pedir.

La envidia es una adoración de los hombres por las sombras; del mérito por la mediocridad. Es el rubor de la mejilla sonoramente abofeteada por la gloria ajena. Es la más innoble de las torpes lacras que afean a los caracteres vulgares. La envidia es de corazones pequeños; el hombre que se siente superior no puede envidiar. Algunos hombres están naturalmente inclinados a envidiar a los que poseen superioridad por ellos anhelada en vano. La envidia es una cobardía propia de los débiles, un odio impotente, una incapacidad manifiesta de competir o de odiar.

La emulación es siempre noble. La emulación presume un afán de equivalencia, implica la posibilidad de un nivelamiento; saluda a los fuertes que van en camino de la gloria, marchando ella también. Solo el impotente, convicto y confeso, emponzoña su espíritu hostilizando la marcha de los que no puede seguir.

El envidioso pertenece a una especie moral raquítica, mezquina, digna de compasión o de desprecio. El envidioso pasivo es de cepa servil. El envidioso activo posee una elocuencia intrépida, disimulando con niágaras de palabras su estiptiquez de ideas. Pretende sondear los abismos del espíritu ajeno, sin haber podido nunca desenredar el propio.

El hombre vulgar envidia las fortunas y las posiciones burocráticas. Cree que ser adinerado y funcionario es el supremo ideal de los demás, partiendo de que lo es suyo. El dinero permite al mediocre satisfacer sus vanidades más inmediatas; el destino burocrático le asigna un sitio en el escalafón del Estado y le prepara ulteriores jubilaciones.

El talento -en todas su formas intelectuales y morales: como dignidad, como carácter, como energía- es el tesoro más envidiado entre los hombres. Hay en el mediocre un sórdido afán de nivelarlo todo, un obtuso horror a la individualización excesiva; perdona al portador de cualquier sombra moral, perdona la cobardía, el servilismo, la mentira, la hipocresía, la esterilidad, pero no perdona al que sale de las filas dando un paso adelante.

Extractos del libro “El hombre mediocre”, de José Ingenieros.

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