Por Justo J. Watson.-

La incapacidad para asimilar políticamente los cambios sociales de los últimos años nos pone ante el riesgo de una implosión del sistema constitucional instaurado a mediados del siglo XIX.

Lo que parecía impensable hace un año resulta muy posible hoy: el kirchnerismo podría seguir gobernando por otros 4 u 8 años a través de un triunfo de la fórmula Scioli-Zannini.

Si como muchos suponen, D. Scioli resulta víctima de algún accidente o es desplazado de la presidencia mediante alguna maniobra pseudo legal, C. Zannini podría empujar a nuestra Argentina por la senda venezolana de mordaza informativa, violencia piquetera, cierre económico, freno a la movilidad social y corrupción… en grados aún más altos que los actuales asegurando para los suyos, clientelismo exacerbado mediante, mucho más que 8 años de gobierno.

Si fuesen sólo 8, el modelo en vigencia se habría aplicado aquí durante dos décadas seguidas.

El caso Venezuela (donde el chavismo gobierna decidiendo sobre vidas y bienes desde hace 17 años) nos permite asomarnos a un futuro probable: en un país de 28 millones de habitantes, 1 millón y medio ya emigraron huyendo del socialismo real y otros 2 millones 800 mil -según estudios serios- en su mayoría jóvenes, se aprestan a hacerlo. Se trata de un verdadero vaciamiento de cerebros, emprendedores y capitales ya que los que se van con sus familias en busca de sitios más libres son los más productivos y preparados.

Una extrapolación simple de estas cifras a nuestra población actual nos llevaría a un equivalente donde 2,25 millones de argentinos de élite decidirían abandonar el país en las primeras oleadas y otros 4,26 millones tratarían de hacerlo después.

El tipo de instituciones extractivas del peor populismo peronista habría triunfado, entonces, en toda la línea (incluyendo un Poder Judicial bien sometido, como ocurre con el venezolano) y la Constitución liberal de 1853/60, la que permitiera a la República Argentina sus únicos 80 años de gloria y poder, habría implosionado de hecho. Estaríamos hablando de la ruptura de nuestro Contrato Social. El que nos mantiene desde entonces unidos como nación.

En esa eventualidad y adelantándonos al desastre, cabe aquí la valentía (y la conveniencia ético-económica) de preguntarse sobre la posibilidad de denuncia del tal Contrato o pacto. Sucede en países como España con regiones que buscan su independencia de un Estado central que ya no los representa; sucede en Barcelona, el país vasco e incluso en la provincia de Valencia entre otras.

Tal vez se esté acercando la hora de cuestionarse si la Ciudad Autónoma de Buenos Aires con sus 3 millones de habitantes, por ejemplo, debe seguir mansamente sentada en un tren que acelera hacia el averno; si los porteños deben seguir siendo expoliados por los habitantes de otras regiones que tuvieron a bien elegir ineptos y delincuentes para que los gobernaran, haciendo implosionar la Constitución Nacional; violándola con alevosía tanto en letra como en espíritu.

O si prefieren, plebiscito mediante, separarse como en el pasado del resto de la confederación para pasar a ser una Ciudad Estado.

A imagen y semejanza de Mónaco o Singapur, por caso. Poderosas, respetadas e independientes, con bajos impuestos, altísimo desarrollo económico, alta densidad poblacional, grandes libertades para ser y hacer y elevadísimos ingresos promedio per cápita.

No es necesario tener exclusividad de dominación sobre un extenso territorio, gobernar sin límites republicanos ni aplicar estúpidos torniquetes fiscales sobre los rehenes más productivos para lograr el bienestar real de la gente. Más bien es a la inversa: como casi siempre, la verdad está en lo acotado, en lo perspicaz, diverso, particular y disidente; donde menos se la espera.

Una Buenos Aires independizada del vasallaje impositivo-reglamentario de los incapaces, del asfixiante yugo populista de los corruptos conformaría un Estado más que viable cuyo poderío financiero acabaría con la pobreza, llevando a sus víctimas a la clase media en muy poco tiempo. Tal como pide la Iglesia.

Y promovería a sus habitantes y a todos los argentinos que instalaran allí sus domicilios y empresas a la riqueza sin prejuicios, la solidaridad bien entendida y la elevación personal en todo sentido.

Dejando que los distritos del resto del país elijan libremente al vivillo que más les apetezca para que siga hundiéndolos.

Eso sí: teniendo frente a sus narices el ejemplo vivo, con instituciones inclusivas, de lo que pudieron ser… y no quisieron.

Es más; con algún cinismo podríamos visualizar incluso al Sr. Scioli o a su sucesor implementando la construcción de un “muro de Berlín” a lo largo de la Av. General Paz, con sus reflectores, alambradas de púas y sus guardias con perros, para impedir la fuga masiva hacia la libertad de sus mejores ciudadanos. Y al Sr. Rodríguez Larreta, a su vez, armando un prolijo Check Point Charlie a la altura de Liniers.

Mas volviendo a la realidad actual, digamos que una iniciativa semejante implicaría profundizar hasta el hueso en el hoy devaluado concepto “democracia” dando la posibilidad de elegir en serio, sin extorsiones ni cortapisas, qué queremos.

¿A nombre de qué debería impedirse a personas libres optar? No serían en tal caso personas libres sino simples rehenes esquilables, ciudadanos-objeto usables más allá de su consentimiento. En una palabra, medios al servicio de los fines de otros.

Es precisamente la inmoralidad que vivimos hoy y que un nuevo golpe electoral del Frente para la Victoria consolidaría.

Hace unos años, las provincias bolivianas de Santa Cruz, Beni, Pando y Tarija amenazaron al Estado izquierdista de Evo Morales con avanzar en un proceso de secesión. Sus autoridades lo hicieron en disconformidad con las políticas paleo-económicas de corte indigenista que Morales pretendía imponer por la fuerza bruta del número sobre sus regiones, las más (relativamente) pro capitalistas –y por ello prósperas, claro está- del país.

El gobierno central cedió entonces atribuciones a las autonomías locales y los reclamos independentistas pasaron a archivo.

Siguen sin embargo siendo un antecedente válido de que tal cosa no es mera utopía en Sudamérica, sino algo posible. Grandes crisis suelen ser, históricamente, grandes oportunidades.

Los que profesamos un pacífico pero inconmovible convencimiento libertario sabemos que la persona siempre es anterior al Estado. Y que este ingenio no puede ostentar sobre ella más poderes y legitimidad de los que esa persona voluntariamente le delega. Poderes y legitimidad que en nuestra Argentina sólo tienen cierto viso de verosimilitud a través de un único Contrato Social: la Constitución de 1853/60, en su parte dogmática.

Desaparecida esta de facto, no existe más contrato que la conveniencia personal de cada uno de los pobladores de este suelo, tal y como ocurría antes de su sanción.

El proceso de involución decadente que padecemos se halla muy cerca de lograrlo. Estemos pues preparados porque a la hora menos pensada… aparecerá con más violencia que nunca el ladrón del autoritarismo estatal horadando las paredes de cada una de nuestras casas.

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