Por José Luis Milia.-

Hoy y acá, 27 de octubre en la Argentina post elección presidencial y esperando el ballotage, es comprensible que la gente esté contenta, doce años de hostigamiento y división pueden terminar, hasta con alegría, como un sueño mal soñado, pero no olvidemos que esta gente es igual en su comportamiento a aquellos que, contentos, salieron a la calle el 24 de marzo de 1976 o el 2 de abril de 1982 y también los que, sin duda alguna, lloraron en el obelisco con Alfonsín. No olvidemos que estos, los que componen la sociedad argentina, se han montado en cuanta aventura recorriera el paisaje de la República y seguramente, para hacerse perdonar sus culpas “procesistas” -porque los hemos vistos vivando a Videla o a Galtieri mientras pedían patíbulos en las plazas argentinas- también aplaudieron los juicios de “lesa” diciendo con mentida seriedad ante cada sentencia: “por algo será”.

Es posible que esta pesadilla de doce años se vaya pero dejará sus secuelas: tontos políticamente correctos que, sentados en sus bancas del congreso, han usado como papel higiénico la página donde está escrito el artículo 18 de la Constitución Nacional; periodistas autodenominados independientes a los cuales les pesará de por vida haber callado por miedo mientras más de dos mil excombatientes en la guerra contra la subversión eran vejados -física y espiritualmente- utilizando la mala praxis jurídica que la corte suprema, para salvar ropas y canonjías, había cometido previa agachada de cabeza, y, por supuesto la presencia ominosa de las empresarias del dolor ajeno y negociado propio que seguirán batiendo el parche de derechos humanos o de los “nietos recuperados” porque sea quien sea el que gane ninguno se animará siquiera a contradecirlas.

Sepamos que, tanto el 22 de noviembre como el 10 de diciembre, no empieza nada y menos aún, para nosotros, termina algo. Seguiremos -hasta todos libres- con la tarea que nos hemos impuesto hace años cuando un Iscariote mostrenco, para hacerse perdonar su cobarde deserción en los setenta, puso en funcionamiento la única política de estado que su resentido cerebro le permitió: la revancha contra aquellos que le ganaron la guerra a la subversión.

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