Por José Luis Milia.-

El Padre Christian Federico von Wernich, acusado de delitos de “lesa humanidad”, lleva trece años preso. Condenado por un tribunal en el cual la prevaricación y la mentira fue la norma – ardides utilizados por los jueces con el concurso de una importante cantidad de testigos falsos- aceptó la condena con la misma resignación con que años antes aceptó ser Capellán de la policía de la provincia de Buenos Aires ante el requerimiento del Nuncio Apostólico, Monseñor Pío Laghi y del Obispo de La Plata, Monseñor Antonio Plaza.

En estos trece años que el Padre von Wernich lleva prisionero, ha sido para ustedes el leproso del Levítico: «El leproso llevará los vestidos rasgados y desgreñada la cabeza, se cubrirá hasta el bigote e irá gritando: ¡Impuro, impuro! […]. Es impuro y habitará solo; fuera del campamento tendrá su morada» (Lv 13,45-46). Salvo honrosas y muy contadas excepciones, Eminencias, pocos de ustedes han querido saber de él ni, menos aún, estar con él; de muy pocos de ustedes podría el Padre von Wernich decir: “…estuve enfermo, y me atendisteis; estuve en la cárcel, y me visitasteis.” (Mt 25: 35-36) y sin embargo quienes comparten con él la prisión jamás han escuchado de él una sola palabra hiriente sobre este abandono.

El Padre von Wernich va a cumplir setenta y siete años. Estuvo enfermo de cáncer y pese a las requisitorias los médicos del Servicio Penal Federal de que debía ser intervenido de manera urgente las “dilaciones” de su juez de ejecución, Rozanski, posibilitaron que recién once meses después se le extirpó un tumor de la pierna que pesaba 4,5 kgs en una operación que duró siete horas.

Más allá de lo injusto de su condena, hace siete años que el Padre von Wernich tiene derecho a la prisión domiciliaria y sin embargo la Jerarquía Católica no se ha preocupado de buscarle un lugar donde pueda cumplirla sino que todo indica que es éste un tema en el cual la Conferencia Episcopal Argentina prefiere lavarse las manos.

Creo que ha llegado la hora de que ustedes, Eminencias, tengan el coraje de ayudar a un hermano a quien- quizás por miedo, quizás por oportunismo político- tiempo atrás abandonaron y pongan en práctica aquello que Jesucristo nos enseñó: Amar al prójimo como a ti mismo.

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