Por José Luis Milia.-

…Pero el que es un asalariado y no un pastor, que no es el dueño de las ovejas, ve venir al lobo, y abandona las ovejas y huye…” Jn. 10:12

Magnos Gestores:

Era extraño que no se comidieran a ser los primeros en sumarse al coro siniestro que condenó el editorial del diario La Nación. Demorarse en hacerlo fue, de por sí, un hecho grave, pero, al saber que quedaron en falta con toda la progresía, solo se han expresados como si lo escrito los hubiera sorprendido. Saben que- contada aviesamente como hoy se cuenta con fuerza de verdad revelada- en la fábula de los setenta tienen ustedes mucho que perder y eligen, entonces, la ruta de la sorpresa cobarde y mentirosa porque, aunque no príncipes gestores de la Iglesia en ese entonces, ustedes no pueden alegar ignorancia sobre lo que sucedió.

Pocos, creo que ninguno de ustedes, pueden hacer valer su juventud para repetir como han hecho hasta el hartazgo que no sabían nada.

Hay entre ustedes quienes, profesores de seminario o rectores o curas auxiliares de parroquias importantes, proveían comida a comisarías y lugares de detención; sabían lo que pasaba y callaron.

Hay entre ustedes testigos silenciosos, y al mismo tiempo apocados, de como hermanos de ustedes, utilizaban su magisterio para adoctrinar a jóvenes en la violencia y el odio so pretexto de una revolución que solo traería muerte y, no obstante, callaron.

Hoy, al sumarse como corifeos de una repulsa espuria se ponen del lado de su organizador, un pseudo periodista y entregador de compañeros que ha sido el “factotum” de una de las más siniestras acciones que en contra del Papa Francisco y de la Iglesia Católica se hayan llevado hasta hoy. Operación que todos ustedes conocen pues ha sido denunciada hasta el hartazgo pero que, simple gestores como son, han privilegiado su tan argentino “no te metás”, antes que el buen nombre del Vicario de Cristo.

No vale seguir hablando de lo mal que han interpretado el editorial de marras, si es que lo han leído; de lo que sí hay que seguir hablando es de su malintencionada manera de encarar la tragedia argentina de los setenta. Ustedes, por omisión, tratan de hacer creer con sus actitudes a otros- no porque lo crean sino por miedo o por hipocresía- que era todo idílico en la Argentina de los setenta hasta el día que un grupo de militares se despertó con sed de sangre. No hay una palabra de ustedes, en todos estos años, sobre los más de 1.200 argentinos asesinados por la guerrilla, no hay una palabra de ustedes sobre los más de 20.000 atentados que llevaron a la sociedad argentina a pedir taliones y no justicia en esos días, no hay una sola palabra de ustedes pidiendo una justicia y una verdad que no es aquella, prevaricadora e infame, a la que de manera arrastrada adhieren.

En su miedo o en su hipocresía, nada dicen de aquello a lo que realmente apuntaba el editorial de La Nación: las infames condiciones en que viven sus condenas o la espera de su procesamiento aquellos que eufemísticamente son llamados “reos de lesa humanidad”. Han preferido remitirse al pasado que les pesa o que los aterra y no al presente de hombres que penan por aquello que debieron hacer porque la República estaba en guerra.

No hay, no ha habido, y seguramente nunca escucharemos una palabra de condena por parte de ustedes sobre el porqué a un hombre noventa años que no se puede valerse por sí solo se le revoca la prisión domiciliaria y debe volver a un penal, no hay una palabra sobre aquellos que han sido condenados por portación de apellido o de aquellos que han sido condenados por aproximación, porque si estaban en determinado lugar, aunque nadie los acusara se los debe suponer culpables. Nada han dicho de las irregularidades perpetradas en estos juicios ni, menos aún, sobre la sádica manera en que los jueces de ejecución -nunca tan bien puesto ese título- juegan con las enfermedades y problemas de esos hombres.

En realidad, a ustedes solo les ha preocupado inventarse un “mártir” que los ponga en igualdad con las que buscan nietos truchos o se ponen pañuelos en la cabeza y, aunque ese “mártir” no fuera otra cosa en la realidad, que el santo patrono de los accidentes automovilísticos, la tentación de tener un Osvaldo Arnulfo Romero es muy fuerte en una Iglesia que ha sido incapaz -en los últimos treinta años- de afirmar con valentía sus convicciones, que se limita a declaraciones anodinas y sin substancia, que se ha lavado las manos en cuestiones como el “matrimonio igualitario” y que ha resignado su magisterio cuando de aborto se trata dejando el peso de la lucha a la iglesias evangélicas.

De las cualidades que pueden exhibir las serpientes ustedes han preferido la astucia sobre la prudencia sin resignar, llegado el caso, el veneno.

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