Por Justo J. Watson.-

El saber popular dicta que la democracia representativa y el Estado que la sustenta son el Fin de la Historia en lo que a organización social se refiere.

Y que de dicho supuesto se infiere la inclusión de “todos” organizados y copropietarios de lo público (Estado), garantizando mediante el voto individual nuestro propio “autogobierno” (democracia representativa). Un modelo social superador del de las viejas monarquías absolutistas donde un rey hereditario era literalmente propietario del reino que estuviese bajo el dominio de sus armas, brindando a sus súbditos protección y justicia.

Dentro de este marco de saberes inculcados por la educación oficial desde la más tierna infancia, la evolución supuesta en este cambio de paradigma (de rey a presidente y de súbdito a ciudadano) no es algo que merezca duda.

Sin embargo, dado que el libre cuestionamiento intelectual es algo propio de personas inteligentes (quien esto lee, por caso), nos permitiremos presentar a modo de estimulante mental, una campana diferente.

En el caso de la primitiva monarquía absoluta sucedía que el capital tierra “arrendado” a terceros a cambio de cierta parte convenida de su producto, era propiedad de la familia real o feudal. Así las cosas, era de primordial interés para el soberano el conservar y acrecentar dicho capital con vista al éxito financiero, prestigio y sobre todo continuidad de su dinastía con el beneplácito de sus súbditos, sin cuya relativa anuencia le sería muy difícil sostenerse en el tiempo.

Por tal motivo, los impuestos (modo obvio de aumentar el gasto corriente de su corte) eran usualmente bajos ya que su resta de la renta privada de los habitantes implicaba una menor tasa de capitalización popular y por ende una erosión al capital productivo del que él era, en última instancia, dueño interesado.

Lo mismo corría para con el exceso regulatorio o la justicia amañada, suma de ineficiencias que redundarían al final del día en su propio quebranto económico y ético. En el de “su” reino frente a otros. Dos cuestiones en las que su mejor “virtud” impactaba de modo proporcional tanto en el ánimo colaborativo y prosperidad de su pueblo como en la riqueza a largo plazo de su Casa.

Los estímulos corren en otra dirección en el caso de la democracia representativa y su moderno Estado territorial con sus (¡también!) monopolios de seguridad y justicia.

Los funcionarios democráticos tienen acceso a la “renta fiscal” pero no al capital productivo, el que se encuentra repartido entre los ciudadanos. Por lo tanto carecen del incentivo hacia preferencias temporales de largo plazo para conservarlo y acrecentarlo y tienen claro que su autoridad caducará en pocos años con lo que su “momento” siempre será “ahora” tanto para quedarse con algo como para visibilizar su accionar frente a los clientes-votantes.

Tenderán pues a aumentar impuestos y regulaciones a minorías subjetivamente seleccionadas, tanto como a amañar la justicia para mejor disponer para sí y para su parcialidad de gratificaciones inmediatas. Y estarán inclinados, naturalmente, a hacer crecer el gasto de la “corte” del gobierno aumentando su tamaño y atribuciones (v.gr. el poder político) para congraciarse con socios, amigos y parientes haciéndolos vivir, como ellos, del Estado. La maximización de la propiedad privada y riqueza nacional futura de la ciudadanía de a pie (v.gr. el poder social), como es comprensible, no será su prioridad.

Bajo esta óptica, no se ve en el análisis tendencial ventaja evolutiva real de un sistema al otro sino más bien todo lo contrario.

Los absolutismos practicados en reinos, principados y ducados hereditarios o ciudades Estado de Europa (de los que sobreviven algunas pequeñas pero muy exitosas excepciones) cayeron en desuso en su momento por circunstancias históricas que no es del caso enumerar, mas no por falta de eficiencia económica estructural, modus racional “de base” del que mucho podría aprenderse.

De más está decir que las grandes monarquías europeas actuales no son asimilables a aquellas sino al sub grupo parlamentario de las democracias representativas.

El aprendizaje del caso no implica, desde luego, un retorno a los monarcas sino el apalancamiento del avance de la élite intelectual honesta hacia un más inteligente norte evolutivo de nuestra especie… y de nuestra Argentina.

Lo que hoy sí se sabe con certeza merced a la comprobación empírica y al aporte académico del liberalismo radical es que el desarrollo real, sin relatos voluntaristas, puede darse con gran potencia en un sistema orientado a que todas las libertades teóricas enunciadas en nuestra Constitución (y algunas otras) tornen en letra viva conectándose sin trabas entre sí para sinergizar propiedad, recursos económicos, seguridad, transparencia y más oportunidades sociales en un marco de opciones civiles amplias. Incluyendo entre esas libertades, incluso, la posibilidad de secesión.

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