Por Hernán Andrés Kruse.-

Es una de las frases más conocidas de nuestra historia. La pronunció, como todo el mundo sabe, Manuel Belgrano en su agonía. Era el 20 de junio de 1820 y lo que hoy se conoce como República Argentina se desangraba. Pobre e impotente para detener semejante barbarie, uno de nuestros máximos próceres dejó esta tierra exclamando con lo voz que le quedaba lo que sentía en aquel momento.

Han pasado doscientos años. Y la inmensa mayoría de los argentinos puede tranquilamente expresar dicha frase. Porque al igual que en aquel entonces, hoy el país es un barco que navega a la deriva, sin rumbo fijo. No hay nadie capaz de conducirlo, de imponer respeto y autoridad. En 1820, por lo menos, había estadistas como Manuel Belgrano. Hoy la clase política no le llega ni a los tobillos.

Estamos huérfanos de ejemplaridad. El último estadista que accedió a la presidencia fue Arturo Frondizi. Un intelectual brillante que tenía un modelo de país y que, lamentablemente, no logró llevarlo a la práctica. La feroz antinomia peronismo-antiperonismo lo devoró. Aquel golpe cívico-militar de marzo de 1962 le hizo un daño inconmensurable al país. El peronismo y el antiperonismo se aliaron para hacerle la vida imposible. Para echar más leña al fuego, don Arturo cometió un pecado imperdonable para un político de sus quilates: pretender quedar bien con Dios y con el Diablo. Se granjeó la desconfianza y enemistad de Perón y sus seguidores, y de las fuerzas armadas antiperonistas. La victoria de Andrés Framini selló su suerte. El poder militar no podía permitir el regreso al poder del peronismo.

Asumió en su reemplazo José María Guido, un títere de las fuerzas armadas antiperonistas. Obedeciendo sus órdenes aplicó una dura política antiperonista, similar a la aplicada por Aramburu y Rojas. Ello le permitió a Arturo Illia, un honesto médico radical de Cruz del Eje, alcanzar la primera magistratura en 1963. Su presidencia fue un calvario. El peronismo y el antiperonismo le hicieron la vida imposible. El golpe cívico-militar de junio de 1966 fue festejado tanto por las fuerzas armadas antiperonistas como por Perón.

Asumió el general Juan Carlos Onganía, “La Morsa”, un uniformado nacionalista y católico que tenía intenciones de quedarse por mucho tiempo en la Rosada. Perón, consciente o no, aplicó la famosa táctica de Mao “profundizar las contradicciones” y se valió de las “formaciones especiales” para golpear al régimen militar. El secuestro y posterior asesinato de Aramburu acabó con su presidencia. Fue sustituido por el general Levingston, un ilustre desconocido. Su misión fue la volver a poner en práctica el antiperonismo jacobino. Duró en el poder lo que un suspiro. Mientras tanto, desde su exilio madrileño Perón no paraba de festejar todas y cada una de las burradas que se mandaban sus enemigos. Levingston fue reemplazado por el general Alejando Lanusse, un militar que creyó equivocadamente que provocando a Perón le haría bajar los brazos. Sucedió todo lo contrario. Perón arribó al país en noviembre de 1972 sólo para bendecir la constitución del Frejuli, la fuerza política que, con Cámpora a la cabeza, ganaría las elecciones presidenciales en marzo de 1973.

La inmensa mayoría del pueblo creyó entonces que Perón era el único capaz de garantizar el orden y la paz social. Retornó definitivamente al país el 20 de junio de 1973, jornada signada por la violencia y el fanatismo. De ahí hasta el derrocamiento de Isabel el 24 de marzo de 1976 el peronismo no se cansó de hacer desastres. Ese período fue uno de los más trágicos de nuestra historia. Pero el que le siguió fue más trágico aún. La dictadura militar no dejó nada en pie. Su máximo legado fue el de los desaparecidos y una guerra perdida. Al entregar el poder a Raúl Alfonsín la Argentina era tierra arrasada.

Pese a sus innegables aciertos en muchos aspectos, fundamentalmente en el referido a los derechos humanos, la presidencia de Raúl Alfonsín terminó en el más absoluto desastre. Se vio obligado a entregar anticipadamente el poder a su sucesor, Carlos Menem, porque la economía le había estallado en las manos. Sin embargo, es justo rescatar una virtud: fue honrado, al igual que Illia. Fue, qué duda cabe, el último presidente decente de la Argentina.

Entre julio de 1989 y diciembre de 1999 soportamos con un estoicismo notable a Carlos Menem. No cometió más desastres porque Dios no permitió que ello sucediera. Su legado más importante fueron los atentados a la embajada de Israel y a la Amia, y la voladura intencional de Río Tercero. Aunque cueste creerlo su sucesor, Fernando de la Rúa, fue peor que Menem. A tal punto fue incapaz (por decirlo de manera elegante) que en diciembre de 2001 renunció en medio de la peor crisis institucional de la Argentina contemporánea.

Eduardo Duhalde fue presidente entre el 1 de enero de 2002 y el 25 de mayo de 2003. Tuvo el mérito de evitar que la Argentina se destruyera por completo. Pero ello no invalida el hecho de que asumió para favorecer a los grandes grupos económicos. Como conservador que es hizo lo imposible por asegurar que su sucesor fuera Carlos Reutemann, un emblema de la inoperancia en el poder. La negativa del Lole a competir con su mentor, Carlos Menem, le abrió las puertas del poder al matrimonio Kirchner.

El kirchnerismo estuvo en la Rosada entre el 25 de mayo de 2003 y el 10 de diciembre de 2015. Un largo período de ejercicio implacable del poder que dejó como legado fundamental una profunda división de la sociedad entre kirchneristas y antikirchneristas. Mauricio Macri sacó provecho de ese odio y de la imposibilidad de Cristina de presentarse en las elecciones de 2015 para acceder a la Rosada. Era la primera vez en la historia que un dirigente conservador llegaba a la presidencia por el voto popular. Lamentablemente, no hizo más que cometer un error detrás de otro (por decirlo de manera elegante). Fue tan desastroso su gobierno que el kirchnerismo retornó al poder en 2019.

El 10de diciembre de 2019 asumió Alberto Fernández. El ex jefe de Gabinete de Néstor Kirchner le debe la presidencia a Cristina. Semejante favor lo perseguirá durante sus cuatro años de mandato. Cuando todavía no se había acomodado al sillón de Rivadavia tuvo que vérselas con el coronavirus. Esta pandemia que está asolando al mundo obligó a Alberto Fernández a imponer una cuarentena que está provocando resultados positivos y negativos. Por un lado, está evitando que el sistema de salud, fundamentalmente el bonaerense, no colapse, lo que explica la escasa cantidad de fallecidos. Pero por el otro, la cuarentena está causando estragos en la economía. Cuando la pandemia pase el presidente se encontrará con un escenario dantesco.

Lamentablemente la oposición se está valiendo de lo difícil que le está resultando a Alberto Fernández hacer pie ante el desafío del coronavirus, para hacer política de la más baja estofa. Pareciera que estuviera rogando para que Argentina se parezca a Brasil. Ese es el nivel moral de la dirigencia opositora, entre quienes se encuentran los discípulos de Raúl Alfonsín. Increíble pero cierto.

“¡Ay Patria mía!”, exclamó Belgrano el 20 de junio de 1820. “¡Hay Patria mía!”, proclama el pueblo doscientos años más tarde. Evidentemente algo huele a podrido en Dinamarca.

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