Por Pascual Albanese.-

Quienes pretendan interpretar las recientes novedades en el escenario político argentino tendrán que hacer, ante todo, un ejercicio para distinguir muy cuidadosamente lo principal de lo accesorio. En esta segunda y superpoblada categoría corresponde inscribir una multiplicidad de episodios que abarcan desde la aprobación parlamentaria de la ley de movilidad jubilatoria y el subsiguiente veto presidencial, las alternativas para la designación de los nuevos magistrados en la Corte Suprema de Justicia hasta el debate sobre la reestructuración de los servicios de inteligencia, pasando por las negociaciones subterráneas que acompañan éstas y otras discusiones, las diferencias exteriorizadas entre el presidente Javier Milei y la vicepresidenta Victoria Villarroel, el fallo judicial que declaró la inconstitucionalidad del artículo del decreto 70 que habilita a las sociedades anónimas deportivas, la expulsión de una diputada y un senador nacional de los bloques de la Libertad Avanza en el Congreso Nacional y las diversas expresiones de los conflictos internos en el peronismo, el radicalismo y el PRO, sin omitir el escándalo público que involucra al ex presidente Alberto Fernández y otros hechos de menor cuantía, como la controversia generada por la visita al penal de Ezeiza de un grupo de diputados nacionales de la Libertad Avanza o las opiniones sobre la cuestión del género emitidas por el Ministro de Justicia Mariano Cúneo Libarona.

Cada uno de estos episodios de alta repercusión mediática adquieren alguna o ninguna significación según cuánto y cómo se correlacionen con lo esencial, una columna mucho más reducida en la que corresponde destacar en primer término la conservación de los elevados índices de imagen positiva de Milei y el igualmente alto, aunque levemente menguante, apoyo de la opinión pública a la gestión gubernamental, mucho más significativo todavía si se tiene en cuenta el contexto de gigantesco sacrificio colectivo que supone el programa de brutal ajuste económico en marcha.

Sobresale el valor del férreo ejercicio del híper-presidencialismo como sostén del poder político, tradicionalmente importante en la Argentina pero mucho más relevante en situaciones de emergencia como la actual. La medida del poder de un gobierno está en la capacidad de decir “no”. Pero la razón de ser de su éxito está siempre fundada en la capacidad de brindar respuestas efectivas a los desafíos que afronta la gobernabilidad en un país acostumbrado a “vivir peligrosamente”, muchas veces al borde del abismo, y en la percepción colectiva de que el rumbo escogido, más allá de costo social, responde a las exigencias de las circunstancias.

Aunque en las encuestas cueste calibrar la dimensión de este fenómeno, resulta bastante evidente que el catastrófico balance de la experiencia “kirchnerista”, la desintegración de Juntos por el Cambio, la acefalía en el peronismo y el desprestigio generalizado de toda la dirigencia política consolidan a Milei como eje indiscutido del sistema de poder y mejoran las perspectivas del oficialismo para las elecciones legislativas de 2025. La ausencia en la superficie política de una alternativa de poder considerada viable es un incentivo poderoso para apostar a la continuidad. Si la opción fuera “Milei o la nada” el pronóstico no es demasiado difícil.

Los pronósticos catastrofistas que en principio acompañaron el inicio del nuevo gobierno pasaron al olvido. La razón es obvia. Los dos grandes estallidos sociales ocurridos en la Argentina desde la restauración de la democracia, tanto en el estallido hiperinflacionario de junio de 1989 como en la debacle del gobierno de Fernando De la Rúa en diciembre de 2001, sucedieron cuando ya estaban dadas las condiciones políticas para un recambio gubernamental.

En julio de 1989 Carlos Menem ya había sido electo Presidente de la República y sólo hubo que adelantar cinco meses la transferencia del gobierno. En diciembre de 2001 el peronismo acababa de ganar las elecciones legislativas de medio término, con Eduardo Duhalde como candidato a senador nacional de la provincia de Buenos Ares, Ramón Puerta ya era presidente provisional del Senado y el acuerdo de Raúl Alfonsín creaba las condiciones para la Asamblea Legislativa.

En otros términos, los pueblos no acostumbran suicidarse. La sociedad argentina recién impulsó la caída de esos dos gobiernos cuando visualizaba claramente la existencia de una alternativa de recambio. Nada de esto ocurre ni por asomo en la actualidad y este dato es absolutamente central para interpretar el actual momento político.

Muy por el contrario, al margen de sus aspectos anecdóticos, la atención y el debate disparados por las discrepancias entre Milei y Villarroel, que comparten el primer y el segundo lugar en el ranking de imagen positiva en la opinión pública, parecieron generar un hecho propio de los ejemplos clásicos de hegemonía política, cuando las tensiones de la sociedad no se expresan por afuera sino por adentro de la fuerza dominante.

El amable y divertido intercambio registrado entre el senador formoseño José Mayans y una vicepresidente que, a diferencia de su antecesora, suele puntualizar que su cargo termina con “e” y no con “a”, la invitación de Mayans a “profundizar la amistad”, la consiguiente réplica de Cristina Kirchner sobre la “pericia psiquiátrica” y la inmediata y ácida respuesta del titular de uno de los dos bloques peronistas en el Senado merecerían figurar en el repertorio del clásico libro de Sigmund Freud sobre “El chiste y su relación con el inconsciente”.

La circunstancia de que Villarroel se haya convertido, aunque más no sea simbólicamente, en una divisoria de aguas dentro del peronismo, y no sólo entre Cristina Kirchner y Mayans, patentiza una crisis de conducción y el consecuente vacío de reemplazo. La vicepresidente, ya cuando designó a Claudia Rucci al frente del Observatorio de Derechos Humanos del Senado había emitido una señal políticamente significativa, fue elogiada también, entre otros, por Sergio Berni y Guillermo Moreno.

Pero cuando Mayans apuntó indirectamente a Cristina Kirchner por la designación de Alberto Fernández al frente del Consejo Nacional del Partido Justicialista, evocó inequívocamente al tweet que en 2019 consagró su candidatura presidencial. Si el famoso cajón de Herminio Iglesias no fue la causa de la derrota electoral del peronismo en 1983, sino que en todo caso reflejó sí su profundo desfasaje con las expectativas de la sociedad, en 2024 el caso de Fabiola Yáñez cumple ese mismo papel con el “kirchnerismo”.

No obstante esa ausencia de alternativa política, Milei percibe que la recuperación de la credibilidad nacional e internacional, que es la condición indispensable para la recreación de un ciclo de inversiones capaz de impulsar un proceso de crecimiento sostenido, demanda la confianza no sólo en su gobierno y en su programa económico, objetivos que entiende virtualmente logrados, sino también en la sustentabilidad en el tiempo del rumbo estratégico trazado por su gestión. Por encima de sus resultados concretos, sus frecuentes diálogos con Mauricio Macri y su encuentro con los bloques afines de la Cámara de Diputados son el termómetro de esa apreciación de situación.

Esta percepción es más evidente a medida de que se avizora un éxito en la lucha contra la inflación, cuando las encuestas empiezan a indicar que las prioridades de la opinión pública tienden a desplazarse hacia otras prioridades, como la demanda de empleo, y comienzan a encararse las reformas estructurales anticipadas, entre ellas la privatización de las empresas públicas, la modernización de la legislación laboral y la modificación del sistema previsional.

En esa dirección resulta cada vez más importante la búsqueda de los consensos necesarios para la consecución de esos objetivos. Esa tarea de forjar un nuevo consenso político y social exige avanzar en el proceso de reconfiguración del sistema de fuerzas iniciado en los hechos con el triunfo de Milei en la segunda vuelta de la elección presidencial, una victoria que extendió el acta de defunción del sistema surgido a partir de la crisis de diciembre de 2001, que a su vez había eclipsado el bipartidismo imperante desde la restauración de la democracia en 1983.

Como ocurre siempre en estas situaciones cualquier recomposición de fuerzas está precedida por una etapa de descomposición, algo que hoy está la vista y se exhibe en la totalidad del espectro político, tanto en la oposición como en el propio oficialismo, obligado a adecuarse a las nuevas circunstancias, lo que supone compatibilizar la vertebración orgánica de una fuerza política nacional electoralmente competitiva, una tarea que está principalmente a cargo la Secretaria General de la Presidencia, Karina Milei, y d su segundo, Eduardo ”Lule” Menem, con la articulación de un sistema de concertación con los gobernadores y los bloques legislativos, una misión que está a cargo del Jefe de Gabinete, Guillermo Francos. Resulta inevitable que en la búsqueda simultánea de ambos objetivos aparezcan tensiones, superposiciones y contradicciones pero sería erróneo deducir de esa ambivalencia funcional una confrontación política porque ambas están contenidas por el liderazgo presidencial.

Fuera del oficialismo esa reconfiguración de fuerzas políticas es mucho más ardua. Ante la crisis de representación que afecta a las estructuras partidarias tradicionales, un fenómeno que posibilitó la irrupción de Milei, cobraron mayor relevancia los liderazgos territoriales, encarnados principalmente por los gobernadores y por los intendentes del conurbano bonaerense y las grandes ciudades de la provincia de Buenos Aires y del interior del país, erigidos en interlocutores obligados del poder central. En esa medida ganó también espacio político el Congreso, un ámbito en que la orfandad gubernamental exige un ejercicio constante de negociación.

El Pacto de Mayo, rubricado en Tucumán el 8 de julio, constituyó un acto de reconocimiento de esta nueva realidad. El hecho de que el documento haya sido rubricado única y exclusivamente por el Presidente, por 18 de los 23 gobernadores y por el Jefe de Gobierno de la ciudad de Buenos Aires graficó el punto de partida de ese nuevo consenso representativo de un arco de fuerzas que, después de una etapa de arduas negociaciones que implicaron una significativa modificación en su articulado originario, posibilitó la sanción de la “Ley Bases”.

Corresponde subrayar que en esa la nómina de dieciocho gobernadores firmantes revistan cuatro de la región Norte enrolados en la Unión por la Patria: Osvaldo Jaldo, de Tucumán, Raúl Jalil, de Catamarca, Gustavo Sáenz, de Salta, y Gerardo Zamora, de Santiago del Estero, lo que graficó una fractura con un quinteto encabezado por el gobernador de Buenos Aires, Axel Kicillof, acompañado por los gobernadores de La Rioja, Ricardo Quintela, de Formosa, Gildo Insfrán, de La Pampa, Sergio Zilloto, y de Tierra del Fuego, Gustavo Melella.

Ese cuarteto de mandatarios de provincias del Norte, sumado a los diez gobernadores electos por Juntos por el Cambio (que incluyen a cinco radicales, dos del PRO y a tres independientes de extracción peronista), al de Córdoba, Martín Llaryora, y a los tres de partidos provinciales (Río Negro, Misiones y Santa Cruz), configuran un bloque heterogéneo por su origen pero dispuesto a negociar con el gobierno nacional y aislar políticamente al “kirchnerismo”.

Importa acotar que el único anuncio político concreto que acompañó la firma de aquel documento suscripto en Tucumán fue la constitución del llamado “Consejo de Mayo”, un organismo colegiado integrado por seis miembros: un representante del Poder Ejecutivo, uno por cada cámara del Congreso, uno por los gobernadores y uno por las organizaciones sindicales y otro por las centrales empresarias que, según su decreto de creación, tendría a su cargo la discusión de las medidas conducentes a la sanción de las medidas vinculadas con la implementación de los diez puntos acordados en el Pacto de Mayo. Ese compromiso sigue pendiente sin que haya noticias sobre ningún avance en su materialización.

La experiencia de estos primeros ocho meses de gestión revela que cuando la constelación política reflejada en el Pacto de Mayo funciona el gobierno avanza. En caso contrario sufre los reveses de las últimas semanas y la gobernabilidad queda sujeta casi exclusivamente al ejercicio del híper-presidencialismo y a la imagen positiva de Milei en la opinión pública, sostenida hasta ahora en los resultados económicos obtenidos en la lucha contra la inflación.

Esta situación remite a una cuestión central que es la recreación de la confianza nacional e internacional en el futuro de la Argentina. El tema es la inversión. Un artículo muy interesante publicado semanas atrás por Marcelo Elizondo en Clarín, titulado “Inversión extranjera: historia de una catástrofe”, pone en blanco sobre negro la magnitud del retroceso de la Argentina en las últimas dos décadas. En 2001 el stock de inversión extranjera directa en la Argentina ascendía a 79.504 millones de dólares, lo que implicaba el 0,9% del stock mundial y el 26% del total de América Latina. Hoy ese stock es de apenas del 0,3% del total mundial y un 4% del total de la región.

Según la CEPAL el stock de inversión en Latinoamérica se multiplicó por diez, mientras que en la Argentina no llegó a duplicarse, ya que alcanzó a los 130.000 millones de dólares en 2023. En ese mismo período, Uruguay lo multiplicó por 30, Colombia por 16, Perú por 11, Chile y México por cinco y Ecuador casi lo cuadruplicó.

Las dos grandes economías latinoamericanas que concentran el mayor porcentaje de la inversión extranjera directa son Brasil con el 36% y México con el 25%. En menores proporciones Chile cuenta con el 9%, Colombia con casi el 8%, Perú con algo más del 4% y la Argentina con un 4%. Al empezar el siglo XXI la Argentina era tercera en ese ranking y hoy ocupa el sexto lugar.

Estas cifras tornan innecesarias cualquier aclaración sobre la importancia que tiene para la Argentina la recreación del flujo de inversión extranjera directa interrumpido a partir de la salida de la convertibilidad. Es evidente que el programa enunciado por Milei despierta expectativas altamente favorables en amplios sectores empresarios y en la comunidad financiera internacional. Pero la Argentina carga con una historia que está obligada a remontar. Encabeza el récord mundial en materia de default. De allí que la recuperación de la confianza no dependa única y exclusivamente de un gobierno. Para los inversores se trata de una apuesta a la Argentina como Nación. El tema no es Milei, es la Argentina.

La puesta en vigencia del Régimen de Incentivo a la Grandes Inversiones (RIGI) permite atenuar esa seria limitación estructural para las inversiones mayores de 200 millones de dólares en los rubros estratégicos estipulados en la ley que lo sancionó al establecer, entre otros beneficios, una mayor libertad para la repatriación de las ganancias empresarias a las casas matrices y, fundamentalmente, un mecanismo de arbitraje internacional para resolver las controversias que puedan surgir en su implementación. En otros términos el RIGI reduce drásticamente las prevenciones y los temores derivados del “riesgo argentino”.

Un ejemplo elocuente de la dimensión que puede suponer esa garantía es la sentencia de la justicia de Nueva York que condenó al Estado argentino al pago de 16.000 millones de dólares al grupo Burford en concepto de indemnización por las irregularidades cometidas en la estatización de YPF durante el gobierno de Cristina Kirchner en 2012, cuando el Ministerio de Economía estaba a cargo de Kicillof, un fallo que impactará fuertemente en las cuentas públicas en los próximos años.

El resto de las inversiones carece de esas atractivas garantías fijadas por el RIGI. Esto explica por qué, a pesar de los datos favorables vinculados con la baja de la inflación, los atisbos de reactivación de la economía y la incipiente reaparición del crédito de consumo, la tasa riesgo país, la brecha cambiaria y el nivel de reservas monetarias del Banco Central, que experimentaron mejorías muy favorables en los primeros meses de la gestión de Milei, se encuentren virtualmente estancados en los últimos meses. La tasa riesgo país que ascendía a los 2.700 puntos en diciembre de 2023 descendió hasta un mínimo de 1.146 puntos el pasado 22 de abril y desde entonces tuvo un alza que la estaciona hoy en alrededor de 1.400 puntos. Paraguay, tiene una tasa riesgo país de 160 puntos, lo que acaba permitirle alcanzar la ansiada categoría internacional de “investment grade”.

Es cierto que el escenario internacional ofrece perspectivas favorables para un incremento sustancial de las exportaciones argentina en agroindustria, energía (principalmente petróleo y gas), minería (en particular (litio y cobre) y la industrias del conocimiento, como lo demuestra la extraordinaria expansión de Mercado Libre. Pero con un riesgo país de 1400 puntos básicos, que todavía torna imposible el acceso al crédito externo, una brecha cambiaria del 30%, que posterga la unificación del mercado cambiario, y un nivel de reservas en el Banco Central todavía negativas experimentada en los primeros meses de gobierno e interrumpida en los últimos resulta difícil imaginar una rápida oleada de inversiones no acogidas al RIGI, derivadas de los 400.000 millones de dólares que los argentinos tenemos ahorrados fuera del sistema financiero (sea en las cajas de los bancos, el colchón o en el exterior del país) o de las empresas multinacionales.

No es una cuestión de “mala praxis” sino de asignación de prioridades. Contra los numerosos y destacados economistas que recomiendan la conveniencia de una liberación inmediata del mercado cambiario aún a costa de una devaluación de la moneda, Ricardo Arriazu, uno de los economistas más respetados de la Argentina, sostuvo “la mayoría de los economistas creen que hay que devaluar. Yo creo que no. Yo creo que si devaluamos, chau, se acabó el programa, se acabó Milei, se acabó todo”. La derrota de la inflación convertida en objetivo principal y excluyente de cualquier otro hace que el gobierno privilegie ante todo el mantenimiento del valor del dólar, aún a costa de frenar la acumulación de reservas del Banco Central. Esta misma explicación vale para la reducción del “impuesto país”, que tiende a producir una rebaja de precios a través del aumento de la competencia de productos importados, aún a costa de incrementar la demanda de divisas para pagar esas mayores importaciones.

Desde ya que esa decisión, justificada en la necesidad política de evitar un salto inflacionario, conlleva el costo de postergar el levantamiento del cepo cambiario establecido a fines de 2011 por Cristina Kirchner inmediatamente después de su reelección, una medida que no casualmente coincidió con el inicio del ciclo del período de estancamiento económico que experimenta la Argentina desde hace trece años.

Esta situación explica el carácter heterogéneo que caracteriza a los índices de esta incipiente recuperación económica, cuyo epicentro está en primer lugar en la Patagonia, por la energía y la minería, en segundo lugar en las provincias del Norte, por la actividad minera, y en tercer lugar en la Región Centro y en el interior de la provincia de Buenos Aires, por la agroindustria. Esta localización coincide sugestivamente con el hecho de que en las elecciones del año pasado Milei ganó en todas las provincias y perdió en el conurbano bonaerense, que es también donde su imagen positiva es sensiblemente inferir a su elevado promedio nacional.

Pero no es ésta la única dualidad políticamente relevante que presenta la actual situación económica. Existe otra, profundizada por la reducción del impuesto-país y coherente con la estrategia de apertura internacional de la economía y la necesidad de avanzar en la lucha contra la inflación. La política de apertura internacional trae aparejada otra consecuencia. Privilegia a los sectores internacionalmente más competitivos del sistema productivo en detrimento de los de menor productividad. En términos de mediano y largo plazo, implica también una redefinición de la geografía económica argentina.

Este contraste resulta también más notorio en el conurbano bonaerense, que alberga a un cuarto de la población argentina y es el principal foco de conflictividad social. La exigencia de avanzar en una reconversión integral del sector industrial del Gran Buenos Aires, orientada elevar sus niveles de productividad, exige enfrentar dos grandes desafíos: la modernización de la legislación laboral y la creación de un ecosistema de aprendizaje permanente y formación continua para la capacitación de la fuerza de trabajo que posibilite su incorporación a un sistema productivo signado por el incesante cambio tecnológico.

En este plano también resulta ineludible una estrategia de concertación social. En los hechos, y más allá de la retórica inflamada de algunos de los actores, existen ciertos puntos de acuerdo. En relación a la legislación laboral el más relevante es, sin duda, el consenso de varias organizaciones sindicales, empezado por el gremio de empleados de comercio, que es el de mayor cantidad de afiliados, en la implementación de un régimen de indemnización legal por despido similar al existente desde hace medio siglo en la industria de la construcción. En la cuestión de la capacitación de la fuerza de trabajo se ya conformó un Consejo Tripartito, con la participación de la Secretaría de Trabajo, la CGT y las principales cámaras empresarias, significativamente encuadrado dentro de ese Consejo de Mayo cuya integración continúa vacante.

En la medida en que avance la percepción colectiva sobre la sustentabilidad política de esta nueva etapa, que es sinónimo de su viabilidad, aumentará la credibilidad y, consiguientemente, las posibilidades de inversión y el ritmo de la recuperación de la economía, cuyos efectos retroalimentarán un círculo virtuoso que redundará, a su vez, en un incremento de la confianza y en una mayor tasa de inversión.

En definitiva, el cambio estructural y el poder político constituyen las dos variables de una ecuación que no es lícito equiparar al enigma de si fue primero el huevo o la gallina. En primer lugar porque ese enigma no existe. Los científicos ya determinaron que el huevo precede a la gallina y lo que en realidad estudian es el proceso biológico que desembocó en su aparición. Y en este caso específico está claro que el papel del huevo está representado por el poder político. Sin su existencia y consolidación no hay cambio estructural posible. Construir ese sistema de poder capaz de sustentar un cambio estructural es entonces el gran desafío que tiene por delante la Argentina.

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